Los acuerdos de un turista sin visa

¿Cuántas de mis historias se desplazan en el aire? Volé desde Montreal para aterrizar en Vancouver. Vengo a esta famosa ciudad gentrificada con el fin de hacer la entrevista para la Visa de los Estados Unidos y, de paso, turistear, todo con fines académicos.  Fueron cinco horas de vuelo… Como ir de Montreal a San José, Costa Rica, pero aquí no me esperan ni el sol ni las iguanas, sino playas invernales y osos capaces de despedazar a Leonardo DiCaprio.

A diferencia de otras ocasiones, volé meditando escribir una nota más ligera, con fachada de autoayuda y tintes neochamánicos, perfecta para la lapidación erudita. Así que me descargué Los cuatro acuerdos de don Miguel Ruiz en audiolibro. El primero de los acuerdos quizás lo conozcan: Ser impecable con las palabras. Pareciera que les hablara a los escritores, tanto a los que sopesan el más mínimo artículo determinado como los que publican, indeterminadamente, varios artículos al año. La economía del lenguaje demanda integridad, siempre habrá un impacto al expresarnos: lo que decimos es lo que somos. Y lo que soy es una migración de palabras con la que doy cuenta del sueño de este planeta.

Me alojé en un hostal de cuyo nombre no quiero acordarme. Las camas parecían de yeso y los baños no daban abasto entre tantos viajeros, pero no quiero quejarme de más. No quiero envenenar mi mente con palabras oscuras y blasfemas, que corrompan el corazón de las oportunidades. Quiero cambiar el color de mis apreciaciones. En su lugar diré: hay desayuno incluido en el hostal, bagels jalapeños, con queso, canela, jalea, crema, salchichas, huevos, frutas y café. Charla amena con desconocidos de todo el mundo que escapan del espejo humeante de su realidad.

Aprendí que no hay que tomarse las cosas personalmente, como reza el segundo de los acuerdos de don Miguel Ruiz. El segundo día conocí a un joven mexicano recién bajado del avión que saludaba a todos en el hostal con un hello sonoro, para luego preguntar si hablábamos español. Hasta ese hello llegaba su inglés. Me contó que abandonó su trabajo como arquitecto en México para buscar oportunidades aquí, aprovechando la Visa de turista, que es de seis meses para ellos. Me dijo que ya activó la aplicación Grindr para hacer amistades y que estaba preparado para pedir empleo en cualquier construcción. Lo noté feliz, motivado y decidido. No creo que él se preocupe por lo que los demás piensen. Al final de cuentas, no somos las opiniones de los otros, sino la materia de nuestras acciones y nuestros pensamientos. Este es el camino a la verdadera libertad. Habría que ver si los federales de la Columbia Británica estarán de acuerdo con esta sabiduría ancestral.

Tengo varios días libres antes de la entrevista. Aproveché para salir y caminar por la ciudad. Quería ir a Granville Island, pero tomé la calle en sentido contrario y terminé en el curioso puerto Waterfront, desde donde me sorprendió ver una gran cantidad de hidroaviones, avionetas y helicópteros surcando el cielo. También captó mi atención la cantidad de indigentes y el aroma residual a mota. La ciudad está repleta de edificios altos y llamativos, de una arquitectura que juega con la forma y los puntos de vista. Los pasos peatonales son rápidos y eficaces, nada que ver con los de Quebec, tan lentos en medio del cruel invierno. Caminar a siete grados me hizo sentir como una flor que redescubre la primavera.

El tercer acuerdo se resume en no hacer suposiciones, en comunicarse claramente y evitar malentendidos. Pedí un mapa en la recepción del hostal y me marcaron el sitio donde se encontraba Granville Island. Supuse que con esta información bastaría, no quise interrogar más en mi inglés plagado de galicismos involuntarios. Salí con el mapa en la mano y me dispuse a atravesar el puente de Granville Street, pero me di cuenta, después de una penosa marcha, que ese no era el camino correcto y que debía volver sobre mis pasos. Abandoné toda suposición y busqué la ruta en Maps. Llegué a Hornby Street donde abordé un “aquabus” que me llevó, finalmente, a la famosa isla llena de mercados, cervecerías, restaurantes y librerías.

Los días siguientes visité Gastown bajo una ligera granizada, recorrí el Stanley Park en bicicleta, marché por Sunset Beach cuando caía la tarde, visité el Lynn Canyon Park en una excursión con la gente del hostal y aprendí, sin buscarlo, sobre el contrabando de licor y el crimen organizado durante la época de la prohibición en un museo naval. El cuarto acuerdo consiste en hacer siempre lo mejor posible, dependiendo de las circunstancias y la situación, para no lamentarnos después por el esfuerzo que no emprendimos. Es verdad que me dolían los pies y quizás no dormía lo suficiente, pero ya conocía una buena parte de la ciudad, había hecho amigos chilenos, ingleses, alemanes y mexicanos, y aún me faltaba cumplir con la última prueba, la misión por la que vine: realizar mi entrevista para la visa.

Llegué minutos antes de las 8:00 a.m. al Consulado de los Estados Unidos, café en mano. Ya había gente en la fila. Me atendió un guarda muy amable que era salvadoreño. De alguna manera se alegró al ver mi pasaporte costarricense, me dijo que éramos vecinos centroamericanos y hablamos un momento sobre el sabor de las pupusas con loroco.  Como andaba con un bolso, me advirtió que debía guardarlo en algún restaurante cercano, pues no permitían su ingreso. Me cobraron 20 CAD por cuidarlo en una cafetería de paninis.

Regresé al consulado, dejé mi celular con el guarda y me dejó ingresar. Hice otra cola de seguridad: me quité el abrigo, la bufanda, los aretes y crucé el detector, pero me mandaron a quitarme los zapatos y ya la segunda, al fin, fue la vencida. Continué en otra fila, allí un empleado me pidió los documentos y me hizo mala cara: algo tenía de inusitado que viniera desde Quebec para una entrevista, pero me dejó pasar a una ventanilla donde una señora tomó mis papeles y me pidió que esperara mientras verificaba mi expediente. Así pasé, nervioso, varios minutos hasta que me devolvió las cosas y me envió a la ventanilla 5. El agente resultó bastante afable, me preguntó a qué iba a Estados Unidos. Le contesté que a un Congreso de Literatura en Cincinnati. Me pidió la carta de aceptación. Leyó con una sonrisa entrometida el tema de mi ponencia y dijo que todo estaba regular, que le dejara el pasaporte. Le pregunté si había algún otro método porque lo necesitaba para volar a Montreal y me dio una hoja con instrucciones para enviarlo por correo desde Quebec. Lo que son las cosas de la vida, ¡a pesar del máximo esfuerzo, al final regresaba a casa sin la visa!

Ahora, en este vuelo que se desplaza hacia la Canadá francófona, advierto que en la vida habrá siempre acuerdos y desacuerdos. Viajar no solo se trata de explorar lugares y satisfacer deseos, también sirve para descubrirnos en los remansos de la voluntad y lo adverso. Acaso esta enseñanza me quede en una historia compuesta, siempre, de finales abiertos.

 

 

Suburbano Ediciones Contacto

Facebook
Twitter
LinkedIn
Pinterest
WhatsApp
Reddit