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Michel Foucault inédito

Cristianismo, virginidad, confesión y matrimonio

En la primera mitad de 2018 la editorial francesa Gallimard dio a conocer un libro de Michel Foucault (1926-1984) que había permanecido inédito desde la muerte del pensador, ocurrida treinta y cuatro años antes. Según sostuvieron sus allegados, ya en 1982 Foucault había terminado de escribir Las confesiones de la carne, el cuarto tomo de su Historia de la sexualidad, un monumental proyecto que había dado comienzo en 1976 con la publicación de La voluntad de saber y que se ampliaría en el año de su fallecimiento con los tomos dos y tres, El uso de los placeres y La inquietud de sí respectivamente. Poco antes de morir, Foucault había confesado que ya no tenía energías para corregir aquel original, a la vez que dejaba prohibida la publicación póstuma de cualquier inédito de su autoría.

No obstante esta interdicción, desde ese entonces fueron apareciendo en libro múltiples trabajos, entre ellos los cursos que el filósofo había ofrecido en el College de Francia (La sociedad punitiva, Nacimiento de la biopolítica, Los anormales, El poder psiquiátrico…). El argumento de los editores fue que el haber sido dictados les confería carácter de material público, y que además Foucault había permitido que fueran grabados por sus estudiantes. Con respecto a Las confesiones de la carne, hay por lo menos un par de versiones: una que sostiene que él ya había enviado el trabajo a sus editores y que les había pedido no publicarlo antes del segundo y del tercer tomo, y otra que asegura que el material había estado en poder de Daniel Defert, su pareja durante veinte años, y que este lo había vendido a la Biblioteca Nacional de Francia en 2013, por lo que ya se había puesto al alcance de cientos de investigadores y por lo que finalmente se decidió editarlo en formato libro.

Foucault había dado un giro de enfoque y de estilo en los tomos segundo y tercero, que no estaban inscriptos en el plan original de la investigación, en comparación con La voluntad de saber, en el que se adentraba en el concepto de biopoder (“estatización de la vida biológicamente considerada, es decir, del hombre como ser viviente”, según El vocabulario de Michel Foucault, del profesor y filósofo argentino Edgardo Castro) y su relación con el discurso de la sexualidad. De algún modo ese concepto/categoría se transformaba en una síntesis y en el fundamento esencial de todo lo que habían sido los análisis foucaltianos en referencia al poder y sus estructuras, tanto desde sus primeros trabajos como Historia de la locura en la época clásica (1961)hasta su predecesor inmediato, Vigilar y castigar (1975). Y también le permitía asegurar que no era el silencio sobre la sexualidad, sino por el contrario la saturación discursiva, el mejor medio de los Estados actuantes para ejercer un control cada vez más sofisticado sobre los cuerpos.

Alejarse de uno mismo

En los tomos dos y tres Foucault se dedicó a estudiar la idea y las prácticas del sexo en la Antigüedad (griegos y romanos, el concepto de aphrodisia, el deseo y el placer intenso), buscando desentrañar paso a paso comportamientos y discursos desde el nacimiento de la civilización occidental hasta nuestros días. Es en ese mismo marco que se inscribe este cuarto tomo, ahora dedicado a los primeros pensadores cristianos o Padres de la Iglesia, básicamente entre los siglos II y V, abarcando textos fundacionales de, entre otros, Clemente de Alejandría, Tertuliano, Juan Crisóstomo, Casiano y san Agustín.

 “Los estudios que siguen, como otros que emprendí antes, son estudios de ‘historia’  por el campo de que tratan y las referencias que toman, pero no son trabajos de ‘historiador’”, escribía Foucault a modo de advertencia de su eventual desvío, en el prólogo a El uso de los placeres. Y abundaba en su justificación, en respuesta a un impulso de “curiosidad” y de “alejarse de uno mismo” en el sentido de que entendía como imprescindible “pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve… para seguir contemplando y reflexionando”. Y de inmediato se preguntaba: “¿qué es la filosofía hoy –quiero decir la actividad filosófica– sino el trabajo crítico del pensamiento sobre sí mismo? ¿Y si no consiste, en vez de legitimar lo que ya se sabe, en emprender el saber cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto?”.

Fue ese fatigoso viaje el que caracterizó la confección de estos tres últimos tomos, que de alguna manera buscaban no completar pero sí servir de basamento retrospectivo a las hipótesis que él mismo había elaborado alrededor de la época Moderna, en particular desde el siglo XVI hasta nuestros días, que alimentaban La voluntad de saber y que tanto impacto habían causado. “La tarea que Foucault afronta en este volumen”, escribe el ya citado Castro en la Presentación de este cuarto tomo, “es describir la constitución de la experiencia cristiana de la carne, del siglo II al siglo V de nuestra era, de la matrimonialización del deseo a la libidinización del sexo”. Y atendiendo a uno de los elementos centrales de la investigación, la confesión, se pregunta cómo “es que el hombre occidental fue destinado a volcar su deseo en palabras, para decirse y decir a otros su verdad más propia”.

Las confesiones de la carne fue editado en base a los originales manuscritos y a una copia mecanografiada que se había hecho en Gallimard antes de la muerte del pensador. Un equipo de especialistas estableció una serie de reglas que hicieran más comprensible un texto que en definitiva no había sido corregido, y al que sin duda Foucault le hubiera introducido cambios y completado en su última y personal versión. No obstante ello, se trata de un material inestimable que no ha dejado de sorprender a público y crítica académica. El trabajo se divide en tres grandes bloques: “La formación de una nueva experiencia”, “Ser virgen” y “Estar casado”, que a su vez abarcan un período de tres siglos de dogma cristiano, y que fundaron prescripciones y consentimientos que la Iglesia estableció acerca del comportamiento privado de sus fieles.

Enunciarás tu falta

Foucault sostiene que las regulaciones cristianas derivan de preceptos paganos, y toman, sin mayor novedad, tanto de griegos como de romanos, ciertas normativas que ya estaban en funcionamiento, solo que bajo una óptica distinta y con una finalidad diferente. Su autor de base para estas primeras conclusiones es Clemente de Alejandría y su tratado El pedagogo, de fines del siglo II, cuyo título remite a Cristo y a sus enseñanzas. El matrimonio, que había comenzado a institucionalizarse en particular en Roma, como una unidad jurídica/económica, se fortalecerá bajo los modelos cristianos y se convertirá en el organismo destinado a la procreación, entendida como un acto de acercamiento y semejanza a Dios: “Dios recibe del hombre lo que Él ha creado, el hombre”.

Para constituirse, el lazo matrimonial “no debe ser del orden del placer y de la voluptuosidad”, escribe Foucault atento a las reglas elaboradas por Clemente, quien establece una economía del acto sexual que fundará simultáneamente una moral de la unión entre cónyuges. Esta se volverá contra todos aquellos actos que no estén destinados exclusivamente a la procreación, tanto los realizados “fuera de los órganos de la fecundación” como los que se sobreañadan a la fecundación consumada (“evitar las vanas siembras”).

Paralelamente, en el proceso de purificación que el cristianismo comienza a implementar sobre hombres y mujeres, una figura litúrgica pasará a cobrar gran importancia, el bautismo. Para Tertuliano (c. 160-c. 220) en su tratado De baptismo, este sacramento conlleva una exigencia previa sin antecedentes y que habrá de tomar, con el paso de los siglos, una relevancia especial no solo para el cristianismo: la confesión. Foucault ya había trabajado sobre este ritual que nos incumbe a diario, ya en su sentido religioso, ya en su sentido clínico (psiquiatría, psicoanálisis). En La voluntad de saber había escrito que “El hombre occidental se ha convertido en animal de confesión”, identificando a esta como “un ritual de discurso en el que el sujeto que habla coincide con el sujeto del enunciado; es también un ritual que se despliega en una relación de poder, porque no se confiesa sin la presencia, al menos virtual, de un partner que no es simplemente el interlocutor, sino la instancia que requiere la confesión, la impone, la aprecia e interviene para juzgar, punir, perdonar, consolar, reconciliar…”.

Enuncia tu falta: la destruirás”, sostiene san Juan Crisóstomo (347-407), en un buen ejercicio de pensamiento mágico. Para los primeros pensadores cristianos, la confesión requiere no solo de dos personas sino de dos actitudes: la obediencia total de quien se confiesa, la paciencia, la sumisión y la humildad, y la función de guía de quien escucha, su sabiduría y su devolución, que toma las características de un dictado. Esta práctica, que debe alcanzar el grado de perpetua, es el marco instrumental donde se trata de “hacerresplandecer como verdad lo que aún nadie conoce” de dos maneras: “al sacar a luz lo que era tan sombrío que nadie podía discernir, y al disipar las ilusiones que hacían tomar por auténticala falsa moneda, una sugerencia del diablo por una verdadera inspiración de Dios”.

La lengua de Agustín

Virginidad, continencia, voluptuosidad, concupiscencia, castidad, son términos que parecen formar parte de un mismo paquete y que el cristianismo fue abordando en paralelo a las interpretaciones de las Escrituras. Es cierto que fue san Agustín (354-430) quien mejor definió todo lo concerniente a estos temas, o al menos el responsable de una exégesis que dominó toda la Edad Media en tanto sistema filosófico y cuya autoridad solo fue perturbada por Santo Tomás de Aquino (1224-1274), pero otros Padres como Metodio de Olimpo (fallecido en 311) se abocaron al tema en textos como El banquete de las diez vírgenes. Explicar causas y consecuencias de la caída y del pecado original (desobediencia) y la elaboración de controles sobre la sexualidad parece también ir de la mano. Es Agustín quien mejor lo expone: Adán y Eva desobedecieron a Dios y esta actitud fue castigada por Él, quien instituyó en sus cuerpos el mismo principio de desobediencia, empujándolos así a la concupiscencia involuntaria. Con esta, nace también, de forma simultánea, el pudor: “Entonces, se les abrieron a ambos los ojos, y se dieron cuenta de que estaban desnudos; y cosiendo hojas de higueras, se hicieron unos ceñidores” (Génesis).

Es también Agustín quien recurre al uso del término libido, lo asimila al deseo, al exceso y a lo involuntario, y lo ubica en la periferia de la procreación, descalificándolo. Foucault lo resume: “A ese movimiento que atraviesa y arrastra a todos los actos sexuales, que los hace a la vez visibles y vergonzosos y los liga a la muerte espiritual como su causa y a la muerte física como su acompañamiento –a ese movimiento o, más exactamente, a su forma y su fuerza involuntarias–, Agustín da el nombre de libido”. Y es entonces justamente cuando el deseo sexual nos define como sujetos. En ese marco referencial, la castidad habrá de tomar un significado –o un fin– también novedoso: no solo debe ser entendida como un estado sino como un derrotero para acercarse a Dios, un camino de contemplación no solo apoyado en la abstención sino acompañado de “un movimiento interior del corazón”. La castidad ya no será el resultado de una prohibición sino una decisión conscientedel sujeto que la adopte como forma de vida.

En las primeras páginas del libro Foucault había sintetizado los resultados de su tarea, estableciendo un correlato cronológico para las variaciones sobre el abordaje de la sexualidad durante el primer cristianismo: “De Clemente a Agustín se abre, sin duda alguna, toda la diferencia que hay entre un cristianismo helenizante, con tendencias estoicas, proclive a ‘naturalizar’ la ética de las relaciones sexuales, y un cristianismo más austero, más pesimista, que solo piensa la naturaleza humana a través de la caída y que, en consecuencia, designa las relaciones sexuales con un índice negativo”.

Sin Clemente no puede comprenderse el paso de los aphrodisia a la carne; sin Agustín, el de la carne a la sexualidad. En cuanto concierne al deseo, hablamos todavía la lengua de Agustín”, asevera Castro en una nota crítica sobre Las confesiones de la carne. Es entonces cuando se instituye un sistema de comportamiento (una “tecnología”, por usar un término caro a Foucault) que acompañará al ser humano sin variaciones durante mil años, y que hoy continúa siendo uno de los elementos más influyentes de los dispositivos de poder en Occidente.

Historia de la sexualidad 4. Las confesiones de la carne, de Michel Foucault, Siglo Veintiuno editores, Buenos Aires, 2019, 458 páginas

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