Reparando las goteras del techo de mi casa
“Una mujer, joven y codiciada, muere en presencia de unos amigos, de su expretendiente, de su actual amante, de la mujer de su amante, del detective. No por ello resulta más fácil saber quién la mató.” Así presentaba Emir Rodríguez Monegal la novela de Nicholas Blake Minuto para el crimen, traducida por Estela Canto y editada en Argentina por Emecé. La breve reseña, publicada en el nº 631 del semanario Marcha el 19 de julio de 1952, sostenía que en el libro el autor renovaba “el problema del asesinato cometido ante testigos”, centrando toda la intriga “en las pasiones encontradas de un grupo de personas, obligadas por el trabajo y por la guerra a una opresiva convivencia”.
A aquella altura del siglo pasado, el autor ya era ampliamente conocido por una de sus novelas más leídas, La bestia debe morir, publicada en 1938, traducida al castellano en 1945 por Rodolfo Wilcock y elegida por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares para inaugurar la que sería una de las colecciones de narrativa policial más famosas, El Séptimo Círculo. La novela habría de conocer varias versiones teatrales y por lo menos dos adaptaciones cinematográficas, la primera de ellas en 1952, protagonizada por el legendario Narciso Ibáñez Menta, y la segunda en 1969 bajo la dirección del francés Claude Chabrol.
La historia de La bestia debe morir es sencilla pero original, al menos para la época de su publicación. El argentino Juan Carlos Martini, en el prólogo a una de las tantas reediciones, exponía que esta se nos presenta “dividida en cuatro partes. La primera corresponde al diario del escritor de novelas policíacas Félix Lane, pseudónimo del personaje llamado Frank Cairnes. En este diario el escritor anuncia su propósito de asesinar al hombre que arrolló y mató con un coche a su hijo Martie Cairnes. Abandonados, por tanto, los presupuestos de la novela-problema, no se trata aquí de averiguar quién es el asesino. Cairnes/Lane conocerá pronto a quien terminó con la vida de su hijo. Lo que resta por saber entonces es si le matará o no. Y en el primero de los casos, si luego de hacerlo logrará escapar de la justicia o no”. Es entonces cuando se hace presente uno de los personajes que aparecería con frecuencia en la obra de Blake, el culto y extravagante detective Nigel Strangeways, cuya tarea será probar la inocencia de Cairnes. Strangeways también sabría poner sus dotes a prueba en otras novelas de Blake como La cabeza del viajero, El abominable hombre de nieve, Los toneles de la muerte y la citada Minuto para el crimen.
Nicholas Blake había nacido en Irlanda, en abril de 1904, pero su verdadero nombre era Cecil Day Lewis. En 1928 se casó por primera vez y comenzó a trabajar como profesor. Según sus propias palabras, en 1935 publicó su primera novela policial bajo el seudónimo de Blake para poder reparar las goteras del techo de su casa, sin sospechar el enorme éxito que tendrían sus títulos. En 1951 se casó por segunda vez, ahora con la actriz Jill Balcon, con quien tendría dos hijos, uno de ellos el notable actor Daniel Day Lewis.
Con su verdadero nombre Cecil publicó algunos libros de poesía, fue amigo de Stephen Spenders, de W. H. Auden y de Louis MacNeice, con quienes integró el llamado “grupo de Oxford”. En 1960 dio a conocer su autobiografía, The buried day (El día enterrado). Falleció en Inglaterra en 1972, en casa de Kingsley Amis. Borges, con su habitual y filoso sarcasmo, escribió alguna vez que el autor “cuando condesciende con Nicholas Blake escribe mejor que cuando se ‘da por entero a la literatura’, como Day Lewis.”
De las primeras páginas de La bestia debe morir, de Nicholas Blake
PRIMERA PARTE EL DIARIO DE FÉLIX LANE
Junio 20 de 1937.
Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarle, y le mataré…
Amable lector: debe perdonarme este comienzo melodramático. Parece la primera frase de una de mis novelas policíacas, ¿no es cierto? Sólo que esta historia nunca será publicada, y el amable lector es una cortés convención. No, tal vez no sea una cortés convención. Estoy decidido a cometer lo que la gente llama «un crimen». Todo criminal, cuando carece de cómplices, necesita de un confidente: la soledad, el espantoso aislamiento y la angustia del crimen son demasiado para un solo hombre.
Tarde o temprano confesará todo. O, aunque su voluntad siga firme, le traicionará su superyó, ese estricto moralista que llevamos dentro y que juega al gato y al ratón con los furtivos, con los cautelosos o con los atrevidos, induciendo al criminal in lapsus verbi; induciéndole al exceso de confianza, dejando pruebas en contra y representando el papel de agente provocador.
Todas las fuerzas de la ley y el orden serían impotentes contra un hombre absolutamente desprovisto de conciencia.
Pero en lo más hondo de nosotros existe ese deseo de expiación, una sensación de culpabilidad, el íntimo traidor; somos delatados por lo que tenemos de falso. Si la lengua se niega a confesar, lo harán nuestros actos inconscientes. Por eso el criminal regresa a la escena del crimen. Por eso estoy escribiendo este diario. Usted, imaginario lector, hypocrite lecteur, mon semblable, mon frére, será mi confesor. No le ocultaré nada. Usted será quien me salve de la horca, si alguien puede hacerlo.
Resulta bastante fácil afrontar un crimen, aquí sentado, en el bungalow que me prestó James para que me restableciera después de mi colapso nervioso (no, amable lector, no estoy loco; debe abandonar desde ahora esa idea. Nunca he estado más cuerdo; culpable, pero no demente).
Es bastante fácil afrontar un crimen mirando por la ventana el Golden Cap que brilla en el sol de la tarde, las olas metálicas y encrespadas de la bahía, y el brazo curvo del Cobb con sus barquitos, cuarenta metros más abajo. Porque todo esto, para mí, significa Martie. Si no le hubieran matado, estaríamos haciendo excursiones en el Golden Cap; él estaría chapoteando en el agua con ese brillante traje de baño, del que estaba tan orgulloso; y hoy habría cumplido siete años; yo le había prometido enseñarle a manejar el dinghy cuando tuviera siete años.
Martie era mi hijo. Una noche, hace seis meses, estaba cruzando la calle frente a nuestra casa. Había ido al pueblo a comprar caramelos. Para él habrá sido un resplandor de faros en la curva, la pesadilla de un momento, y luego el impacto, transformándolo todo en una eterna oscuridad.
Su cuerpo fue arrojado a la cuneta. Murió en seguida, minutos antes de que yo llegara. El paquete de caramelos estaba desparramado sobre el asfalto; recuerdo que empecé a recogerlos. No me parecía que hubiese otra cosa que hacer, hasta que encontré uno con sangre. Después estuve enfermo durante bastante tiempo: fiebre cerebral, colapso nervioso, o algo semejante. La verdad, por supuesto, es que naturalmente yo no quería seguir viviendo. Martie era todo lo que me quedaba en el mundo. Tessa había muerto al darle a luz.
El hombre que mató a Martie no detuvo su coche. La policía no ha podido encontrarle. Dijeron que para que el cuerpo fuera arrojado y herido de esa manera, debió tomar la curva a ochenta por hora.
Ese es el hombre que tengo que encontrar y matar.