Alberto Caeiro era tuberculoso. Era joven, relativamente joven, cuando murió. Era un hombre humilde, sin estudios, frágil, poco dado a las reuniones sociales. Caeiro fue un maestro bueno, una persona sencilla, amable, quizás un poco retraída. Tenía los modales que se repiten en el ámbito rural.
Murió en su finca, en medio de las gallinas y los cerdos. Lo último que escuchó fue el aullido de un gato o el trinar de un pájaro.
Yo no estaba en el campo aquella tarde sino en medio de una discusión en el café, entre amigos, cerca de los ruidos de los barcos y del lodo del puerto. La ciudad de Lisboa fue mi cuna pero no la de Caeiro. Él prefería el silencio del prado y la abulia hermosa y típica de la soledad.
Me llamaron por teléfono e inmediatamente viajé hasta la finca. Estaba retirada, en las afueras de la estrecha ciudad.
Como yo, Caeiro no tenía hijos ni compañera. Nos enteramos por los vecinos porque lo empezaron a extrañar. Él solía ordeñar las vacas y esa mañana no salió y tampoco las siguientes. Fue una especie de anuncio soterrado, una llamada de atención.
En el salón largo y vacío había una mesa chica y unas pocas sillas. Al fondo conversaban unas viejas sin dientes. Ninguna de ellas habla leído los poemas del maestro, pero eso no le importaba. A él lo único que le preocupaba era devolver a la vida su prístina relación con la naturaleza. Había dedicado su tiempo al aire libre y la premura de sus poemas. Nos enseñó lo que pudo y nosotros –sus discípulos– lo seguimos admirando. Aunque lo suyo fue el inicio de un paganismo real esa prédica nos enseñó el camino.
Caeiro estaba recostado en el ataúd de madera. Los ojos cerrados simulaban un sueño, pero yo sé que la muerte no tiene ninguna relación con el sueño. Caeiro no estaba dormido, estaba bien muerto.
Me quedé unas horas delante de su cuerpo vacío. Seguramente ya estaba entre los dioses, dictando unos versos al más allá.