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#LaBola: la mano

Estaba en el parque, sentado en el banco bajo la mata de boliches y vinieron a decirme que se lo habían llevado. La vieja del frente dijo que un extraño le enseñó un guante de pelotero desde un auto grande y él fue a buscarlo. Lo halaron del brazo y se lo llevaron.

Yo no lo conocía bien, se acababa de mudar al barrio, hasta me parecía un poco baboso y antipático, pero nadie merece que se lo lleven. Lo que más me impresionaba era que tenía mi edad.

Nos sentamos un rato a hablar de él, como nunca habíamos hecho, porque no era alguien de quien se habla cuando no está, no era popular ni demasiado odiado, ni siquiera había hecho algún ridículo que lo perpetuara en la memoria del barrio, era un forastero, un extraño que se había marchado sin llegar.

Traté de recodar su cara y sólo percibí sus cachetes gordos, como de perro boxer y una mata de pelo rubio encrespado, era gordito, pero tampoco mucho. Un flaco con barriga, dijeron, y me pareció exacto. También tenía una mochila y una bicicleta importadas y sus juguetes eran mejores; el padrastro era marino mercante, dijo alguien, le traía cosa exóticas en sus viajes.

Empezaron a llegar y a sentarse alrededor del banco los de la pandilla, otros que a veces jugaban con nosotros y otros que nunca. Me sentía raro, como si un sentimiento gelatina invisible nos uniera. Yo los miraba y había algo de borroso en el aire, y las voces no eran altisonantes, como de costumbre, sino que formaban una armonía plana, murmullos altos, me di cuenta de que todas nuestras caras apuntaban en dirección a su casa.

Él vivía justo frente al parque, la entrada del pasillo que llevaba hasta su apartamento se veía desde donde estábamos. ¿Cómo era que nadie hizo nada?

La madre salió a la entrada del pasillo y se sentó como un equipaje abandonado en el quicio entre el pasillo y la calle. Todos la veíamos. Entonces algo pasó, porque empezó a llorar y a gritar y tocaba con sus manos algo en el muro, frenéticamente. Un señor mayor salió corriendo de las profundidades del pasillo y se la llevó abrazada hacia el interior de la casa.

Al cabo del rato, cuando todo estaba tranquilo, nos acercamos al lugar y miramos la pared donde todavía se podía ver la huella de una mano sucia estampada en el muro y en letra pequeña, a grafito, se podía leer Choca esos cinco.

Me impresionó mucho que su letra fuera muy parecida a la de mi hermano, menuda, como voladora, de esas letras que se enredan en la punta de las eles mayúsculas o los palitos de las óes. Pero lo peor era el tamaño de la mano, hubiera podido ser la mía, la de un amigo o una amiga… la marca era la huella de las manos de todos.

Me escabullí después de la cena y me fui a mirarla un poco más. Tenía algo de terrorífico, tan solitaria, tan sencilla, tan amistosa, el gesto bonito, como de abrir los brazos al mundo, me dejaba con los pelos erizados, seguramente habían tirado de esa misma mano para secuestrarlo.

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