suena, bajita, me hace cosquillas desagradables, trae recuerdos de una mujer desnuda que me apretaba la mano cuando oía Soundgarden. No sé de dónde viene, quizás de uno de los apartamentos de arriba o de abajo, casi ubicua, debe ser uno de esos altoparlantes ultramodernos pequeñísimos con un sonido gigante.
Se me traba la punta de la camisa en un tirador de gaveta, empujo, tiro, parezco una cometa resuelta a volver a la cama. Un aire bate mi cuerpo, y la puta música, no para, no le importa si salgo volando, empinado por las hilachas de algodón egipcio.
Y en medio del forcejeo te recuerdo, halándome para que no me fuera, con los llantos llenos de ojos, tan famélica, tan apagada como una llama a punto de extinguirse. No existe nada más apagado que un fuego a punto de morir, casi voy y anoto la frase, pero me quema, no me suelta. Recuerdo que no te recuerdo hace, ¿cuánto, 15, 20, 25 años? Y caigo en que es la primera vez que he pensado en ti en todo ese tiempo. Estoy loco, en ti, que te pusiste el traje de mi cuerpo y anduviste por la Habana como un ángel desaforado. Desafiando viajes feroces, oyendo la música equivocada, mi pararrayos, mi titiritera, mi todo temporal de dieciocho meses.
Voy a la cama y me siento en el ángulo, dejo sobresalir la esquina como si fuera una península asabanada. Te gustaba sentarte en ese espacio, decías que era romántico ocupar áreas inusuales en la vida de los otros. ¿Quién se te ha sentado aquí, a ver? ¡Nadie! Ondeabas el pelo con tu sonrisa pequeña, una ranura de una puerta malamente entreabierta por donde entraba el sol a mi vida. Y ahora, descubro que siempre he asociado el amarillo contigo. Estoy casi seguro que todavía me odias, que me desprecias, o me insignificas. Pero el amarillo es algo grande, algo galáctico, la pequeñísima inmensa huella que dejaste a pesar de que nunca te recuerdo.