La música del paraíso son los narcocorridos. Lo constaté bailando “Pacas de a kilo” en el malecón de La Habana. Al mismo tiempo descubrí que el mal gusto es como un símbolo masónico: sólo perceptible para los iniciados. El guajiro del acordeón me miró a los ojos y sin dudarlo ofreció una canción. Lo acompañaba un guitarrista. Iba a negar con la cabeza cuando dijo la mejor frase de la noche: “¡Compadre, traemos de Los Tigres del Norte!” Estos güeyes estudian mercadotécnica desde chiquitos, pensé. “Deme tres, con todo y pilón”, respondí entusiasmado.
Acordeón, guitarra y voz culerísima. Igualito que en México. El verdadero nacionalismo se refleja en las lágrimas que se derraman cuando escuchas en el extranjero: “Me gusta andar por la sierra, / me crie entre los matorrales, / ahí aprendí hacer las cuentas, / no’más contando costales”. Se soltó la gozadora. Tomé a Dainerys por la cintura y empezamos a zapatear. Era una noche de risas y celebraciones en la única ciudad del mundo que tiene una luna, siempre sonriente, para ella solita. El mar, la noche, el olor de una mujer hermosa. Nadie puede hablar de la eternidad si no ha amado en El Caribe. Hemingway lo sabía, lo mismo Mario Conde que, por la mañana, había desayunado con nosotros en El Cerro, a una cuadra del Estadio de Industriales.
La segunda canción la bailé con mi cuñada Dianelis. ¿Cuál era? Misterio. No recuerdo si fue “La puerta negra”, “Contrabando y traición” o “La banda del carro rojo”. La euforia me borró la memoria. Posiblemente también influyeron las nueve horas que llevaba tomando cerveza Pirata, que los cubanos llaman Bucanero; mojitos, con besos y limón, y un tequila que yo había llevado para mi familia cubana.
Junto a Dainerys la fiesta había empezado en un paladar de El Vedado, atrás del Habana Libre, el hotel que Fidel le quitó a los Hilton. ¡Vivan los barbudos! Al terminar de comer no podía subirme al taxi. Apenas era medio día. Ya por la noche, cuando los músicos terminaron de tocar y no recordaba por qué tenía que pagarles, comprendí —con esa rara lucidez de las pedas— que todo iba a terminar en un desmadre monumental. Una verdadera borrachera mexicana.
Con el cuerpo entrado en calor nos movimos a un paladar de Obispo. Salsita y ron pa’ llevar. Más de todo: tragos, Caribe y besos. Tras la cena caminamos rumbo al parque central. La sensualidad de La Habana sólo es comparable con el erotismo de su gente. Al ver aquellos palacios nacidos de las novelas de Alejo Carpentier, donde vive el dictador de García Márquez, donde Cabrera Infante inyectó de vida a los edificios europeos, me encabroné contra el gobierno por tanta belleza corrompida. Comprendí que los gobernantes son hijos de puta en todos lados. La diferencia sólo está en el nivel de cinismo y corrupción.
Mi Cubana de son y sol, de encanto y canto, de caricia y brisa, me llevaba a ver uno de los mejores espectáculos de La Habana. No recuerdo si eso me dijo, pero lo escribo así para darle un giro dramático a la crónica. Llegamos al teatro-café Bertolt Brecht. Por lo que me platican, el lugar es una verdadera belleza. Debido a mis circunstancias, yo sólo puedo describirlo como un espacio oscuro propicio para gritar. ¿A quién? A un tipo que desde el escenario no sabía hablar. ¿Y qué se grita ahí? Pues eso, yo gritaba: “Habla bien, cabrón; no te entiendo nada”… y luego pedí una rola de Pearl Jam.
Al otro día me enteré que se trataba del famoso cantautor Polito Ibáñez que esa noche había celebrado 30 años de carrera artística. Días después, durante la entrevista a la televisión cubana, dijo que el concierto sólo se vio opacado por un psicópata, al parecer mexicano, que no dejaba de gritar pendejadas. Nosotros ya no vimos el final de la actuación. Salimos de madrugada a buscar un taxi.
Dainerys me exigió que no hablara durante el viaje. Como puede verse, todos los de izquierda tienen espíritu de dictador. Además, cómo podía hablar si tenía la garganta destrozada y cuando me pongo borracho I can only speak English. Why? It’s a mistery. Sin embargo, debido al alma católica que tenemos los mexicanos, antes de dormir tuve que hacer un acto de confesión. Para no despertar a los de la KGB, le dije despacito: “es que la verdad, yo no confío en los comunistas”. Esa noche soñé con Stalin comiendo menudo.