La despertó el camión de la basura que pasaba temprano por su calle. Se restregó los ojos y esperó a que el ruido terminara para moverse. Cuando volvió el silencio, buscó el celular debajo de la cama y se perdió en él por horas.
Alguien llamó a la puerta. Tanteó las pantuflas, ubicó la bata blanca y se envolvió en ella. Casi arrastrando los pies llegó a la cocina. Encontró un fósforo, encendió el fuego y esperó que sonara el agudo silbido de la pava.
Volvió a sonar el timbre de la puerta. Se tapó los oídos con ambas manos, contuvo la respiración por algunos instantes y exhaló profundo.
«El té verde es bueno en antioxidantes», recordó.
Buscó la taza con florcitas rosas, su preferida. Las otras se escondían, junto a los platos sucios de la semana anterior. «Sin azúcar. No hay mermelada. Nada de pan».
Con taza en mano, observó por la ventana el jardín. Notó el montón de hojas secas acumuladas. «Hoy debería juntarlas», se dijo.
Cruzó frente al televisor y lo encendió. Siguió hacia el baño. Su cara con el pelo revuelto la saludó desde el espejo y se mordió los labios.
Regresó a la sala y apagó la tele. «Hoy, sí», murmuró.
Se desnuda, vuelve al cuarto y busca un vestido azul en el perchero. No ve el espejo, pero descubre su reflejo en la ventana. Baja los hombros, temblando se abraza e inclina la cabeza. Lenta, muy lentamente se deja caer sobre las almohadas. Enrosca el cuerpo como un ovillo de lana. Tira de las sábanas. Se cubre completa.
«Mañana, tal vez mañana…» , repite.
Del libro Postales de barrio. Buenos Aires, Caburé, 2025.







