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#LaBola: Lala

 

Entré y me tropecé con Lala en el pasillo del apartamento. Estaba sentada en el medio, como un gran jefe indio, con sus brazos estirados formando una T cabezona. Cuando le pasé por el lado me agarró por el tobillo.

—Hermanito, ¿tú sabes de qué color son las golondrinas? —dijo y vi en sus pupilas una sombra parecida a un pájaro cuando aletea.

—Son blancas y negras, creo. —me senté a su lado. Ella comenzó a subir y a bajar los brazos con parsimonia.

—¿Tú crees que yo pueda volar? —preguntó.

—No con  tus brazos, pero puedes volar en avión—le dije.

—No puedo viajar en avión, dice el médico que mi corazón está malito.

—¿Sí? —fingí mucha alarma y angustia y sorpresa y miedo.

—Sí, se lo dijo bajito a mi mamá cuando se quedaron solos en la consulta. Se pensaban que no los oía.

—A lo mejor no hablaban de ti. —la abracé y la estrujé un poquito.

—No me apachurres, que yo no soy un osito.

—Sí eres una osita, una osita loquita. Estoy seguro que no hablaban de ti. —le susurré al oído.

—Después me llamaron y el médico me dijo que no podía correr, ni saltar, ni subirme en los muebles altos de la sala, ni salir de la casa. Y que tengo que usar esa máscara para respirar tan incómoda y fea. Y llevar ese baloncito de oxígeno a todas partes como si fuera un bebé amojonado. ¡No me la voy a poner!

—¿Y qué tiene que ver el corazón con eso? —me hice el disimulado.

—Lo mismo digo yo, ¿esos no son problemas de los pies? —le puse mi brazo sobre los hombros.

—Por eso quiero aprender a volar, para no tener que saltar o correr o treparme —Lala se puso de pie lentamente mientras aleteaba a más velocidad.

—Pero volar es mucho más difícil, Lala. —le contesté.

—Pues yo creo que si me concentro un poco y pongo de mi parte puedo despegar aquí mismo en el pasillo. —puso cara de mutante concentrada, estiró el cuello, dobló el tronco y batió los brazos más y más rápido.

—Para Lala, para. Mira lo roja y agitada que te pones. —como una olla de presión apunto de estallar, pero no se levantó ni un tantito así de la alfombra.

—No sirvo para nada, Tata —Lala se cubrió la cara con sus alas y comenzó a llorar.

—Claro que sí, eres la mejor hermanita del mundo. Eres buena y cómica y nunca me delatas cuando hago algo mal.

—No, no sirvo para nada, soy una niña defectuosa. —dijo y se sopló los mocos con mi pulóver favorito.

—No llores. Y no te restriegues los mocos en la cara de Batman, por favor, que va a vomitar. —bromeé, pero Lala estaba inconsolable.

—Seguro nadie me compraría. Es como tener un pájaro sin alas, un elefante sin trompa, un barquillo sin helado. —mi hermanita continuó soplándose los mocos, ahora con la cara del increíble Hulk.

—Está bien, yo te voy a ayudar a volar. Pero tienes que parar de llorar y ponerme esa cara cómica que haces para hacerme reír cuando estoy molesto.

—¿Esta cara? —dijo e hizo una mueca comiquísima.

—¡Esa misma! —nos echamos a reír y su manita se trenzó con la mía mientras los mocos bajaban hacia las manos del hombre araña.

—¿Me vas a enseñar a volar? —preguntó y miré la foto en la pared de mi padre con su uniforme de piloto.

—Sí, yo te voy a enseñar a volar. —le dije.

—¿Pero eso no es imposible? —dijo y comenzó a dar vueltas como un reguilete.

—Nada es imposible, —le contesté y paró de súbito, acercó su cara a la mía y me echó una mirada de águila.

—¿Tú conoces a alguien que sepa volar? —me interrogó.

—No, pero el otro día encontré en Internet una técnica para volar que acaban de inventar. —mentí.

—¿Y estaba en Internet así, para todo el mundo? —su cara de águila se transformó en cara de águila desconfiada.

—No, pero tengo que confesarte un secreto. —puse cara de agente secreto.

—¡Un secreto! ¡Qué emocionante, Tata! ¿Qué es? —su cara de águila desconfiada se transformó en cara de águila curiosa.

—En realidad yo soy el famoso hacker Teclita veloz. —dije y moví los dedos de las manos con mucha rapidez, como si estuviera tecleando algo en el aire.

—¡Oh! ¿Eres un hacker? ¿Y por qué Teclita veloz? Me parece un apodo un poco ridículo.

—Pues porque programo rapidísimo, pim, pam y yá, en un segundo me cuelo en la computadora de la fábrica de pastelitos de coco y la programo para que los hagan de guayaba con suspiros de ballena al mediodía. Pero eso no es importante, lo importante es que saqué esa información de una página web secreta y en cualquier momento se pueden aparecer por ahí a buscarme. —dije y miré hacia la puerta del apartamento.

—¿Quién? —su cara de águila desconfiada se transformó en cara de águila asustada.

—Los hombres con saco. Pero no te preocupes, que tenemos tiempo suficiente para que aprendas a volar.

—¿Y para qué quieren los sacos los hombres, para meternos en ellos? —dijo Lala.

—No ese tipo de sacos, sacos de vestir. También tienen pantalones negros, camisas blancas y corbatas azules.

—¿Y corren con todo eso puesto? ¿No será incómodo? —dijo Lala.

—No creo, los hombres con saco pasan por un entrenamiento especial para poder correr en cualquier circunstancia.

—¿Y si están debajo del agua? —preguntó.

—También. —contesté.

—¿Y si un hipopótamo les pisó sin querer el pie derecho? —continuó Lala.

—Corren y arrastran al hipopótamo con ellos. —dije, no podía echarme atrás ahora.

—Oquey, oquey, te creo. ¿Y tú no quieres aprender a volar también? —me preguntó.

—No, ya yo sé. —dije.

—¿Y cuándo empezamos? —Lala comenzó a salta en un solo pie. Sus saltitos eran más pequeños y menos frecuentes que los que podía dar meses atrás, pero eso no la detuvo.

—Pues ahora mismo. —le contesté, la tomé de la mano y salimos volando por la ventana.

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