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Lázaro, en tres secuencias… (Tributo)

Bajaban las escaleras por montones como a control remoto. Era común pasar por encima de los cuerpos. Los que eran apuñalados adelante, contribuían a darle velocidad a este sector angosto. Uno puede pasar días enteros transitando sobre las navajas de estos conductos gigantes para llegar al otro extremo de los túneles. Los regulares, sabían como defenderse. Eran los que visitaban quienes atravesaban una muerte segura.

Justo enfrente, la misma pareja a la que trataron de separar, ahora se me adelantaba, tres, cuatro filas. Por sospechar de quienes tenían a su alrededor, prefirieron bajar el ritmo en vez de acelerar el paso. Esto causaba un poco de retraso en el embotellamiento humano, pero no traía consecuencias mayores.

Horas después los tenía a mi lado. Él arrastraba una mirada somnolienta, casi vencida, con ojos enmarcados por un polvo gris que vivía en el aire y se respiraba. Su sombrero lo protegía de la luz que agonizaba desde los faroles, dibujando una penumbra suave que acentuaba la oscuridad sobre su faz. Ella, de cabello azul, mucho más joven que él, llevaba las piernas descubiertas y las cenizas flotantes adheridas al sudor. Escondía los tatuajes de su cuello con una bufanda de cobre verdoso, brillante; eran del tipo de marcas que se tallaban sobre la piel en contra de tu voluntad. Su mirada era más angustiosa, más de alerta; no cómo la de él, en donde la paranoia había sucumbido a un letargo constante. Me había equivocado. Él ya había estado aquí. Ella no. La urgencia y el miedo la delataban.

Llegamos a una gran bóveda. ‘El vientre’. Una serpentina de bazares formaban otro laberinto. Todos comenzaron a esparcirse entre las luces y el ruido. Un hombre inmenso, de chaqueta plateada hasta las botas, sobresalía entre la multitud. Cubría sus ojos con un accesorio que absorbía el brillo emitido por las colosales pantallas. En lugar de una mirada, se veían reflejadas en el aparato las ofertas posteadas desde las vitrinas. Se detuvo por un instante, inmóvil. Luego continuó, acercándose con discreción a la pareja.

Conversaron por varios minutos entre la muchedumbre. La joven sonrió en un llanto de euforia, se limpió la nariz y abrazó con fuerza a su acompañante. Giró de nuevo para el hombre en quién puso su confianza y recostó el rostro en su abdomen, sintiendo una enorme palma que bajaba sobre su cabello. El traficante, los tomó de la mano y se los llevó, hundiéndolos, en el mar iridiscente de cientos de ratas humanas que iban y venían desde las cañerías gigantes.

-No es un gran misterio, ni es una leyenda urbana – dijo el hombre de chaqueta plateada- debajo de este subterráneo hay niveles que no se han explorado. Penetrando el pavimento, muy bien enterrados, hay poblaciones enteras de niños que se esconden. Nunca han salido al exterior. No se preocupen, conseguiré uno para ustedes. Sólo hay que saber llegar, y yo se como hacerlo.

Once y cinco. Finalmente llego a el corazón de toda esta ciudad improvisada debajo de la tierra. Aquí se cruzaban viajeros, exploradores, diseñadores; y si continuaban con vida, eran todos criminales. Alguien notó que el líquido que chorreaba por las paredes parecía estar limpio. Si lo que decía ese alguien era verdad, debió haber ocurrido algo en la superficie; porque, usualmente, el agua que viaja de bajada desde las alcantarillas de las calles, en la Metrópolis, siempre trae sangre consigo.

Me detuve un segundo a contemplarlo. Miré hacia arriba. Imaginaba que me suspendía como el vapor en una ascendencia lenta, sutil; atravesé escombros de cables, de circuitos que alcanzaban el vacío, atravesé pueblos enteros, sepultados. Me vi subiendo, llegando a lo desconocido; sacando mis dedos del concreto, luego mis brazos, mi frente, alcanzando una lluvia nueva, pura. El esplendor de la superficie me encandilaba, porque la Metrópolis me acababa encima toda su incandescencia.

Las señales de neón dibujaban en el gas a unos fantasmas fosforescentes. Eran verdes carmesí y se disolvían con el transitar frenético de la gente.

Sentí un malestar nuevo. Me detuve frente a un kiosco que estaba torcido. El pequeño edificio exhibía una especie de ‘Biblia de códigos’ detrás del mostrador. Eran textos con la matemática para sembrar en las máquinas recuerdos extraídos de los muertos, usando algoritmos de resurrección. Como una, enciclopedia de hechicería para la inteligencia artificial. Me pregunté si todo esto que estaba viviendo era mío, o el recuerdo de alguien más. Me senté para vencer las náuseas. Delante se vendían órganos originales como repuestos para avatares de segunda mano. No los veía pero, los podía oler. Nadie sin propósito. Se escucha en capas… ¿Qué me sucede?

Me recosté en los escalones de atrás. Este mercado de vidas picadas y vendidas en partes, se extendía sin fin, en ofertas de reciclaje para el horror de nuestros tiempos. Las luces eran … insoportables. Tengo que apretar los ojos. Sentí insectos subiendo por mis piernas.

¿Qué me está sucediendo? … Un punzón intermitente me había privado. El dolor en la sien era aterrador. Fue esa agua que probé de las paredes. ¿Si no, entonces qué?  Un aceite, una saliva venenosa sintética. Corrí int foo (int iX) hacia uno de los túneles adyacentes. Pero allí la neblina caliente volvía a ser densa, más {asfixiante. int iY = iX*2; busqué en los bolsillos. No había disparado ninguna. Estaban todas las seis allí, y el revolver return ix*2; también}

                                                                            *

Doce. Buen tiempo. La puerta tenía en la esquina del marco una de esas campanas que suenan cada vez que alguien la empuja para entrar. El cuarto era acogedor. Un gato descansaba encima del cristal de la recepción. Colocaron cuatro sillas de madera en forma de audiencia. Descubrí un cuaderno de notas en ‘callejero’ que reposaba sobre una de ellas. Lo habían olvidado allí. ‘Callejero’, como los diseñadores solían llamarle ahora a los códigos de programación.

Un leve temblor en la habitación y un chasquido con cuatro golpecitos abrieron una compuerta detrás de la mesa. Por allí entró el gato, y la cerraron. Me puse de pié y revisé el revolver. Me quedaban solo tres balas.

Se abrió otra compuerta, esta vez lo suficiente como para que un ser humano entrara. Un largo pasillo, forrado de espejos, y con decenas de maniquíes sin piernas, se extendía hacia adelante. Cada figura se empalaba a una base de hierro por debajo de la cintura. A todos se les conectaba en la nuca y en el ano, dos rollos gruesos de cables traslúcidos, ínter-conectados a un mecanismo que se enterraba a una especie de masa carnosa, deforme; y que respiraba y goteaba desde el techo. Los maniquíes estaban despiertos. Sus ojos parpadeaban con placer, porque era la hora en donde eran alimentados a través de los cables.

-Todos lucen un diseño de costura más alucinante que el otro – articuló una voz, y el mecanismo atornillado en el techo jadeaba.

Recorrí el pasillo, detallando cada uno de los diseños.

-Tú no eres el único. Al final de cada ciclo, todos los originales mandan a sus avatares. Y todos vienen a que yo les mida sus trajes que escogieron para morir  -continuó-. El tuyo está justo adelante.

El maniquí con mi nombre llevaba puesto una bufanda de cobre

verdoso, oxidado, radiante. El tórax estaba cubierto con un chaleco vino tinto, cruzado con seis botones de plata. La cabeza sostenía una fedora de lana.

Detrás de los maniquíes, la voz del diseñador cobró forma. El reflejo de un anciano modificado, de cabellos grises y azules, se desplazó dentro de los espejos. Colgaba en su cuello una cinta amarilla. Del bolsillo de su chaqueta sacó un dispositivo.

-Acércate al cristal, por favor.

Revisó mis ojos.…

-Vaya, que suerte la nuestra -dijo mostrando sus dientes-. El avatar de Lucifer.

De su nuca colgaba una cinta amarilla que deslizó para extenderla a ambos extremos.

-Quítate la ropa que llevas encima, por favor.

El espíritu digital hizo coincidir el número 7 sobre mi hombro, y el número 15 sobre mis muñecas. Ahora su expresión renunciaba a toda emoción. -Tu diseño es perfecto -comentó a si mismo; pero yo lo había escuchado bien.

Alteró su resolución en el espejo, y haciéndose más radiante dijo-: El traje que vestimos cuando vamos a morir dice mucho acerca del tipo de especie que fuimos, ¿no te parece? Continuó orbitando por los espejos, gozando cada centímetro que medía de mi cuerpo. -Los sicarios, sobre todo uno como tú, deben lucir su mejor atuendo cuando cometen el acto sublime de matar.

Se inclinó y puso su rostro a la altura de mi miembro. Con el revolver en mano, giré mi brazo hacia la espalda. Tomó de nuevo la cinta amarilla y la abrió verticalmente desde mi pelvis hasta sus rodillas. Sentí subir su mirada.

-Tu postura es hermosa. La caída del pantalón será perfecta.

Al ponerse de pie, se dirigió a mi maniquí. Introdujo en el autómata sin piernas los datos de la nueva literatura y modificó el diseño. Tomé al ser artificial con fuerza, y en el ímpetu para poseerlo, sus partes se abrían para recibir y complementar a las mías. Lo devoré. Cuándo nos volvimos uno, el sastre presionó otra luz desde su dispositivo, tallando un código en semi circulo que lo extendió sobre la piel de mi cuello.

Luego de cubrirme con el chaleco y la bufanda, el toque final lo dio un sobretodo diáfano, manufacturado con un vidrio sintético y una aleación de cerámica, suave como la seda.

-Cuando nos vean llegando uniformados de prismas y terror, no seremos avatares, sino obras de arte vaciando un arco iris de muerte sobre la última humanidad -sentenció el espectro, segundos antes de corromperse en millones de píxeles que se vaporizaron a través de los espejos.

                                                                        *  *

Desperté con una fuerte descarga. Era espesa, con sabor a plata quemada. La vertían por un orificio hasta el interior de mi cabeza. Traté de golpear la superficie que me aprisionaba, pero el peso de los cables no me dejaba levantar los brazos. Otro líquido, ahora como un ácido afable, se vaciaba en mis ojos, detonando una estridencia de colores. Con cada escalofrío, el tubo que pasaba por mi boca soltaba una tercera sustancia que caía fundida en el estómago. Aleteaba, y apretaba mordiendo el conducto. Seguido escuché como si abrieran un frasco helado cerca de mi cara, dejando escapar la presión. Me invadió un zumbido muy agradable que me hizo reír a carcajadas, rompiéndome la boca. Todo era hermoso. Perfecto. Culminaron inyectándome algo delicioso que me provocó un espasmo violento. El envase en donde me habían metido comenzó a drenar el aceite amniótico. Finalmente mis pies tocaron el suelo.

Presioné las rodillas y apoyé los codos para sostenerme. – “… disonante … sofía … miel … cerradura.” – escuchaba decir a una voz oculta, inmaterial… Disonante, Sofía, Miel, Cerradura; sentí una tristeza insoportable. Los cables me estrangulaban. Logré arrancarme el tubo de la boca, pero seguía atrapado. – “Visualika: Log_Miel_Una_Cerradura_Disonante_Intro_Del_Recuerdo_Sofía#77” – continuó. Se escuchaba como se escucha alguien que te habla dentro de un sueño; incoherente en todas tus diferentes versiones. Otros timbres indistintos se sumaban al delirio, y la voz principal resonó una vez más con el nombre de Sofía.… No cabía duda. Era la voz de un niño.

De pronto, una ráfaga de imágenes configuraron en mi cerebro la estampa de la chica. Permaneció inmóvil por varios minutos. No me quitaba los ojos de encima. Sonrió y comenzó a desnudarse poco a poco, dejando caer con cuidado la ropa sobre sus pies. Pequeña, piel crema, de cabellos azules y ojos esmeralda; me miró fijamente antes de desenredar la última prenda que le quedaba en su cuerpo; una bufanda de cobre, verdosa, radiante, que le servía para tapar las cicatrices en el cuello. –Decolorar..  Sofía apretó sus puños de niña y conservó la sonrisa mientras la incineraban.

Me consumía un vacío severo, una melancolía mecánica; no la basura que sienten los humanos cuando pierden a alguien que aman. Volví a mí. Me reconocí dentro del tanque. Tan pronto la cápsula se abrió, abandoné asfixiado el ataúd de cristal, cayendo al suelo, arrastrando los cables.

Desde el piso precisé el exterior del recipiente, un gran vientre virtual en forma de caja de vidrio. Arranqué de un jalón el último cable atorado a mi cadera, el más grueso; y respirando hondo el polvo de sus cenizas, hojee inconsolable entre imágenes y recuerdos. Pero todos se desmembraban; se hundían dentro de mí, deshaciéndose a medio camino, despojando solo las carcasas

Otra imagen de Sofía se regeneraba. Ahora nos hallábamos en un túnel plagado de gente; visibles, vulnerables. Su sombra luchaba para no desaparecer. Busqué esconderla en otros recuerdos; la coloqué encima de una mesa de cristal en el interior de una tienda imaginaria. Tenía pelos, era diminuta, tierna; pero perdí el control del diseño. La tienda se transformó en una casa funeraria llena de muertos y fantasmas, y ella brincó escapando antes de que le cerraran la puerta.

Algo nos hizo reaparecer en ese túnel infectado de humanidad; pero ya era demasiado tarde. Se agarró con fuerza de mi brazo cuando voltee hacia los gritos. Los disparos y la masacre titilaron con fuerza al convertirse en los últimos recuerdos que se desintegraban en mi memoria.

No quedó nada por evaporar. Ninguna estructura de ningún tipo, nada. No era que estaba flotando en un espacio negro; no había espacio negro. Sin cuerpo, sin piernas, sin manos; no veía, no escuchaba. Solo existía. Era curioso, porque a pesar de que no había nada adentro o afuera, sabía que ahora era parte de una arquitectura nueva. Era el origen… y estaba vivo…  y estaba a salvo.

En las profundidades de ese abismo sin forma, mi consciencia flameaba a destiempo, ausente; en una tranquilidad invisible, como ir a la deriva. – Inténtalo ahora. -ordenó, y un intenso fulgor tornasol reflejó mi sombra en la fibra espacial.

El polvazo de fósforo reinicializó el nuevo ciberespacio. Este accidente me llenó de miedo. Miedo y desolación.

-La secuencia se corrompe porque el algoritmo sigue generando éstos códigos al azar, ¿los ves? Se está cableando solo?  No, porque no está vivo. Él ni siquiera está allí. No es más que un espejismo en el programa… un eco, espontáneo.

Grité. Grité desde las entrañas; desde las vísceras, desde el alma que estaban por extinguir. Grité suplicando, pero no se escuchaba ni un suspiro.

-Dejaré la secuencia corriendo. Mañana intentamos con otra simulación.

Sonó una alarma. Los niños tomaron con torpeza sus pertenencias, y entre risas y gritos se retiraron con prisa. En la distancia se sumergieron a una avalancha que galopaba por los pasillos. Solo un gemido, una súplica, casi imperceptible, vibró sobre la máquina, antes de descomponerse en el aire.

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