Estación XVII
Viniendo de un país que no tiene un sistema de tren subterráneo, no puedo evitar la sensación de morboso descenso al inframundo cada vez que, de visita una ciudad tecnológicamente madura, viajo por su dermis profunda montada en el famoso “subte”. Al salir del agujero temporal prefiero olvidar de inmediato la precoz admonición del polvo en que un día me convertiré. No es claustrofobia; es, quizás, como digo, un déjà vu cuántico, el recuerdo ancestral que uno lleva en el calcio de los huesos.
Debo decir, sin embargo, que la ausencia de esta moderna anaconda underground no ha impedido que en Bolivia el tallado de su topografía urbana ofrezca al transeúnte la sorpresa callejera de ese llamado cotidiano de ultratumba. En La Paz, por ejemplo, es natural ver los cuerpos desaparecer tras puertas enanas que, cual arquitectura del país maravilloso de Alicia, conducen al transeúnte por una cadena de socavones y cavidades, viejas heridas de la colonia, sepulcros donde yace el siglo XVII, ahora convertidos en bares, pubs, discotecas, laboratorios donde se destila lo mismo la fe barroca que la desesperanza o la ira popular. Será por eso que La Paz o Potosí y otras ciudades andinas de Bolivia no necesitan tren subterráneo, pues como cápsulas oníricas en las cuales contener al subconsciente basta y sobra la persistencia de los fantasmas mineros en esas placentas de su primera gestación. Y será por eso también que La Paz prefirió, antes que pensar en vehículos “intramusculares” para agilizar el tráfico de este milenio, modernizar su sistema de transporte público tendiendo cables de cerro a cerro para enhebrar teleféricos con la capacidad visual del cóndor y llevar, así, el factor altitud a extremos maniacos. Es que un paisaje con ambición marciana aniquila su último oxígeno mirando hacia arriba.
A mí esa habilidad de pensar la ciudad desdoblada, su epidermis y sus densos tejidos reticulares, me exige valor. Bajo por las gradas de las entradas al subte como si me estuvieran llevando a un cadalso clandestino. Me aseguro de pararme por lo menos a un metro de distancia de la raya amarilla, no sin antes cerciorarme de que quien sea que esté detrás de mí parezca lo bastante ensimismado en sus problemas u ocupaciones como para no caer en la tentación de la ley de la gravedad y, en un atávico impulso de euforia destructiva, me empuje hacia las vías metálicas, segundos antes de que la máquina imparable se haga acero, luz, peso, colmillo y velocidad sobre mi cuerpo inmolado. (Acaso una ofrenda transcultural a la Pachamama; recordemos que la leyenda urbana cuenta que en los Andes bolivianos ningún albañil pone un ladrillo para levantar un edificio alto si antes no pide permiso a esa dama telúrica arrojándole la humanidad de algún ingenuo). La precaución de mi distancia, sin embargo, tiene que ver más con mis propios insospechados impulsos que con la eventual amenaza de un psicópata aguardando por una oportunidad en las estaciones a media luz. Se trata del temor no del todo infundado de que no conozco algunos vericuetos de mi esqueleto psíquico y que eso que no conozco podría obligarme, cual espíritu encarnado y sensual malignidad, a dar pasos autómatas y fatales hacia esa seducción fantástica que es el oscuro vértigo del abismo largo, uterino, por donde una y otra vez el tren vuelve a parir a sus criaturas. Temo, pues, recorrer esa distancia, franquear la línea borrosa y concentrarme únicamente en la vibración del suelo estremecido por la embestida del gran gusano, distinguir hipnotizada la gradual dilatación de sus luces y entonces dar rápidamente la vuelta para lanzarme de espalda, con los brazos extendidos como un nadador de pulido estilo, gozosa y absurda en esa caída brevemente eterna, entregada de forma irrevocable a la promesa de radical carnicería.
Concourse 4
Hace unos años, de visita en Nueva York, mientras con mi marido nos dirigíamos en el Metro al Bronx en busca de un famoso restaurante dominicano, cerré los ojos para recordar una escena de una vieja película con Charles Bronson. Una de la exitosa saga “El vengador anónimo”. Inconfesablemente lamenté que aquello hubiera quedado en la fantasía ochentera, pues los tiempos actuales jamás celebrarían la irrupción de un justiciero en la eterna noche del subte sin relacionarlo de manera inmediata con ISIS o colarlo en la lista negra de los “lobos solitarios”. Reconozco que me gustaba Bronson encarnando al detective Paul Kersey, las cadenas de nunchaku con que astillaba narices (quizás esto me lo estoy inventando), la furia de la Wildey 475 de hocico largo con que aniquilaba a violadores y asaltantes. Kersey jamás hubiera puesto una bomba, no en el subte, porque su odio urbano era específico e íntimo y eliminar así, de manera casi despersonalizada a una muestra heterogénea de la raza humana, no le habría generado la sensación de justicia o redención que buscaba. Bronson o Kersey nunca fue un terrorista. Bronson era un guardián de los trenes. El hombre estaba anglosajonamente atento al crimen, pero todavía era capaz de individualizar al criminal y decirle un par de palabrotas o sonreírle muy motherfucker antes de disparar. A diferencia de Supermán, diseñado a partir de accidentes genéticos, investido de una capa color rojo republicano y envalentonado por las altas corrientes de aire, Paul Kersey, el justiciero del Harlem, estaba hecho de dolor, de humillación y de un melancólico pesimismo –acéptenme el epíteto– que lo convertía en el viajero ideal para subir en la estación 125 en las horas más ácidas de la madrugada. Si abría los ojos, ¿me encontraría con algún pasajero que hubiera hecho de su rabia eso, una sistemática y violenta defensa de los más débiles como pretexto y causa para levantarse cada mañana, a pesar de la lengua amarga por la bilis de la propia frustración? Quizás todos estábamos allí buscando algún tipo de justicia. ¿Habíamos madurado lo suficiente como para no necesitar un vengador anónimo? De niña había visto toda la saga, pero dudaba que esa adrenalina reparadora que me había producido Charles Bronson devolviéndole a los malos el veneno de su bully ahora tuviera el mismo efecto. Había cosas, pensaba, que una niquelada Wildey 475 jamás podría reparar. Cosas del alma, hambre en el mundo, asco, demasiado desprecio. Estaba bien que los ochenta hubieran enterrado al justiciero en el panteón de los héroes inútiles.
De modo que fingí dormir y dejé que el loop molecular del tren me acunara. Mi marido me sacudió suavemente y me preguntó despacito si yo llevaba algunos quarters en la cartera. Es para darle algo al hombre de la pierna, dijo. Apreté los párpados para ajustarme a la conversación “real” que acababa de comenzar disparatada. Sólo mi abuela, en esa antigüedad prehistórica y siempre anhelada de la infancia, era capaz de asustarme con leyendas de soldados desmembrados por el hambre del pueblo, soldados de la Guerra del Chaco que despertaban aturdidos, se sacudían del uniforme el barro de sus tumbas y, arrastrando su cojera, su indignación y sus escasas medallas, tocaban las puertas de la casas para reclamar sus piernas, brazos o lo que fuera que esa desesperada antropofagia de la pobreza de post-guerra les había cercenado para hervir locros y pucheros sazonados de culpa con los cuales mitigar los calambres de las tripas desoladas. Pero mi marido hablaba en serio. Se refería, dijo, a un hombre que había circulado por el vagón remolcando como podía su pierna inútil, la pierna izquierda rebosante de púrpura y de hinchazón, tanto que aquel hombre había tenido que cortar su bluyín para dejar que aquel miembro respirara y ventilara su suave fragancia a podredumbre. Lo imaginé como un Increíble Hulk de las más maltratadas minorías. (Se ve que no conseguía desenredarme del bucle ochentero).
Busqué los quarters pensando que, en realidad, pagábamos por recuperar nuestra inconciencia. ¿Qué podíamos hacer por una pierna gangrenada? Pero, además, ¿cómo dejaban subir al Metro a un hombre así de enfermo? Alguien tenía que poder llevarlo a un hospital. Encontré un quarter. Alcanzaría, supuse, para comprar un cigarrillo de esas rocolas de tabaco. ¿Le convendría a ese hombre un cigarrillo? ¿Lo consolaría de la inminencia de ir desprendiéndose gradualmente de partes de su cuerpo? Ya no más Hulk embravecido por sus edemas, ahora más bien el humilde revés de un Frankenstein. Sí, un Frankenstein de Nueva York devolviendo a las fosas de la tierra las partes orgánicas que una vez constituyeron una existencia.
La puerta del vagón se abrió y el hombre de la pierna volvió a circular. Esta vez yo tenía los ojos abiertos, acostumbradas ya las pupilas a esa luz de nave espacial que adoran los subtes. De modo que pude verlo. Ver la pierna. Dejarme fascinar por unos minutos por la carne subsumiéndose en su descomposición. Quizás porque el hombre era negro, la piel enferma, en parte necrósica, en parte púrpura, brillaba como un elaborado tatuaje, vital y feliz en sus altorrelieves.
No pienso pasar los últimos días de mi vida en una maldita sala de emergencias –dijo de pronto el hombre, parado en la mitad del vagón, dominando al público azaroso–. Usted, señora, ¿deseara que la mantuvieran durante horas en un pasillo? Esa gente quiere mantener este cadáver a toda costa. ¿Para qué? Para justificar sus estúpidos sueldos, claro. Rayos equis, imagínese, para ver lo que es evidente. Vitamina B para este veterano. De Irak, señores, porque yo nunca habría aceptado ir a Afganistán. Hay ética y hay valor en este mundo. Damn! Yo hago con mi pierna lo que quiero. Sé que ustedes me comprenden. Por eso, brothers and sisters, les pido una colaboración, unos centavos para reunir el dinero que necesito. ¿Cuánto cree usted, señor, que este siervo de Dios necesita para hacerse cortar la parte dañada en una botánica? Acá, cerca del Yankee Stadium, hay un pequeño templo, got it? El dueño de esa botánica, un querido hermano haitiano, sólo me pide ciento cincuenta bucks por liberarme de este dolor. Porque duele, caballeros, oh, mierda, cómo duele. My brothers, ustedes pueden seguir tranquilos con este viaje, yo tengo que bajarme en la próxima estación; les agradeceré por siempre el dinero que hoy puedan compartir con este hombre enfermo.
Estiré la mano y le ofrecí el quarter. Y cuando el hombre negro de la pierna me sonrió, a pesar de esa muerte interna que le avanzaba sin pudor, me estremecí ante los tramposos paralelismos que la vida y la ficción suelen tenderme con frecuencia como desplegando una escalera oblicua. En la novela que por esos días analizaba para mi tesis doctoral también había un cojo, un hombre que había hecho de su minusvalía un arma sexual y política y que aguardaba en la oscuridad del Metro de la Ciudad de México a que nuevos adeptos a esa creencia religiosa que sigue siendo la Revolución Mexicana se enrolaran en una nueva subversión.
Enferma de ficción y presa ya de las náuseas que me provocaba el olor amargo de esa pierna muriéndose, le dije a mi marido que al hotel nos volveríamos en taxi. No más trenes con zombis de Irak.
Última estación
El subte es, siempre, un tren nocturno. Qué obviedad, pero me gusta decirlo, es poético. A diferencia de las máquinas del orden de lo diurno (pensemos en aviones, motocicletas, secadoras de pelo, fotocopiadoras, es decir, esos monstruos efectivos que funcionan perfectamente en la combinación luz-aire), el subte se instituye como máquina del tiempo por excelencia, no sólo porque avanza, autómata desahuciado, en esa eterna noche de las entrañas de la tierra, sino porque al no poseer los claroscuros de la luz del día, el modo en que el sol va degradando su luz sobre los techos de las casas y las tristes azoteas de los edificios, debe confiar en esa masa ominosa del tiempo mismo, no ya como avance o transcurrir, más bien como eterno paradojal movimiento: con destino a un lugar, pero en recurrente regreso, preso de su circularidad. Como el capitalismo, Saturno absoluto del consumo y su fatal consumación, el tren subterráneo también se entrega a su mecanismo con una fidelidad de muerte, devorando gente, vomitándola, procesando por unas horas o minutos sus innombrables soledades. ¿Cuántas veces en la historia el tren no ha sido un convoy fúnebre? ¿Cuántas veces no ha acarreado a hombres, mujeres, niños hacia su última niebla? Pienso, por supuesto, en Auschwitz, en aquellos seres de algún modo hermanados con los mineros de Potosí, respirando con hambre el vapor envenenado que exhalan los metales enquistados en esas minas de siglos. Pienso en la estación Atocha de Madrid, el 11 de marzo de 2004. Pienso, cómo no, en “la bestia” fronteriza, eficaz para cercenar al inmigrante, eficiente para burlar la imposibilidad. También por eso, por todo ello, las vías del tren me parecen, como ya dije, una tentación, la promesa discreta de una no siempre indeseada finitud.
En la sutura de las vías del subte queda registrada la herida de la Tierra lacerada, hendida, horadada para inseminarle allí, en la bóveda labrada a punta de violentas picotas y obsesión futurista, la terrible semilla de la modernidad de acero. El osario de sus costillas es un recordatorio de que ese alien que le muerde el espinazo una y otra vez es uno de los gólems más estremecedores que la raza humana haya podido inventar. No gratuitamente el surrealismo hizo del tren un novum, un cronotopo capaz de fingir que avanza hacia el futuro, cuando, en realidad, el onanismo de su circularidad es un infinito continuum, igual que la Historia y sus errores. Cuando Magritte pintó “El tiempo traspasado”, colocó encima de la iconografía de su vaporosa locomotora un reloj. ¿Acaso pensaba que el reloj seguía siendo superior como máquina humana? ¿O acaso ponía a ambos inventos en el mismo nivel para complementarse? El reloj abduciendo las partículas del tiempo; el tren masticando con su gula incontenible el banquete colosal de la distancia.
No sé qué pensará Deleuze del tren subterráneo. Si bien la maquinaria misma, su adn encadenado de vagones, nos presenta un aspecto irónico del famoso rizoma, pues siempre se trata del mismo tren, de la misma secuencia de vagones grafiteados en los mismos resquicios, también es cierto que en esa neurótica repetición late la posibilidad de una sorpresa, un evento fortuito y fatal o feliz y anhelado como una infantil lotería. Su repetición y su rizoma se cifran en la subjetividad masiva, el pueblo en incalculable éxodo urbano, subiendo y bajando y volviendo a subir, Sísifo acarreando el émbolo de su karma. No sé digo, qué pensará Deleuze sobre ese vientre sucio, esa matriz plural y en constante trabajo de parto que es el subte. Cuando tuve la oportunidad de preguntármelo preferí bartlebyanamente no hacerlo. Escribía mi tesis doctoral y trataba de no dispersarme, de no elaborar citas supernumerarias que me llevaran a una ciudad argumentativa demasiado angular, rígida, sostenida por constructos feos como el cemento.
Sin embargo, fue durante esa escritura no deleuziana que mi pensamiento subió, bajó y volvió a embarcarse en distintos trenes de manera incesante. Uno de mis principales objetos de estudio fue la novela El huésped, de la escritora mexicana Guadalupe Nettel. En este bildüngsroman, Ana, la protagonista, es una joven que va quedándose ciega a medida que otros sentidos se le agudizan, especialmente ese rarísimo sentido de la conciencia política. Ana se entrega a una secta de mendigos cuyo reino y campo de acción es el Metro. Allí, en las vísceras de la Ciudad de México, Ana aprende de esos mendigos a calcular la compasión ajena como etapa fetal para generar algo más, un instinto revolucionario. Las catacumbas en que se instituyen esos vagones funcionan como incubadoras de una insurrección/resurrección civil que no hubiera podido gestarse en otro espacio. El Metro no sólo aísla al individuo por unos minutos, tanto de su cotidiano como de la comodidad de su personalidad diurna –esa que aguarda por él cuando emerja a la superficie–, sino que lo obliga a mirarse con detenimiento, en el reflejo de la ventana, en la mirada fortuita, en el roce atrevido de alguna parte del cuerpo, incluso en el pretendido ensimismamiento de unos audífonos, un libro o un sobreactuado autismo.
El hombre negro de la pierna me había hecho recuerdo de Ana –quizás me había permitido asumir por unos minutos esa atribulada subjetividad–. Como el cojo de El huésped, el veterano de Irak me había impelido a pensar que el estado de cosas no podía seguir rodando por los mismos circuitos sin que empezáramos a podrirnos.
Al hotel nos volvimos en taxi, efectivamente. De todos modos, esa noche no pude sacarme de la nariz el olor espectral del hombre de la pierna. Iba a tener que escribir un cuento sobre aquel sujeto para poder exorcizar su desandar agonizante de mi memoria. Imposible dormir. Repasé los títulos de las novelas con trenes que había leído y decidí que el título que más me conmovía era “Trenes rigurosamente vigilados”, de Bohumil Hrabal. En ese momento no sabía que el número de viajes del Metro a Washington DC. el día del juramento de Donald Trump iba a constituir un statement político: 193 000 viajes, frente a los 513 000 viajes el año 2009, cuando Barak Obama ocupó la silla presidencial. Imaginé la estación fantasma de Cincinnati, prematuramente abortada por la Gran Depresión. ¿Cómo se escucharía una voz allí? Una voz pidiendo auxilio, por ejemplo. También pensé en que siempre es un poco triste quedarse detrás de la raya amarilla mientras alguien que uno ama aborda el vagón y la velocidad lo aleja, lo aleja, creyendo que va hacia el futuro.