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Maquillaje mortal…

CRON7Mi vida se parece a la pantalla »touch screen» de mi teléfono chino: cada vez que quiero activar algo, la imagen se me mueve y termino dando click en donde no debo.

Caminaba por el Brickell Key Boulevard, con mi amiga Oday, joven maquilladora profesional, especialista en cadáveres, camino a la Riverside Memorial Plan, empresa funeraria donde ella labora, poniendo bonita o al menos presentable a la gente que recientemente »se puso seria», es decir, que pasó a mejor vida, antes de que los recoja Caronte y los lleve en su balsa a su último tour.

 »Si después de que yo muera, en las noches oscuras y solitarias, mientras duermes en tu cama, sientes que te jalan de las patas, no soy yo… ahora, si sientes que te separan las piernas…»

Oday solía disfrutar de mis ocurrencias y, a diferencia de otras amigas, no tenía ningún problema en bromear sobre la muerte. Y así, entre broma y broma, con un guiño de ojos y sensuales movimientos de  caderas, me convenció para que me »cachueleara» como su asistente, maquillando muertos.

La idea no era muy atractiva, pero sí lo era -y mucho- mi amiga Oday, y cualquier trabajo es bueno cuando no se tiene ninguno, ni papeles para solicitarlo.

Recordé mis prácticas de anatomía en la Morgue de Lima, en la secundaria, a las que fuimos obligados por un empeñoso profesor, médico radiólogo. Además, mis tíos patólogos, por entonces estudiantes universitarios de San Marcos, me llevaban a ver autopsias (necropsias) desde muy niño, según ellos para inculcarme la vocación de Galeno, pero a mí me parecía que más era por venganza o por asustarme para que no siga jugando con sus utensilios.

Recordaba también la anécdota del Chino Yufra, maquillador funerario, a quien una noche en la morgue, en pleno maquillaje, un hombre muerto, echado sobre la camilla, desnudo, cortado y cosido con la clásica Y sobre el torso, se empezó a levantar de improviso hasta quedar casi sentado, haciendo que el pobre Yufra huya despavorido, pero en vez de salir hacia la puerta, corrió hacia el fondo del local, donde estaba el depósito de cadáveres destrozados de un ómnibus accidentado. Allí lo encontraron más tarde, presa de una severa crisis nerviosa. La electricidad biológica producida por los compuestos químicos del embalsamamiento, había contraído los músculos abdominales del difunto, haciendo que tiren del torso y se siente.

Otro recuerdo que me vino a la mente fue el de mi amigo Pedro Yamada, nissei (descendiente de japonés) peruano, que regresó de Okinawa medio loco, luego de trabajar durante cinco años descuartizando cadáveres con una sierra eléctrica, práctica común en las morgues de Japón, para ahorrar espacio en las cámaras de cremación.

Las facturas impagas acumuladas, mi exigua cuenta corriente y los más de treinta días desempleado, me obligaron a aceptar el empleo, no sin antes encomendarme a todos los ángeles, que no creo que existan, pero por acá están de moda.

Oday se desempeñaba con una soltura profesional envidiable: estiraba los pliegues de los rostros más graves y desaparecía las arrugas con cremas y tintes especiales. Colocaba pestañas postizas, inyectaba silicona industrial en los labios y ponía una especie de protectores bucales sobre los dientes para que una leve sonrisa de conformidad se dibuje en el rostro del fiambre.

Por mi parte, yo me dedicaba a jalar, dislocar y recolocar las mandíbulas de los occisos (a veces a cachetadón limpio) para quitar esa apariencia de muñeco torturado del museo de la Santa Inquisición que les deja el rigor mortis, las muecas de dolor o los golpes de un accidente fatal.

Una tarde, mientras imaginaba a Oday desperezándose desnuda sobre una de las camillas -a veces mi libido me sorprende en los lugares más extraños- ella empezó a narrarme la historia de dos muchachos, trabajadores de la morgue, que tenían que vestir los cadáveres de dos políticos para la ceremonia oficial de despedida en el parlamento.

Los políticos estaban congelados y en plena »fase de estado», es decir, en la fase más dura del rigor mortis, faltando más de veinticuatro horas para que lleguen a la »fase de resolución», en donde se pierde rigidez y empieza la laxitud cadavérica. Los empleados tardaron más de tres horas en colocarles los trajes, corbatas, zapatos y hasta las bandas ministeriales y cuando ya estaban listos para salir a ver la final del campeonato de fútbol, llegó el manager de la morgue y les dijo que se habían equivocado y le habían puesto el traje color habano a quien debían ponerle el traje azul y viceversa. Los muchachos, una vez solos, evaluaron la situación y, viendo que no llegarían a tiempo a ver la gran final del campeonato, decidieron usar la sierra eléctrica, cortar las cabezas, que no sangraron por la congelación,  e intercambiarlas…

No pude aguantar la risa, a pesar de que Oday me aseguraba que la historia era verídica, lo cual fue un poco incómodo pues justo en ese momento se presentó toda una familia de dolientes compungidos: una dama septuagenaria con sus cinco hijos mayores, trayendo el cadáver de su marido notario, quien había muerto durante la noche mientras redactaba una minuta. Al anciano lo atacó un infarto cardiaco fulminante y murió sentado en su silla, con la cabeza, pecho y brazos apoyados sobre el escritorio y no lo encontraron hasta la mañana siguiente, quedando completamente tieso en esa posición, a tal punto que cuando lo pusieron sobre la camilla, parecía que aun tenía el escritorio, pero invisible, o que era un astronauta sentado frente a su tablero de instrumentos, mirando hacia la luna, manejando su nave espacial…

Llegaron más deudos llenando la sala de operaciones del mortuorio y empezó una lloradera contagiosa que no tenía cuando acabar, hasta que llegó el hijo mayor del occiso, médico traumatólogo de profesión, quien se acercó al cadáver y luego de darle un beso en la frente, a modo de despedida, agarró uno de los brazos y, haciendo palanca con su rodilla, lo dislocó, dejándolo en una posición más natural para un cadáver que  va a ser depositado en un ataúd. El sonido seco de hueso roto, como cuando te »sacas un conejo» de los dedos, pero mucho más fuerte y sonoro, sacudió la sala y dejó a los deudos congelados, escuchando el eco.

El traumatólogo siguió imperturbable con el otro brazo, las piernas, las caderas y el cuello, dejando a su padre completamente horizontal ante los gritos de los neófitos hermanos y el desvanecimiento de la viuda. A mí me chorreaba un sudor frío por la columna vertebral y a Oday se le salieron un par de lágrimas, que atiné a secar con mi pañuelo perfumado. Dos mujeres ya maduras, empezaron a vomitar mientras sus maridos atacaban al médico a empujones, restregándoles su indolencia y su brutalidad.

El traumatólogo se desesperaba dando explicaciones sobre los procedimientos fisiológicos en estos casos, puntualizando además  que, así se tratara de su propio padre, se había hecho lo correcto.

Oday me pidió que le acerque un algodón con alcohol para ponerle en la nariz a la vieja para que despierte y una de las mujeres, que dijo ser enfermera, me dijo que mejor vea si teníamos amoniaco, que es más efectivo. No sé cómo confundí el olor del amoniaco con el del formol o formaldehído, pero la vieja se lo aspiró hasta el cerebro y entró en una convulsión que la hizo parecerse a un esqueleto rumbero.

La furia de la masa se desvió de su víctima inicial, el traumatólogo, para enfocarse en Oday y en en este pobre indocumentado. Dos de los hijos subieron a la vieja a una de las camillas, donde, cuando dejó de convulsionar, parecía ser un cadáver más.

Mientras Oday hacía gala de toda su locuacidad cubana, yo fui haciéndome el sueco y recogiendo todos nuestros enseres y al grito de ¡Llamen a una ambulancia!, aproveché el pánico para sacar a Oday por la puerta falsa, hacia los estacionamientos, y embutirla en mi viejo Volvo, para partir, cueteados, hacia los tranquilizadores mojitos del bar del Hooters de Bayside.

Ginonzski.

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