Cuentos completos de E. L. Doctorow
Hijo de emigrantes judíos rusos, Edgar Lawrence Doctorow nació en enero de 1931 en Nueva York y falleció en la misma ciudad en julio de 2015. Uno de los escritores más laureados de su país, en particular por su notable labor novelística que incluye títulos como El libro de Daniel (1971), Ragtime (1975), Billy Bathgate (1989) o La ciudad de Dios (2000), escribió también un puñado de cuentos cuya edición había estado preparando hasta pocos días antes de morir. Particularmente atento a la historia de Estados Unidos, podría decirse que esta fue la principal protagonista de toda su obra y que nada de ella le fue ajeno a la hora de ir dando cuerpo a su extensa producción. La Guerra de Secesión (La gran marcha), Nueva York de principios del siglo XX (Ragtime), la depresión de los años 30 (El lago), la mafia judía neoyorquina (Billy Bathgate), el caso Rosenberg y la izquierda estadounidense (El libro de Daniel), fueron algunos de los acontecimientos que abordó mezclando a partes iguales la ficción más pura y el más preciso cuidado por los sustentos reales.
Y eso mismo se puede encontrar en Cuentos completos, dieciocho piezas que fue dando a conocer con evidente parsimonia, y que nunca habían sido reunidos en un mismo volumen, ni siquiera en su idioma de origen. Emparentado en su realismo, en su temática y en algunas de sus figuras centrales con los otros exponentes literarios de la colectividad judía, Saul Bellow, Philip Roth, Cynthia Ozick entre tantos, también la ciudad de Nueva York, en la que siempre vivió, marcó buena parte de sus escenarios, de su cultura narrativa y de sus tipos humanos, sin importar demasiado las diferentes épocas en que trascurren sus historias. Allí precisamente ubicó su última novela, Homer y Langley, publicada en 2010 y que narra las vicisitudes de dos hermanos millonarios que fueron encontrados muertos en una casa del alto Manhattan, sepultados bajo toneladas de diarios, libros, pianos y basura de todo tipo que la policía demoró días enteros en retirar.
Un organismo vivo
Desde el prólogo, el español Eduardo Lago subraya que Doctorow había dicho que mientras “que una novela es el comienzo de una gran exploración, el cuento es un organismo vivo que cuando llega al terreno de la imaginación lo hace de manera súbita y con sus rasgos ya perfectamente formados”. No por ello, y más allá de ser cierta la sentencia que celebra la repentina iluminación, deja de haber en estos textos una mano soberana, una escritura reflexiva, un intenso trabajo de decantación. El libro se abre con “Willie”, un extraño relato cuyo narrador es un hombre que recuerda su infancia y se transforma en un niño cercano al autismo, capaz sin embargo de una particular saña. Y de alguna manera, el orden de los cuentos que el autor estableció sin comentar con sus editores, adquiere un sentido que lleva desde la infancia, pasa por la pubertad y la adolescencia, y desemboca en la vida adulta con el extenso “Vidas de los poetas”, prácticamente una nouvelle que ya había sido publicada de modo independiente.
El segundo cuento, “El cazador”, tiene como protagonista a una maestra que se refugia en sus clases, junto a sus pequeños alumnos; en el tercero, “El escritor de la familia”, un adolescente es obligado, ante la muerte de su padre, a escribir a la abuela de 90 años internada en una residencia de ancianos una serie de cartas como si de aquel se tratara, ocultando la verdad y fraguando una historia estrafalaria que lleva a su progenitor desde Nueva Jersey a Arizona, y desde el fracaso cotidiano a una existencia exitosa. Vendrán luego, en esa suerte de in crescendo cronológico, un joven Billy Bathgate en lo que fueran casi unos apuntes para su posterior novela; la azarosa existencia de una muchacha puro vértigo y que no da jamás pie con bola en “Jolene, una vida”; la historia de “Bebé Wilson”, en la que una mujer joven roba un bebé y obliga a su compañero (“Empecé a salir con ella sabiendo que estaba loca y necesitada de amor”) a emprender una alocada fuga por pueblos del Oeste; el muchacho que debe acompañar a su madre (“Mamá dijo que de ahí en adelante yo debía ser su sobrino y que la llamara tía Dora…”) en oscuras aventuras cargadas de amantes, fraudes y homicidios.
Doctorow se ocupa también del fanatismo religioso en la figura de un siniestro predicador (“Walter John Harmon”), homenajea a Nathaniel Hawthorne reversionando “Wakefield” y ubicando a su protagonista en un acomodado suburbio aledaño a Nueva York, construye una magnífica historia policial (“Niño, muerto, en la rosaleda”) en la que un agente especial investiga la aparición del cadáver de un niño hispano nada menos que en una ceremonia en la Casa Blanca, y se inmiscuye en el mundo de unos inmigrantes del Este europeo que fraguan un matrimonio entre una sobrina, Jelena, y un muchacho latino, Ramón, nacido en Estados Unidos (“Integración”).
Un sistema de conocimiento
Con el narrador de “Vida de los poetas”, un escritor que va contando detalles de su vida cotidiana y la de sus colegas y amigos neoyorquinos, es cuando Doctorow más se acerca a las criaturas de Bellow y de Roth, tanto en su ironía como en su melancólica soledad: divorcios, adulterios, múltiples y fracasados matrimonios, hijos desatendidos, misoginia, profusa mescolanza religiosa, parecen ser casi condiciones ineludibles para formar parte de un núcleo de creadores más o menos famosos, más o menos relevantes, que se devanean ante el público como pavos reales y corren a esconder sus tristezas, todo lo que lo lleva a sintetizar que “…entre el artista y el abandono (como forma de vida) hay una línea divisoria muy sutil”.
El escritor colombiano Juan Gabriel Vázquez, en una entrevista que le hizo en 2010, recordó que Doctorow, en un ensayo de 1977, “alegaba que una narración histórica hecha de mentiras es más perspicaz, más aguda y más útil que una respetuosa de los hechos”. Doctorow también le dijo al boliviano Edmundo Paz Soldán que el cuento “es más pequeño en escala (que la novela) de modo que puedes ver el final más fácilmente. El viaje no es tan largo aunque sigue siendo un viaje, una forma de descubrir lo que quieres contar camino a su final. Ni el cuento ni la novela tienen reglas. Y si las tienen, están ahí para ser rotas”, agregando, unas líneas más adelante, que “el modo de pensar ficticio es un talento, un don”.
Yendo incluso más al fondo de la cuestión, también sostuvo que la ficción es un sistema de conocimiento, y como tal “los relatos nos enseñan las leyes de la comunidad y distribuyen el sufrimiento. A través de las historias, el individuo siente que su sufrimiento puede ser compartido por los demás. El relato trae consigo lo que la comunidad debe saber para sobrevivir”. De todo eso trata este libro estupendo.
Cuentos completos, E.L. Doctorow, Malpaso, Barcelona, 2015, 459 páginas.