Algunas veces he despreciado el idilio: las formas tenues y frágiles, el vino. La tosquedad me ha revelado entonces la gracia, la solemnidad de los terrones, del lodo y de las cicatrices. He palpado las manos áridas del trabajador y su lengua dicharachera me ha hecho callar.
Sucede que las calles que tanto he ensalzado llevan mezcladas con sus alegorías unas grietas bastante visibles, que los crepúsculos y mujeres, si preciso, no tenían el olor o el color adecuados.
Durante casi toda mi vida evité estos detalles: el recuerdo debía permanecer impoluto: la limpia perfección de las derrotas es un buen ejemplo.
Pero un día visité la casa donde había transcurrido mi infancia y comprobé que era más chica, más bella, pero carente de esa magia que la hacía parte insustituible de mi memoria, y la certeza de esta irrealidad me hizo dudar de la imagen de mí mismo: observé mis manos y sus líneas no estaban bien dibujadas, calculé los pasos hasta el mercado y no siempre eran los mismos; y descubrí que los afectos y el pasado me eran extraños.
¿Quién era yo, si no un individuo constituido a melodías, sentidos y situaciones aproximadas?, me dije. Y empecé a sospechar que la rígida gestalt de mi historia personal contenía más de una forma, que los idilios y certezas no eran para mí: que la nada era el todo y ser nadie era ser más.
Illustration: Guy Billout