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#LetrasEnElPancracio: «A ese también lo matamos». La muerte de Federico García Lorca en primera persona

El fusilamiento del poeta y dramaturgo andaluz Federico García Lorca hace 82 años continúa hasta hoy siendo un misterio. Por más investigaciones que se han llevado a cabo durante las últimas cinco décadas, nadie conoce realmente lo que sucedió aquellas madrugadas entre el 16 y el 19 de agosto de 1936, cuando las fuerzas franquistas ultimaron al granadino junto con tres víctimas más.

Las verdaderas causas del asesinato, los conflictos familiares alrededor del caso y los posibles involucrados son piezas que abonan al principal enigma: ¿dónde fue enterrado el cuerpo del poeta? El 19 de septiembre de 2016 se inició una nueva búsqueda en el municipio de Alfacar.

Sin embargo, posiblemente la verdad histórica no se encuentre en relatos recientes, sino más bien en textos de la época. El más seductor de ellos apareció apenas tres años después del fusilamiento del dramaturgo en Nuestra España, revista editada en La Habana, Cuba, por exiliados republicanos que salieron huyendo hacia América ante el asedio franquista. El título del artículo no puede ser más revelador: “Cómo murió García Lorca”. 

La necesidad de un cuerpo

En las últimas páginas de La Ilíada, el viejo Priamo negocia con Aquiles la recuperación del cuerpo de su hijo Héctor. El aqueo acepta la petición del anciano porque sabe que es designio de los dioses la realización de un funeral para todos los caídos. Los vivos deben llorar a sus muertos, verlos antes de su último lecho, compartir el dolor que los hermana. Las exequias son el ritual de paso donde muerte y vida se reconcilian. Pese al sufrimiento por la pérdida, los dolientes pueden aminorar la desdicha tras las ofrendas fúnebres.

Por eso son tan crueles las desapariciones forzadas ocurridas en los últimos años en México; caso análogo a lo ocurrido durante las dictaduras latinoamericanas. Se vuelven terroríficas las ejecuciones en las que los cuerpos de las víctimas jamás han aparecido. Son miles los padres, los hermanos, las familias que deambulan por las fosas que, cada semana, van apareciendo a lo largo y ancho del país. Si la pérdida es ya de por sí dolorosa, la incertidumbre ante la muerte es agonizante. No hay crimen más perverso que el ocultamiento del horror.

El caso de Federico García Lorca se inscribe justo en este laberinto de la desgracia. Desde su fusilamiento hace 80 años, nadie conoce la ubicación de los restos del poeta. Su asesinato fue uno de los más brutales cometidos por las fuerzas franquistas al iniciar la guerra civil española. Pero la herida, hasta el día de hoy, sigue abierta. Los intentos de los últimos años para encontrar los restos del dramaturgo han resultado estériles, por lo que una de las páginas más oscuras de la literatura universal está aún inconclusa.

En un nuevo intento por conocer el último paradero del cuerpo de García Lorca, en septiembre de hace dos años inició una nueva búsqueda en Peñón del Colorado, Alfacar. Las nuevas teorías establecen que, en la zona, se encontrarían las osamentas del maestro Dióscoro Galindo y de los banderilleros anarquistas Francisco Galadí y Joaquín Arcoyas. Los tres fueron fusilados junto al poeta, a quien el mundo entero lloró aquel agosto de 1936, cuando se supo de su aniquilamiento. Las exploraciones, basadas en nuevas pesquisas en torno a las últimas horas del dramaturgo, concluyeron que los restos de Federico y de las otras víctimas fueron trasladadas a fosas clandestinas, a fin de que no fueran halladas.

García Lorca y México

En México, país donde se esperaba a García Lorca desde años atrás, el asesinato del granadino caló hondo. La vida cultural y literaria del país conocía y amaba su obra desde los años veinte. Fue así que el dolor unió generaciones e ideologías en pugna. Personajes como el polémico Salvador Novo o el joven poeta Efraín Huerta, por esos años enemigos desde las páginas de la prensa, sintieron pesar por el andaluz. Los franquistas “habían sacrificado en aras de la barbarie del siglo XX al más significativo de los artistas de habla española”, escribió el joven Huerta como muestra de su congoja.

Los mexicanos sabían que, si no se hubiera dado la captura, era casi seguro que el gran Federico hubiera llegado a su tierra. Desde el inicio de las hostilidades, el gobierno de Lázaro Cárdenas apoyó a la República. Le había vendido armas y, al mismo tiempo, abrió los puertos y las fronteras nacionales, a fin de acoger a cientos de exiliados españoles de todas las clases, profesiones y edades. Desde los famosos “Niños de Morelia” hasta campesinos, editores y obreros fueron alcanzando costas nacionales.

Siguiendo las mismas rutas un gran número de intelectuales arribó a México. La Casa de España, luego convertida en El Colegio de México, fue uno de los primeros refugios para que se integraran a la dinámica cultural de la nación. Si bien la figura de García Lorca nunca apareció en el horizonte, su obra sí conoció el territorio azteca. José Bergamín traía consigo el manuscrito del libro Poeta en Nueva York, junto a la nota que el andaluz le había dejado en la redacción de su revista Cruz y Raya antes de partir al fatídico viaje rumbo a Granada: “Querido Pepe: He estado a verte y creo que volveré mañana. Abrazos de Federico”. Para Lorca, el mañana nunca llegó.

Los secretos de los exiliados

Así como cientos de catedráticos, artistas, escritores, arribaron a México, otros encontraron refugio en otros países del continente. El reconocido impresor Manuel Altolaguirre tuvo que desembarcar en Cuba por los problemas que aquejaban a su hija Paloma. Con ayuda de los intelectuales cubanos, liderados por José Lezama Lima, en La Habana estableció un programa editorial con su imprenta La Caprichosa.

Diversos proyectos salieron del taller. Proyectos que intentaban que no se apagara la voz de los republicanos españoles. Si la derrota era ya de por sí dolorosa, la pérdida de su territorio se volvía insufrible. En ese momento, la literatura era un medio menguaba la desdicha. Por medio de la palabra podían conservar una historia, su historia, que el nuevo gobierno español borraría en los discursos oficiales. A partir de esos momentos, ellos serían los enemigos, los olvidados, los excluidos de su país natal. Urgía escribir contra el olvido.

Uno de los proyectos más significativos fue la publicación de Nuestra España, primera revista de los exiliados republicanos en América, la cual era dirigida por Álvaro de Albornoz y contaba entre sus colaboradores a integrantes de las fuerzas republicanas que vivían en Cuba y en México. Uno de los más importantes fue José (Xosé) Rubia Barcia, quien antes de salir de España había logrado quemar la correspondencia secreta que la República mantenía con Rusia, con el propósito de evitar que cayera en manos del ejército de Franco.

“A ese también lo matamos nosotros”

En el segundo número de Nuestra España, correspondiente al mes de noviembre de 1939, Rubia Barcia presenta el texto “Cómo murió Federico García Lorca”. El relato es escalofriante por su tono intimista y porque revelaría el misterio sobre el destino final del dramaturgo.

Un día de verano de 1937, el autor “fue llamado desde el Cuartel del Almirante, dedicado a prisión provisional de evadidos y prisioneros del campo franquista, en Valencia, para oír la confesión espontánea de un guardia civil de los que formaron parte del pelotón que fusiló al gran poeta granadino. Al parecer, el hombre de campo, sencillo y veraz, se pasó a las filas leales por haberse visto obligado a cometer éste y otros delitos que repugnaban a su conciencia. Nada sabía del poeta, pero una tarde en el ‘Rincón de la Cultura’ del Cuartel vio su retrato, lo reconoció, sin poder ocultar su emoción, y dijo: ‘A ese también lo matamos nosotros’. Así, con esa trágica sencillez, comenzó a hablar. Lo que sigue pretende ser un reflejo exacto, fiel y real de aquel hecho monstruoso, con los nombres de todos los ejecutores de una sentencia que no se sabe, y acaso no se sepa nunca, quién dictó y a qué móviles pudo obedecer”.

Tras esta primera aclaración la crónica es dramática. Narra que el poeta fue apresado en el momento que la propaganda nazi ya había inundado Andalucía. Los carros militares lo condujeron, junto a otros presos, fuera de la ciudad. Los verdugos temblaban. Varios de ellos apenas eran unos jovencitos sin experiencia en fusilamientos. Al frente del batallón encargado de llevar a cabo las ejecuciones iba un hombre identificado como el teniente Medina, “padre de tres curas”. Entre Padul y Granada se detuvo el convoy. Bajaron a las víctimas. Con la luz de los faros besándole el rostro, García Lorca comprendía el desenlace. Se refugió en las palabras para enjuiciar a sus captores:

“Guardias civiles. El Dios que vosotros decís que defienden nunca os perdonará. Como el lobo que está en la selva, hambriento, acechando al cazador, así me habéis cogido vosotros, a mí, para asesinarme. Podéis estar seguros de que los marxistas que, según vuestros jefes, no creen en Dios ni en la Patria, son sin embargo, más creyentes y humanos que vosotros e incapaces de fechorías tales…” Lo interrumpió el teniente Medina: “Cállate. Si sigues, en vez de fusilarte te coseremos a machetazos”.

Las armas descargaron el odio de los hombres. Moribundo García Lorca aún habría respondido: “No os culpo a vosotros por este asesinato, sino al traidor que cree que con mi muerte podrá vivir tranquilo”. Cuando los subalternos preguntaron qué debían hacer con el cuerpo Medina respondió: “¡Dejadlo en la cuneta para que sirva de pasto a los cerdos!”

Poeta en Nueva York

Pese a la falta de pruebas históricas y los tintes literarios de la narración, la medida de abandonar el cuerpo del poeta a la intemperie explicaría por qué, hasta la fecha, no se han descubierto los restos de García Lorca. El texto de Xosé Rubia Barcia puede ser la pieza clave para aclarar uno de los crímenes más atroces en agravio de la cultura en castellano. Un crimen que impidió seguir escuchando una de las voces literarias más importantes del siglo XX.

Años después Rubia Barcia, ya como catedrático de la Universidad de California (UCLA), fue acusado de ser comunista, por lo que estuvo a punto de ser deportado durante la “cacería de brujas” de McCarthy. Murió el 6 de abril de 1997 a los 83 años de edad. Mientras que entre los 66 títulos que publicó la Editorial Séneca, empresa fundada por José Bergamín en México, uno de los más importantes fue Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca, aparecido en 1940.

Se trata de un libro que finalmente cumplió que los últimos textos del andaluz se leyeran en la patria Azteca. Un libro donde el propio autor ya había presagiado su muerte:

Asesinado por el cielo,
entre las formas que van hacia la sierpe
y las formas que buscan el cristal,
dejaré crecer mis cabellos.

 

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