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Memorias de Hotel

El portal de hoteles y viajes TripAdvisor, que permite al usuario hacer reservas online, comparar precios y leer reseñas escritas por otros viajeros, ya lanzó su lista de los mejores 25 hoteles del mundo para el 2016.

Y el primero resultó ser un palacio en la India, el Umaid Bhawan Palace Jodhpur, en la ciudad de Jodhpur, estado de Rajasthan, en el noroeste del país. 

Camboya, Italia, Vietnam y Grecia ocuparon los siguientes cuatro puestos. Estados Unidos, sorpresivamente, aparece solamente con el hotel Sherry-Netherland, de la ciudad de Nueva York, en la posición no. 22. Del Caribe y Latinoamérica figuran Aruba, Granada, Brasil, Ecuador, Chile y Costa Rica.

El exotismo, el lujo y una geografía privilegiada, aparte del servicio fuera de serie y las delicias culinarias, son elementos comunes que encandilan a los visitantes de todos estos resorts, pero yo nunca he tenido la necesidad de sentirme un marajá para disfrutar de un hotel.

Lo que sí he sentido es que quisiera vivir en uno, y de hacerlo, no estaría solo ni en mala compañía.

Muchos escritores, artistas, periodistas, músicos y personajes excéntricos, entre otros, han hecho de algún hotel su hogar. El Chateau Marmont de Los Ángeles, California, ha sido hogar de actores como Keanu Reeves y Robert De Niro. Ahí murió el comediante John Belushi en 1982 a causa de una sobredosis de drogas.

También en California, el extraño y huraño multimillonario norteamericano Howard Hughes, magnate de la aviación y del cine, hizo del Beverly Hills Hotel su hogar durante años. Con mucho menos lujo, en el Landmark Motor Hotel de Hollywood, se instaló, y falleció, la rockera Janis Joplin.

La diseñadora de moda Coco Chanel se mudó en los años 30 al Hôtel Ritz Paris de la capital francesa. En París también pasó sus últimos días ese enfant terrible de la literatura, el irlandés Oscar Wilde, en el Hotel d’Alsace.

Otro escritor, el dramaturgo estadounidense Tennessee Williams, vivió 15 años en el Hotel Elysée de Manhattan. Y en el notoriamente célebre Hotel Chelsea del barrio neoyorquino de Chelsea, se hospedó, pernoctó, radicó o visitó un quién es quién de la creatividad, el genio o la locura: Leonard Cohen, Alice Cooper, Joni Mitchell, Patti Smith, Bob Dylan, Iggy Pop, Arthur Miller, Jack Kerouac, Allen Ginsberg, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Mark Twain, Frida Kahlo, Diego Rivera, Edie Sedgwick, Willem de Kooning, etc.

Albergue necesario 

Creo entender por qué estas personas optarían por vivir en un hotel.

De los tiempos en los que yo viajaba como reportero para cubrir un evento en alguna ciudad de Estados Unidos o en algún otro país, nada me era más reconfortante, y sano para la mente, que regresar a mi cuarto de hotel a la noche, así fuera para continuar trabajando.

El hecho de pasar por el vestíbulo del hotel y que alguien me recibiera con un saludo y una sonrisa, para luego subir a mi habitación, cerrar la puerta y dejar atrás al mundo, hizo que me enamorara de ese estilo de vida.

¿Cómo me voy a quejar si tengo la opción de pedir que me ubiquen lejos de los ascensores, en algún sitio donde no more el bullicio, con un alma compasiva que me hace la cama dos veces al día, que si me da hambre ordeno comida a la media noche, me guardan recados, hay botellitas de champú cortesía de la casa?

¿Problema con el vecino? No tengo que llamar a la policía ni quejarme ante la junta directiva del edificio o la asociación del vecindario. Me comunico con recepción y listo. ¿Requiero información pero prefiero hallarla sin entrar a un buscador en la computadora o en el teléfono? Hablo con el concierge.

Algo de esto último sé.

En el 2008, afectado como tantos otros por la Gran Recesión y en busca de alguna nueva carrera más boyante, opté por trabajar unos meses en un hotel de lujo de Miami Beach, el Fontainebleau, sometido a una renovación de mil millones de dólares. Fui concierge, y ahí, lidiando directamente con el público, descubrí más sobre la dignidad y la miseria del ser humano que en dos décadas de carrera como periodista.

La historia y el estilo MiMo – por modernismo de Miami – del Fontainebleau me embelesaban, y quien había sido el hombre que le dio su icónica forma, el arquitecto Morris Lapidus, vivía en el mismo edificio en el que yo viví durante unos años en South Beach.

Entre sus otros hoteles, Lapidus había diseñado además uno llamado El Conquistador, en la costa este de Puerto Rico, que contaba con funicular y vista privilegiada. Ahí pasaron mis padres su luna de miel.

De niño, mi familia y yo vacacionábamos en hoteles de la firma RockResorts, fundada en los años 50 por el acaudalado filántropo y hombre de negocios Laurance Rockefeller. Nuestro lugar favorito era el Dorado Beach Hotel, campo paradisíaco de playa, palmeras y edificios pequeños y casitas, todo de corte modernista, que hoy pertenecen a la compañía hotelera Ritz-Carlton y que son punta de lanza de su línea de propiedades más caras y exclusivas. Yo ya no puedo costearme una estadía ahí, y no he visto cómo transformaron lo que había, pero los recuerdos, aún los escritos en arena, son imborrables.

En la Nueva York de los 80 me hospedé en el pequeño y entonces económico Paramount, luego convertido en uno de los primeros hoteles de concepto boutique por el antiguo co-fundador de la discoteca Studio 54 devenido en hotelero y empresario de bienes raíces, Ian Schrager. Fue él quien en gran medida devolvió el glamour a los hoteles de South Beach al renovar el Delano.

No importa en dónde me haya quedado, ya sea el monumental e histórico Waldorf Astoria de Nueva; un motelito de cama dura en la provincia de Entre Ríos, Argentina; el Riviera de Palm Springs, con su glamour decadente de los años 50; otro en La Habana, Cuba, del que me fui al día siguiente porque pensé que se me venía encima, todos los hoteles, como si fueran amantes, me han marcado de alguna manera.

 

Inspiración en la maleta

No debe ser casualidad entonces que tantos autores hayan escrito sus libros estando en hoteles, o con temática de hoteles. Todo un género hotelero podría identificarse.

Un menú pequeño incluiría los confesionarios de no ficción que algún empleado saca cada par de años exponiendo los trapos sucios de la industria hotelera; la novela Hotel (1965), del algo olvidado ya autor británico canadiense Arthur Hailey; Hotel Honolulu (2001), del a veces controversial escritor de viajes y novelista americano Paul Theroux; el éxito literario de Jamie Ford, Hotel on the Corner of Bitter and Sweet (2009); y la novela de Rick Moody, Hotels of North America, lanzada el año pasado.

Mucho de negativo podría comentarse sobre la industria hotelera. Que si el sector de lujo contrasta obscenamente con comunidades pobres; que los precios por las nubes son estafas, máxime cuando no incluyen ni Internet; que los sueldos por lo general son una miseria; que los edredones sucios y las chinches hacen estragos. A veces lo único que hace falta para llegar al infierno es una reserva. Pero, también hay nobleza.

Una historia noble en particular comenzó primero como relato de la vida real: la labor heroica del gerente general de un hotel en África, Paul Rusesabagina, quien hizo de su establecimiento un refugio para las víctimas del genocidio contra el pueblo Tutsi de Ruanda en 1994. Hollywood después dio a conocer la hazaña del hotelero en una galardonada película del 2004, y de ahí brotaron varios libros.

Cuando me alistaba a comenzar mi carrera profesional hace años, y dejaba Nueva York por Miami, me llamaban la atención dos rutas. La primera ha seguido creciendo y consolidándose como una de las industrias más resistentes y lucrativas del planeta. La segunda ha ido achicándose y marchitándose peligrosa y lastimosamente. Eran la hotelería y el periodismo. Yo opté por la segunda.

Pero todavía puedo soñar a que algún día tendré mi propio bed & breakfast. Y ahí viviré, escribiré y leeré reseñas de TripAdvisor o de alguna página web similar para asegurarme de, ¿qué más? De ofrecer el mejor escape.

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