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Naranjo esquina de Fabián Soberón: una comedia profana que no tiene paraíso

El problema de la creación y los mundos posibles de la fábula

         Por espacios de años, que acrecieron a siglos, la humanidad se viene preguntando para qué sirve la ficción. Pregunta que demanda, en quien debe responder, el presumible carácter insignificante del valor de la ficción frente a la contundencia de la realidad, tal como la percibimos y entendemos. Salvo, claro, para la escuela idealista cuyo comandante en jefe fue el obispo irlandés George Berkeley. El rango de la fábula, capciosamente, supone un sitial de rezago frente al considerado mundo real. Pero esta idea falsa, por lo engañosa, olvida cómo se aborda el problema de la creación. El problema de cualquier creación, sobre todo la literaria. Y olvida, además, cómo se crea un mundo. Cualquier mundo, sobre todo el literario.

          La Teogonía de Hesíodo, el Génesis de Yahvé y los escritos orientales suponen cosmogonías en donde la imaginación cuenta tanto como la palabra para se ejecute el acto creativo. En el Evangelio de Juan 1, 1-4 está escrito: “Al principio fue el Verbo”. Pero antes fue la imaginación, podríamos agregar sin sonrojarnos.

          Los mundos posibles dependen de mentes ilimitadas. Y si algo infinitésimo el hombre comparte con los dioses es, precisamente, su mente ilimitada. La fábula, cualquier fábula imaginada, también es un mundo posible. La Mente de Dios transforma la fábula de un mundo posible en realidad concreta. La mente de un humano hace de la fábula de un mundo posible una realidad en potencia.

            Dicho lo dicho, si lo trasladásemos a otra escala, ¿qué diferencia existe entre una ciudad real y otra imaginada? Que el califa abasí Al-Mansur fundara Bagdad en el año 761 y que José Arcadio Buendía —bajo la advocación de Gabo— haya fundado Macondo en una fecha imprecisa, ¿importa una discriminación entre ambas desde el punto de vista de su existencia? Ambas forman parte de la toponimia reconocida por la sociedad actual, aunque una figure en una coordenada precisa del mapamundi y la otra sea un punto borroso en la zona de la Ciénaga Grande, en el norte de Colombia, próxima al Caribe. Un par de diferencias las separa: Viajar a Macondo sólo es posible con la imaginación; Bagdad puede dejar de existir. Macondo quedará para los tiempos.

           Naranjo Esquina, el pueblo que trata el libro homónimo, al que voy a referirme a continuación, tiene al igual que Macondo un fundador. Fue un mundo posible en la mente ilimitada del escritor argentino Fabián Soberón que imaginó su fábula plasmada en un impreciso lugar del sur de la provincia de Tucumán, al norte de la Argentina.

El escenario y su espejo

          Osvaldo Soriano fue otro de los que necesitó de su demiurgia creadora para fundar un pueblo en donde los personajes dieran vida a sus calles e impregnaran la atmósfera con los perfumes de sus virtudes y sus vicios. El pueblo en cuestión, Colonia Vela, es la locación de tres de sus novelas —No habrá más penas y olvido; Cuarteles de invierno y Una sombra ya pronto serás— y cuyo destino está unido a Naranjo Esquina en cuanto a la inspiración de origen. Vamos a eso.

           Corría 1885, a cincuenta kilómetros de la ciudad de Tandil, en el centro-este de la provincia de Buenos Aires, llegaba el tendido de las vías del Ferrocarril Sud que uniría Tandil con Bahía Blanca. El lugar de la futura estación fue donado por los hermanos Felipe y Pedro Vela. Se la llamó Estación Vela. Con el paso de muy pocos años, alrededor de la estación fue creciendo un caserío en los campos del hacendado Vicente Casares, quien donó el terreno para que se construyera el pueblo que pasó a denominarse María Ignacia, en homenaje a la madre y a la hija mayor del benefactor. El nombre actual del pueblo es María Ignacia-Vela.

          El Camino de los Incas que unía Lima con Buenos Aires era la vía más importante y extensa de Sudamérica. En su paso por Tucumán iniciaba su descenso para introducirse en la llanura. Con la llegada de los colonizadores la ruta tomó el nombre de “Camino Real” —llamado también Camino del Perú—. Con el tiempo se lo optimizó con la ubicación de postas de recambio cada cinco leguas. En el sur de la actual provincia de Tucumán, una de ellas, situada a un kilómetro y medio de la actual ciudad de Alberdi, se llamaba Naranjo Esquina. Casualmente, en 1885, por la prolongación del ferrocarril entre las localidades de Santa Ana y La Madrid, los vecinos que residían en las cercanías pidieron a las autoridades que se creara un pueblo. Gracias al filántropo don Napoleón Marañón, dueño de la estancia en que se encontraba la posta Naranjo Esquina, se pudo trazar las líneas urbanas de lo que se llamaría Villa Alberdi, fundada el 26 de noviembre de 1888.

           La Colonia Vela, de Soriano, estuvo inspirada en María Ignacia-Vela, como Naranjo Esquina, de Soberón, en la posta Naranjo Esquina del siglo XIX. Las coincidencias y similitudes abruman. ¿Estará enterado de esto Soberón? Los hilos invisibles de la creación parecen tomar contacto en algún lugar del éter, para producir un milagro, como en este caso; o para detonar un cortocircuito como en tantos otros, felizmente olvidados.

La forma encantada de la breviata

          Naranjo Esquina es un libro que consta de 35 relatos. Es un manojo de embrollos. Pero un manojo de embrollos feliz. Una maraña de textos breves —las características breviatas del autor—, capitulitos que parecen ordenados por el azar. Como si a cada uno de ellos se los numerara, para que luego sea un bolillero avieso el que decida la ubicación de cada uno. Pero eso es sólo aparente. Soberón nada deja al albur, ese dislocamiento está calculado.

             Quiero hacer particular hincapié en lo que designo “breviata”, porque este término neológico es consustancial con su escritura. Sus obras Mamá, Ciudades Escritas, Cosmópolis, Edgardo H. Berg y Naranjo Esquina, por citar las más importantes, están confeccionadas con este particular “tiro” escriturario. Esa es su marca distintiva. Uno de esos días en que se cruzaron los textos de ambos en un periódico, en un wasap, lo reafirmó: “Los textos de hoy son una cifra de las dos tendencias estilísticas. Tu texto es extenso. El mío es breve. Vos buscas el infinito en lo inacabable. Yo busco el infinito en el instante”. Una apología a la síntesis y a la claridad. Y de paso, un palo para mí.

          Cuando Fabián Soberón había escrito Cosmópolis, que pretende ser una crónica (pero que es mucho más que eso), intenté definir ese tiro, esa forma espasmódica de dicción, con la palabra breviata que no es otra cosa que un módulo de escritura narrativa que Soberón maneja con profusión y destreza, ya que me resulta difícil encontrar un rótulo idóneo que indique con claridad, y de manera inequívoca, el género con el que se expresa.

           La podría describir como mini bloques escriturarios que parcelan una obra de mayor extensión, donde cada uno de ellos está formado por textos breves (ni tan exiguo para ser considerados epigrama o microrrelato, ni tampoco con la suficiente extensión para catalogarse como cuento corto). Los módulos o mini bloques, que inducen a una falsa fragmentación, manifiestan tal unidad de sentido a los relatos que estos aparentan una total autonomía, como si fueran un todo independiente del resto de la obra; pero, a la vez, de manera paradojal, se deja intuir el hilván de un hilo invisible que termina conectando, sutilmente, a cada una de las partes. Las características más acentuadas que percibo en la construcción de las breviatas son, en lo referente a su diégesis, una hibridación de géneros sin concesiones; y en cuanto al tono y al ritmo, la tromba narrativa que depara el fraseo corto, incontinente y sin pausa, que produce en el lector una sensación de vértigo, en un crescendo prepotente, que lo compele a no abandonar la lectura. Precisamente, a esa forma de perorar, y en línea con lo aquí esgrimido, el escritor bonaerense Gabriel Bellomo, en un feliz acierto metafórico, la motejó «deflagración aluvional».

¿Novela? ¿Cuentos?… Comedia dantesca

     Si la novela como género moderno carece de definición absoluta, el cuento, tradicionalmente, es el más simple de definir. En la mayoría de los casos, a un lector medianamente entrenado le basta con la intuición para saber con qué texto se encuentra. El caso de Naranjo Esquina, es distinto, obedece a otros cánones que sólo el autor los conoce o, tal vez, ni siquiera él.

         Sí, leyó bien, escribí “comedia dantesca”, que es el modo emocional que elegí para catalogar la obra luego de escudriñar con rigurosidad los entresijos del texto. No está de más acordarse de la carta de Dante al Cangrande della Scala en donde le advierte que no es bueno quedarse tan sólo con la interpretación literal. La mía es una mezcla de interpretación alegórica, mezclada con retórica y emoción.

          No desconozco que definir a Naranjo Esquina como comedia dantesca parezca excesivo. Toda vez que no es un poema escrito en verso con métrica y rima, y, más aún, no se trata de un viaje del narrador-protagonista a conocer lugares ultraterrenos —Infierno, Purgatorio, Cielo— para luego llegar a conocerse a sí mismo. Y que por sobre todo supondría profanar nada menos que a Dante Alighieri y su Divina Comedia. Quisiera que se entienda. Lo sui géneris de comedia dantesca dice más de lo que podría aclarar con una ristra de palabras rimbombantes e inmaculadas. Mi propósito es trasmitir conceptualmente lo que Naranjo Esquina nos exhibe sin inhibiciones: la variedad de atrocidades que el comportamiento humano puede ofrecer a diario en cualquier pueblo o ciudad del mundo. La galería de personajes de Naranjo Esquina son habitués de los siete pecados cardinales. La ira, la gula, la soberbia, la lujuria, la pereza, la avaricia y la envidia desfilan por las páginas del libro con total impunidad y cierto desparpajo. Se entiende lo que quiero decir. En la geografía del Infierno y del Purgatorio hay lugar para todos. Sobre todo, en el Infierno. De los nueve círculos, salvo el que ocupa Lucifer, todos tendrían su lugar asegurado. Los pocos que accedan a las siete cornisas del Purgatorio sabrán que la sacaron barata sólo porque no tuvieron la oportunidad de ser peores.

          Mientras las atrocidades se suceden, el clima lóbrego lo envuelve todo. La traición, la perversión sexual con sus odas al incesto, a la sodomía y a la pedofilia, la avaricia y la codicia, la mentira y el engaño, el asesinato y el suicidio, se erigen en amos de personas que parecen normales solamente porque conservan las formas humanas. Tiranos y siervos, poderosos y humillados, nacionalistas y comunistas, anarquistas y conservadores, ultracatólicos y ateos recalcitrantes, son especímenes que danzan al ritmo de la sinrazón. Todo esto lo ve, lo escucha, lo vive, lo graba y lo anota el periodista Augusto Rodríguez, el narrador, que, como Dante, viaja por los laberintos del Infierno y del Purgatorio de Naranjo Esquina, pero sin la guía lumínica de Virgilio ni de Beatrice. Entre tanto, una cadena de secretos y pactos no ve la luz jamás y los destinos de muchos son inciertos, desaparecen; o, ubicuos, parecen estar en distintos lugares al mismo tiempo. Mientras las entrelíneas dejan escapar un trasfondo de voces en sordina, un susurro vacilante, un algo parecido al zumbido de las abejas, que trae a mi memoria el giro rulfiano que aspiró a ser el título original de Pedro Páramo: los murmullos. Ese es el panorama en el pueblo. En Naranjo Esquina el infierno y el purgatorio existen en acto. No hay posibilidad de redención. Ni lo habrá. La comedia, profana al fin, en Naranjo Esquina no deja de ser dantesca, pero sin Paraíso.

La otra cara: el realismo desquiciado

        Tampoco podemos olvidar a estas alturas, lo que dijimos allá por el principio. Naranjo Esquina es un libro desordenado, enmarañado, al menos en el primer abordaje. Ese manojo de embrollos, lo dijimos, lejos de ser una dificultad desprolija, es un caos meditado y feliz. Eso le da un toque de exuberante particularidad que junto al hiperrealismo concomitante nos permite una reinterpretación que agrega un matiz que no debe dejarse de lado. La otra cara que nos muestra Naranjo Esquina es la de un realismo desquiciado: uno de los habitantes del pueblo era don Ricardo, el inmortal, que —se lo dijo a Augusto en una entrevista— había participado en la Guerra de Troya, estuvo en la estancia de Juan Manuel de Rosas, fue testigo de la lluvia de bombas que cayó en la Plaza de Mayo en el derrocamiento de Perón y hasta llegó a charlar con Borges. No dudo que de haber conocido esta historia Oesterheld, el Eternauta no hubiera tenido por nombre Juan Salvo, sino don Ricardo. Por si todo esto no fuera ya un delirio, el eternauta naranjaense camina por veredas y patios de tierra donde, además, también ve rodar la luna. La “Balada para un loco” se deja escuchar en Naranjo Esquina. O vos te pensabas Ferrer que la luna sólo “va rodando por Callao”.

          Y también el aire caribeño, con su magia tropical a cuestas, parece que llegó por esos pagos y la derramó con prodigalidad. Y si no, vean. “En realidad, Remedios, la bella, no era un ser de este mundo. […] estaba transparentada por una palidez intensa. […] tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima. […] cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó la sábana de las manos […] Remedios, la bella, empezó a elevarse”. Lo escribió Gabo en Cien años de soledad. Remedios, levita y vuela a los cielos, su lugar natural.                                                En Naranjo Esquina también suceden esas cosas, ¿o no?, Soberón. “Promediaba la noche, sentí que un hueso empujaba el costado derecho de mi espalda. […] Al tratar de apoyar la espalda, sentí una leve incomodidad. Era el borde las alas. […] Me encomendé a Dios y empecé a rezar. Al fin y al cabo, era lo que había deseado siempre. […] No puedo afirmar en qué momento me convertí en lo que soy. Después de un rato en el aire, percibí que ese era mi elemento, que había estado allí desde siempre. Y supe que no volvería a la tierra. […] Empecé a subir. Las alas hicieron lo suyo”. Lo dice con una voz del más allá Martín, el pintor de arte sacro.

          Connatural con el hombre, la ley de la gravedad nos viene a impugnar la posibilidad de desprendernos de la superficie terrestre. En los disloques del realismo mágico y del realismo desquiciado esa ley está derogada. Remedios, más liviana que el aire, vuela. Martín para volar necesitó alas. Antes debió metamorfosearse, como Gregorio Samsa, ¿o no?, Kafka.

          Pero, y acá viene lo mejor. Lo que descubrí después de tanto extravío, enmarañado en las breviatas de Soberón. Hay una sola historia verdadera, todo lo demás son fuegos de artificios que deslumbran, son pistas falsas, simples señuelos para caer en la añagaza de los efectos ilusionistas. Ramas adventicias que se nutren de la savia del árbol de la narración y cuya flor no podría ser otra que el narciso. En Naranjo Esquina ocurren acontecimientos similares a los de Pago Chico, de Roberto J. Payró. Las características de los personajes están nítidamente tipificadas por sus oficios, profesiones, ocupaciones. Es el caso del verdulero anarquista que oficia de interlocutor principal de Augusto Rodríguez (una proyección maniática de Soberón, tal vez). De este último algo ya dijimos. Augusto era nativo de Naranjo Esquina y un día se fue a la ciudad para estudiar. Fichó como periodista en un diario importante y su vida transcurría en esa tranquilidad inquieta con que la vida nos suele terminar acostumbrando. Un día volvió al pago con la intención aparente de entrevistar a los vecinos para obtener notas costumbristas para su periódico, pero traía in pectore la intención oculta de desentrañar la muerte dudosa de su padre.

          Por eso al llegar a la desvencijada estación de servicio del pueblo, en lo primero que piensa es en él: en Eduardo Hasper, el verdulero anarquista que fuera amigo de su padre. Hasper es el único que lo convoca en este retorno. Entre tanta maraña surrealista, hay cuatro breviatas que constituyen la verdadera historia que Naranjo Esquina nos ofrece de soslayo. Las paso a enumerar: “Hasper, el verdulero”; “La pregunta de Hasper”; “La sombra del padre” y “La pistola de Hasper”. Uniendo cada uno de estos capitulitos en forma secuencial, el hilo de la trama no tiene solución de continuidad.

            Cuando, abrumado, finalicé la lectura, sentí que solamente me quedaba fuerzas para traer a mi mente una imagen que me venía persiguiendo desde que promediaba el libro: Juntaba a todos los personajes de Naranjo Esquina y a su mismísimo autor y los metía en una licuadora gigante con el propósito de preparar el zumo del licor de la buena literatura. Grande era mi sorpresa cuando al apagar la licuadora emergía del borde un ser humano que me miraba perplejo.

Escrito y terminado en San Miguel de Tucumán, en la primera mañana del domingo 14 de enero de 2024. Miro el reloj y son las 06:58.

 

 

 

 

 

 

 

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