Las ciudades cambian, pero también nosotros que las visitamos y quizá más que ellas. Las ciudades nacen, crecen, envejecen, se deterioran, exactamente igual que nosotros, o bien se someten a operaciones de cirugía estética que arrasan barrios emblemáticos para edificar viviendas de lujo en su lugar. Las ciudades son seres vivos que nos sobreviven, salvo que sean derruidas por una hecatombe, y, aún así, renacen casi todas de sus cenizas.
Mi tercer viaje a New York nada tiene que ver con el que hice un año antes del fatídico 11 S, en el que recorrí sus avenidas fascinado y con dolor en las cervicales, ni con el de apenas siete años atrás, disfrutándola con la serenidad de lo ya conocido. Mi último viaje a la megápolis, que es un crisol de razas y culturas, se produce en un crudo invierno, con nieve en sus avenidas y temperaturas que rozan los diez grados bajo cero. Y la ciudad se me muestra en toda su dureza, una especie de monstruo urbano grandioso, Gotham oscuro, que exhala bocanadas de vaho desde sus entrañas.
He paseado estos días bajo la música frenética de las máquinas quitanieves, los camiones de bomberos, los patrulleros de la NYDP, las ambulancias y los vecinos que apartan la nieve con palas. No hay un momento de silencio en una ciudad que nunca duerme y siempre está parpadeando. He estado saltando entre charco y charco de los millones de baches, que nadie repara, de sus infinitas avenidas que la nieve y el hielo traicionero rellenan para que el desprevenido viandante ponga el pie en ellos y se hunda. Pero no he visto a un solo neoyorquino resbalar y caer al suelo, ni un solo roce entre los miles de coches que circulan por sus calles y se saludan a bocinazos, que deben de estar acostumbrados a situaciones extremas que paralizarían a cualquier otra ciudad del mundo.
Este tercer viaje he visto otra ciudad muy alejada de las postales turísticas por voluntad propia, porque hay muchas New York y conozco muy pocas. Así es que nada de subir al Empire, ni de ir a la Estatua de la Libertad, ni disfrutar del puente de Brooklyn más de lo necesario. Me he perdido por Chelsea, que parece un barrio de Bagdag en el que, sin embargo, hay lofts lujosos, salas de arte vanguardistas, tiendas de ropa de primeras marcas en hangares ruinosos. He recorrido las calles descuidadas de Greenwich Village en las que he echado de menos los artistas de antaño y de más la suciedad de ahora. He viajado a Polonia por la Bedford Av. de Brooklyn y, sin dejarla, un kilómetro más abajo, a las comunidades de los judíos jasídicos que tanto sufrieron los horrores del Tercer Reich porque eran pobres y no pudieron huir, que se identifican con sus singulares vestimentas y tocados y rezan constantemente haciendo honor a su nombre de piadosos. Y he paseado por las playas nevadas de Lonely Island, por donde algunos valientes esquiaban, otros pescaban acodados sobre un muelle de madera que se adentraba en el mar y la enorme noria permanecía quieta azotada por un viento gélido. Y de allí a Little Odessa y sus rusos que compran vodka en tiendas con caracteres cirílicos, restaurantes enormes y vacíos de la mafia rusa y tipos eslavos por las calles. He viajado a Chinatown, que sigue siendo uno de los barrios más fascinantes de la ciudad y está devorando a Little Italy, cada vez más little.
Me he recorrido New York en el mítico metro de extremo a extremo, contando las ratas que correteaban por sus vías y preguntándome por qué nunca remozan sus estaciones o limpian sus andenes pegajosos de suciedad. Me ha sido imposible cuantificar tanta belleza aunada en el Metropolitan o en el Moma, en los que, de ser neoyorquino, viviría en una jaima. He visto como unos negros la emprendían a puñetazos entre ellos, en un ajuste de cuentas, y pateaban al caído sobre unas cajas de cartón ante la indiferencia de los viandantes, que también era la mía, como si fuera la secuencia de una película, y grafittis en honor de jefes de bandas latinas muertos en una pelea antes de alcanzar los treinta años. He visto mucha pobreza en la calle, tribus de excluidos, que contrastaban con las buenas cifras que el país tiene en cuanto a desempleo. Mucha soledad en la ciudad más frenética del mundo, gente que habla sola o con desconocidos, que se reinventa una y otra vez, en donde enormes máquinas arrasan casas pobres para edificar en sus solares rascacielos que eleven la especulación hacia el cielo. He comido casi siempre mal, y rápido, como buena parte de los neoyorquinos que van con sus platos de comida basura en una mano y sus vasos de parafina llenos de café aguado en la otra, y he bebido cervezas a precios de artículos de lujo. Me he acercado al atardecer al río Hudson y al East River, a ver cómo ese diamante que es Manhattan se va iluminando gradualmente por la noche. He visto una manifestación en la que los manifestantes estaban acorralados literalmente entre vallas, como ovejas en un redil, para que no interrumpieran en ningún momento la circulación frenética de las avenidas.
Me sentí neoyorquino en mi primer viaje, también en el segundo, y, curiosamente, no en el tercero. La ciudad ha cambiado, pero yo, seguramente, he cambiado mucho más, quizá demasiado. Ya no soy el tipo del año 2000 deslumbrado por los rascacielos, que ahora apenas he mirado, y las luces de neón de Times Square cuyo parpadeo invadía la habitación de mi céntrico hotel. He perdido mi inocencia ante la Gran Manzana que estos días me ha parecido más la New York de Midnight cowboy, el drama de John Schlesinger con Dustin Hoffman y Jon Voight, en lugar de la deliciosa comedia de Neil Simon Descalzos por el parque con Robert Redford y Jane Fonda. Eso sí, la ciudad es puro cine, el más inmenso plató del mundo que ya ha visto uno miles de veces en las salas oscuras de los cinematógrafos.