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Miami es una chica en un ascensor

 

 

A Pedro Medina León, por el tour.

 

   And I say: That little ole lonely elevator girl looking up sighing in an elevator full of blurred demons, what’s her name & address?

Jack Kerouac

 

En 1954, la Fundación Guggenheim le otorgó a Robert Frank una beca para venir a trabajar a los Estados Unidos. Luego de dos años recorriendo el país y de 25.000 negativos, la fundación decidió no publicar nada. El resultado, dijeron, era una falta de respeto para la nación y la fotografía: ojo descompuesto, descentrado, descarado.

Fotos de nada y fotos de todo, Frank miró el país detrás del país; fue inadecuado y escandaloso, fotógrafo beat. Habló con su cámara y con el afuera circundante como quien habla con los amigos. Dos años de este a oeste, de norte a sur, recorriendo el laberinto de carreteras en un carro que traqueteaba y se llenaba de los gritos de sus hijos. Robert Delpire, geniecillo del aire, tuvo el tino de transformar esa locura en libro y cambiar la historia de la fotografía. El fantasma de Peggy Guggenheim debe estar lamentándose todavía de haber rechazado Los americanos.

El entierro de unos músicos de jazz en New Orleans: hombres ensimismados con sombreros. Nuevo México: una desolada, desértica carretera interestatal. En Nueva York y California pasa de todo. En el centro del país, eso que Kerouac (quien escribiera el prólogo para el libro) llamaba campesinos con grandes dientes de comedores de cereal. En Detroit, las fábricas y los trabajadores de esas fábricas, que luego van al autocine. Una radiografía, una crónica, un retrato. ¿Y Miami? Miami es una chica en un ascensor. Kerouac quería conocerla. De hecho, no es cualquier chica, sino la ascensorista. Miami es la ascensorista de los Estados Unidos.

La foto se hizo en Miami Beach. Es famosa, una de las más famosas del libro. Gente movida en primer plano, foco en el rostro de la muchacha, que no es una muchacha sino Miami. Miami mira hacia el cielo, cansada, esperando quién sabe qué milagros. La gente baja y sube, pasa allí breves intervalos mientras se dirige a otra parte, a hacer vida en otro lugar. Miami los ve venir e irse, no registra rostros. Es probable que haga calor. La chaqueta de Miami, inapropiada para el clima y obligatoria para el trabajo, me produce asfixia.

En un ascensor hay de todo. Gente que saluda y gente que no, gente que contesta y gente que no. Algunos intercambian impresiones, otros guardan silencio y fijan los ojos en un punto inasible. Algunos huelen mal, otros acaban de bañarse. A veces uno tropieza con la misma persona, todos los días y se crea una especie de lazo secreto: el de la amistad de ascensor, Caribdis metálico que traga y vomita gente.

La amistad de ascensor tiene sus bemoles. Usted, por ejemplo, no invita a su casa al amigo de ascensor. Si lo hace, rompe el pacto y tiene que fundar una nueva manera de asumir la convivencia vecinal. Usted no sabe, necesariamente, cómo se llama su amigo de ascensor. Sabe, eso sí, que hoy usa una corbata naranja y ayer no tenía corbata. ¿Tendrá una amante, una reunión, una entrevista de trabajo? No pregunta, las preguntas no entran en el contrato. Si acaso, celebra la elegancia y espera que el otro le revele algo. Sabe que hoy tiene el rostro triste, seguro dicutió. Sabe que va o viene de la oficina, que su perrito pasea de 3:00 a 4:00 de la tarde y usa boticas para no ensuciarse las patas. Si deja de verlo por varios días, se preocupa y le pregunta al portero, al manager, a la ascensorista. Usted intuye la vida de su amigo de ascensor, pero la puerta se abre y  lo deja ir, lo olvida.

Símbolo por excelencia de la modernidad, los ascensores evitan que la gente pase trabajo subiendo o bajando la escalera. Fueron hechos para edificios muy altos. No hay firmeza en ellos, sensación de logro. Nada de un escalón detrás de otro hasta que alcanzamos la cima. Son un no lugar, un no tiempo, un tránsito entre dos realidades y dos estados. Miami marca los botones, lleva gente, saluda mecánicamente. El día se le va en ello, existencia anodina.

En primer plano la gente movida, que no presta atención. Miami levanta los ojos, se apoya contra la puerta. Su peinado copioso, perfecto, desafía la gravedad de la misma forma en que lo hace el sistema mecánico de los elevadores: una dignidad contra el anonimato. A lo mejor por eso Kerouac se mudó a Florida, estaba buscando a Miami: su soledad frágil, preciosa, cotidiana. Su existencia poco importante.

Espera y tránsito, Miami no sabe que un fotógrafo la mira, reconoce sus íntimos detalles; un escritor, perdido y loco en la carretera, pregunta su dirección. Sueña con conocerla.

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