La última vez que vi a Cordero iba vestido de blanco, con su andar de mole, eclipsaba los transeúntes, como una enorme pared de hielo que se mueve a través de un bosque diminuto, arrasándolo todo. Solo que esta vez, era él la víctima, el brazo torcido, la vida apagada al comienzo de la vida. Cordero no iba de rodillas, hubiera sido demasiado pedirle que hiciera honor a su apellido, en su lugar, parecía gastarse, disminuía su estatura, no por la distancia que cada paso ponía entre los dos, sino porque, por primera vez, descendía de sus alturas impunes hacia una galaxia más pedestre, donde las acciones se pagan con la vida, donde salir por una puerta nunca lleva a la libertad.
No sabía si el esbirro tenía familia, nunca me lo imaginé llegar, tropezar con un escalón, trastabillar y tener que apoyarse en el dintel de la puerta, sacar la llave, equivocarse a la primera, porque había tres muy parecidas, abrir y que unas niñas felices lo estuvieran esperando. Eso era inimaginable. Hubiera sido demasiado terrible que algo humano habitara en la bestia que había torturado a tantos de mis conocidos, de mis amigos y de mis enemigos.
Su mansión no podía ser un apartamentico de un dormitorio en los Doce Plantas del Nuevo Vedado, con una mesita de centro astillada sobre la que desastreaba uno de esos adornos imposibles de yeso de dos peces espadas que entrecruzaban sus floretes en un amasijo informe. No. Tenía que ser una mansión de tres pisos en el Laguito, con posta de guardia que lo resguardara de las venganzas, de los rencores y los males de ojo. En las paredes había trofeos: mis dos dedos de la mano derecha, la nota de despedida apócrifa de Esteban, diciendo que se iba en una balsa en el 94, fotografía de decenas de ex estudiantes alcoholizados, y en una vitrina de nueve pies, pulcramente organizadas en columnas simétricas, cientos de bolas de cristal donde malbrillaban con un reflejo pálido, las esperanzas perdidas de las víctimas de las que más orgulloso se sentía: adoradores de la libertad, niños precoces con delirios de grandeza, pianistas homosexuales con problemas ideológicos, maestras idealistas de ideas oxidadas y otros animales míticos a los que había combatido y conquistado.
Cordero se alejaba, y su rastro baboso se perdía detrás de la esquina del bar de la calle Águila y Virtudes hacia San Lázaro.
Me levanté y lo seguí, la calle celebraba, las gentes se subían a las azoteas de los edificios y cortaban con cuchillos romos las cuerdas que cosían a las paredes las siniestras reproducciones derruidas con las que los habían obligado a cubrir las fachadas verdaderas de sus casas, y que, al caer, revelaban una exquisita arquitectura, las piedras nuevas, los estucos milagrosamente conservados por las tantas toneladas de apariencias que se había acumulado sobre ellas durante tanto tiempo.
Llegué a San Lázaro y había un tumulto. La gente se abrazaba y señalaba con los dedos hacia la alcantarilla. Me abrí paso y todavía alcancé a distinguir lo que quedaba de Cordero, que fluía, ya por fin, al lugar de donde nunca lo debíamos haber dejado emerger, gota a gota, impulsado por la gravedad de la ciudad despierta.