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Las clasificaciones de la música

La musica es matemáticasEn su ensayo “El idioma analítico de John Wilkins” dice Jorge Luis Borges: “…notoriamente no hay clasificación del universo que nos sea arbitraria y conjetural. La razón es muy simple: no sabemos qué es el universo.” Efectivamente toda clasificación obedece a un principio rector que, por razones culturales, y por tanto de manera antojadiza, intenta darle un orden y un sentido al mundo. Que dicho principio, observado desde otra perspectiva cultural, resulte extraño, ingenuo y hasta absurdo, confirma, como ha sugerido Foucault al comentar justamente aquel texto de Borges sobre Wilkins, que los códigos fundamentales de una cultura determinan los conceptos empíricos con que cada individuo mira y percibe su entorno.

La música no es ajena a tal dictamen. La idea es inquietante. ¿No existe una manera de clasificarla objetivamente, libre de toda injerencia cultural? En mi calidad de etnomusicólogo familiarizado con diversas tradiciones musicales, voy a permitirme esbozar una respuesta que acaso quiere ser también un manifiesto.

Desde antaño, los hombres se han esforzado por dar un orden a la diversidad musical en el mundo. Los intentos emprendidos dan buena cuenta del ingenio humano para enfrentar el albedrío sonoro. Si, por ejemplo, durante la época Sui (581-618 d.C.) la música era clasificada según su procedencia —música coreana, de Funan o Turpan— o su función social —música sacra o para banquetes—, durante la dinastía Tang (618-907 d.C.), la época de mayor esplendor artístico de la China antigua, se pasó a diferenciarla entre música parada y sentada. La primera se refería a las prácticas musicales al aire libre, en las cuales los músicos iban a pie acompañando procesiones o danzas; la segunda, en cambio, a las prácticas cortesanas, en las cuales, al estilo del gagakú japonés, los músicos tocaban sentados para los ejercicios meditativos de sus señores.música sentada en la antigua China

Los doctos de la Edad Media clasificaron la música según criterios cosmogónicos. El pensamiento dualista del medioevo suponía una música celestial, ejecutada por ángeles, y otra infernal, opuesta a la primera. Como consecuencia de ello se dio un incremento en las connotaciones simbólicas de los instrumentos musicales, como consta en la pintura de la época. En algunos casos, estos se convirtieron en instrumentos divinos —como la flauta y los cordófonos celestiales que ejecutaban los ángeles—, en otros, en diabólicos —como la fístula o timpanum— o en «pervertierte Instrumente», es decir, en instrumentos que aun siendo originariamente de un carácter benévolo, se volvían macabros en las manos del diablo o de los condenados. Ergo, este imaginario determinaba qué instrumentos eran apropiados para la gente de buen o mal vivir.

Pero nada revela mejor la riqueza del pensamiento musical medieval que las distinciones emprendidas por Boecio (470-524), uno de los teóricos musicales más importantes de aquel tiempo. Para él la música se dividía entre música mundana, música humana y música producida por instrumentos musicales. La musica mundana, según Boecio, surgía del sonido que producía el movimiento de los cuerpos celestes y todas las cosas de la naturaleza que formaban parte del cosmos, anotando que la incapacidad humana para percibirla obedecía a los límites de sus facultades. La musica humana, en cambio, siendo lo humano una repetición diminuta del universo, era aquella que producían los elementos del cuerpo y su fusión con el movimiento del alma, la cual se manifestaba también a través de la voz y el canto que reproducía la armonía interna del cuerpo. El tercer tipo de música era la instrumentalis, es decir, aquella que se ejecutaba con instrumentos musicales y que, cual la música humana, traducía la música mundana a un plano terrenal. En el fondo, este sistema tripartito escondía también una lógica dual, pues dividía la música en sus formas humanas y no humanas.

música folklórica
¿Son folclóricas o populares las formas tradicionales grabadas por la industria del disco?

El pensamiento moderno ha establecido que la música es el arte de combinar unidades temporales y espaciales de sonido según un número de reglas estipulado. Dicha definición, heredera de la de Leibniz que calificaba la música como una aritmética secreta —sujeta a sus propias reglas también secretas—, representó para el pensamiento racionalista el punto de ruptura con la especulación filosófica medieval, lo que le permitió sentar las bases para el desarrollo de lo que hoy denominamos un conocimiento científico de la música. Hacia finales del siglo XIX, cuando la musicología surgió como ciencia, ella dividió su objeto de estudio diferenciando tres tipos de música: la folklórica, que era de tradición ágrafa, anónima y funcional; la popular que era mediatizada y para entretenimiento, y la erudita, que era letrada y para el consumo contemplativo. Si bien este esquema de clasificación dio resultados positivos durante buena parte del siglo XX —hasta Philip Tagg la adoptó en un primer momento—, hacia finales del siglo pasado se hicieron evidentes sus enormes deficiencias: repertorios folklóricos varios conocen autor y están mediatizados; mientras que formas populares permiten un consumo contemplativo y reclaman una valoración artística, del mismo modo que la música erudita puede convertirse en una mercancía más al interior del sistema económico del capitalismo tardío. Y ¿no consideramos eruditas las ejecuciones de la música sacra anónima del siglo XV? ¿Son folclóricas o populares las formas tradicionales grabadas por la industria del disco? Por consiguiente, los musicólogos contemporáneos se muestran muy escépticos frente a los presupuestos de nuestros antecesores, buscando nuevas formas de clasificar la música. Así, el etnomusicólogo Thomas Turino distingue hoy en día dos tipos: una participativa que pone más énfasis en aspectos de socialización que en la perfección de la performance, y otra representacional, que, sobre las tablas, se ofrece como espectáculo para el consumo y que por tanto exige de los intérpretes un mayor dominio técnico al momento de la ejecución. ¿Es esta la clasificación más corrrecta que podemos hacer de la música?

Me temo que no. La costumbre de dar a la historia de las ciencias un sentido teleológico nos ha llevado a menudo a ver las elucubraciones de especialistas como una progresión, como un itinerario que nos lleva inexorablemente hacia un final certero y absoluto. Pero puestos bajo la lupa, todos esos intentos se revelan como formas arbitrarias de ordenamiento, regidas por valoraciones subjetivas, por convicciones dogmáticas o pragmatismos políticos. En ese sentido, la clasificación de los sabios chinos o medievales difiere poco de aquellas emprendidas posteriormente por los hombres de ciencia: todas ellas son el producto de aquello que Foucault en su momento tildó, acertadamente, de regímenes de verdad, y por tanto, son meros productos de la contingencia. ¿Cómo clasificar la música entonces?

La respuesta depende de los fines que quiere alcanzar dicha clasificación. A fin de cuentas, lo que han hecho los expertos en música a lo largo de la historia no difiere mucho de la tarea que emprende un coleccionista al ordenar sus discos. Como él, el experto también elige caprichosamente una opción entre las infinitas posibilidades de orden. Si la elección es productiva, el sistema se mostrará como eficiente. Pero todo sistema, aún el más detallado, padece de obsolescencia. La inclusión de nuevos ítems viene una y otra vez a revertir el orden (en mi estantería de música andina, por ejemplo, ya no entran más discos compactos, ¿dónde poner entonces las colecciones de Arguedas adquiridas en mi último viaje al Perú? ¿En el rubro de músicas del mundo o de músicas étnicas?). Aunque estas perturbaciones suelen suscitar pánico entre colegas, yo propongo prestar más atención a ellas, pues nos hacen notar las debilidades de nuestros sistemas y los criterios sobre los cuales se basan (¿por qué no consideré la música andina, el jazz o el rock como músicas étnicas? ¿qué presupuestos acepté como ciertos para justificar tales categorías?). Las contaminaciones pueden abrir puertas insospechadas. ¿Cómo clasificar, por ejemplo, el concierto de un coro de sordomudos cantando en lenguaje de señas? ¿Como música? En Tratado contra el método (1975) dice Paul Feyerabend que los científicos suelen descartar los datos empíricos que hacen peligrar sus teorías en aras de la condición de consistencia. Como el físico austríaco, creo que tales desequilibrios suelen ampliar nuestras nociones del mundo. Y eso, para mí, ya es razón suficiente para que sean bienvenidos.

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