Quizá la analogía de un diario que anuncia las noticias del día siguiente sea un símil demasiado placentero, pero Lichi siempre dejaba caer en sus palabras posteridades veladas. Sentimientos que aventuraba concebiríamos un par de meses después, olores por venir, gustos al acecho tras una puerta o una tapa de olla. Se nos había ido su cuerpo, pero sus verbos ya habían anunciado esta ventura y estaba completamente seguro de que, en algún rincón todavía no descubierto, nos acecha su futuro.
En las tardes hervidas de otoño, el vapor empujaba la brisa y las hojas formaban remolinos cómicos en el parque frente al cine Acapulco. Me paraba en la calle y miraba hacia el túnel que formaban los árboles que abovedaban un paseo central bordeado por bancos. Una sombra calmada anidaba allí, y tenía la sensación, cada vez, de que llevaba a otra parte. Caminaba los cien metros con parsimonia, como si estuviera despidiéndome del mundo. Y cuando por fin llegaba al final y no había llegado a ninguna parte, me daba la vuelta y regresaba a paso lento hasta mí mismo.
Lichi me había alertado sobre el túnel hacia el otro lado. Es una pasada, me había dicho sacando sus encías oscuras pobladas de dientes irregulares que al formar una sonrisa parecían esbozar una mueca de dolor. Pero no hay un umbral ni una luz, ni siquiera unos escalones que te anuncien, tu puerta es el camino, la forma en que avances hacia ti mismo, me había dijo una semana después de morirse, asomado a una luneta del Gran Teatro de la Habana, durante una función de Giselle, cosa muy Lichiana, por demás. Le dije que no entendía, que no sabía en qué debía pensar mientras recorría la alameda húmeda camino a mi porvenir. Y él, me tiró la mueca disfrazada de risa y me dijo, en ese tono en que le hablas a un niño que hace una pregunta tonta, pero divertida: «deja tu suficiencia en el camino, tus logros, tus virtudes, tu conciencia de ti mismo… y piensa que estás perdido, es la única forma de llegar a cualquier lugar».