La memoria histórica se atesora de muchas maneras. Por más que un episodio conflictivo se quiera hacer desaparecer detrás de una visión glorificadora, el pasado siempre vuelve por sus fueros y toma posesión de nuestro presente con arrasadora vigencia, con perentoria actualidad. Tal es el caso de la revolución floresmagonista de 1911 en Baja California. Ahora que se conmemora el centenario luctuoso de la muerte de Ricardo Flores Magón, su principal impulsor y guía, es tiempo de volver sobre ese movimiento armado y estudiarlo de nuevo desde otras perspectivas. Pienso que indagar hoy en día en la Revolución mexicana ayuda mucho si se hace desde la periferia de México, desde la frontera norte del país, lo que nos permite comprender mejor que este fenómeno, el de la Revolución mexicana, no fue uno sino muchos movimientos libertarios comprometidos con los cambios sociales, políticos, económicos y culturales que cada facción revolucionaria creía indispensables para salvar a nuestra sociedad del callejón sin salida que era la dictadura porfirista. Uno de esos movimientos libertarios fue el realizado, desde Los Ángeles, California, por el Partido Liberal Mexicano (PLM) bajo la dirección de los hermanos Ricardo y Enrique Flores Magón, alentando a sus seguidores, tanto en Chihuahua a fines de 1910 como en el Distrito Norte de la Baja California a partir de enero de 1911, a que acabaran con la tiranía del general Porfirio Díaz, pero no como un simple cambio de gobierno sino como una transformación radical en todos los órdenes de la vida nacional.
De esta revolución anarcosindicalista se ha escrito tanto y se ha entendido tan poco. Pero esto ya está cambiando a últimas fechas. La revolución que llevó a cabo el PLM ha sido estudiada como una anomalía frente al movimiento maderista, como una utopía irrealizable, como una campaña destinada al fracaso desde un principio, como un acto de filibusterismo. Pero pocas veces ha sido relatada desde el interior mismo del movimiento revolucionario y, sobre todo, desde la perspectiva fronteriza de sus integrantes. Es evidente que muchos historiadores locales y nacionales aún le temen al fantasma de don Ricardo, que aún no saben qué hacer con un revolucionario que no quería el poder para convertirse en un nuevo tirano, sino que deseaba que este, el poder, se repartiera entre todos los mexicanos, entre todos los miembros de la humanidad sin barreras de por medio, sin prejuicios de ninguna clase. Es significativo que sean los investigadores estadounidenses de origen latinoamericano los que la estén estudiando con mayor interés ahora mismo. Lo vemos en libros como Radicals in the Barrio de Justin Ackers Chacón y Bad Mexicans de Kelly Lyte Hernández, entre muchos avances significativos que se han llevado a cabo en los últimos años.
Digámoslo claramente: la revolución floresmagonista que aquí ocurrió fue un acontecimiento típicamente fronterizo. Y lo fue porque los miembros del PLM, todos ellos exiliados políticos de la dictadura imperante, todos ellos migrantes que trabajaban en los Estados Unidos esperando el momento propicio de volver a México para derrocar al sistema porfirista, organizaron su revolución en el sur de California, entre Los Ángeles y el valle de Imperial, y pusieron como objetivo de la misma el tomar el Distrito Norte de la Baja California, haciendo que su teatro de operaciones fuera la franja fronteriza a ambos lados de la línea internacional. Y no sólo eso: la revolución que pusieron en marcha en la parte norte de esta península fue contada, día a día, por la prensa fronteriza del otro lado por periódicos como el Imperial Valley Press, el Calexico Chronicle y el San Diego Union, además del propio órgano difusor del floresmagonismo: su semanario Regeneración. En este acervo hemerográfico podemos leer, desde una óptica de frontera, crónicas, reportajes, notas informativas, editoriales y entrevistas a los participantes de ambos bandos: los defensores de la dictadura porfirista, del gobierno federal, y a los insurrectos floresmagonistas, entre quienes destacaban revolucionarios mexicanos, mexicoamericanos, afroamericanos, estadounidenses y europeos, así como indios nativos de la entidad.
Para hacernos una idea de esta revolución voy a las fuentes periodísticas y lo que aparece es una revolución al estilo del arte contemporáneo, hecha para agitar a la sociedad, para llevarla al caos, la incertidumbre, la estupefacción. Me explico. Antes de 1911, hubo conatos revolucionarios en la frontera bajacaliforniana. En 1908, un grupo de inconformes con la tiranía llevaron a cabo un performance, un agit-prop de protesta en Mexicali. En vez de tomar el poblado fronterizo a sangre y fuego, como una partida de bandoleros del viejo oeste, decidieron realizar una escenificación política en una oficina pública. Así lo cuenta el San Diego Union en un artículo titulado «Estado de terror», el 7 de julio de 1908:
«Como ejemplo de lo amargo que es el sentimiento en Mexicali entre los simpatizantes de los revolucionarios. Se informa que el miércoles un grupo de cinco mexicanos se presentó en la oficina de correos y pidió tarjetas postales con el retrato del presidente. Después de recibirlas, los mexicanos se negaron a pagarlas y en su lugar escupieron sobre la imagen del presidente, luego rompieron las tarjetas en pedazos, arrojando los pedazos a la cara del administrador de correos, con una maldición para él y para el gobernante de México.»
Cuando se habla de la revolución floresmagonista se olvida este sentido del humor que permeaba muchos de sus actos, este sentido de burla contra la pomposa autoridad y las rígidas jerarquías de su tiempo. En su conducta y vestimenta, los revolucionarios mostraban a las claras la diferencia entre los atildados oficiales del ejército federal y ellos mismos. Muchos historiadores sienten un rechazo visceral ante quienes no se muestran decentes ni bien portados. Pero si examinamos al ejército anarcosindicalista, debemos sopesar la parte anarca, anarquista, de libertad sin cortapisas que representaron sus miembros en Baja California. Para ello debemos verlos como ellos mismos se veían. No eran soldados listos para el desfile, portando sus lustrosos uniformes, mientras la banda militar hacía sonar su música marcial. Los integrantes del ejército floresmagonista era gente del pueblo, muchachos mal vestidos, pero bien leídos en sus derechos fundamentales. Personas que se veían a sí mismos como la vanguardia de una humanidad más libre, más fraterna, más igualitaria. Una humanidad capaz de cruzar las barreras de clase social, de raza, de lenguaje, de cultura, para unirse con otros, compatriotas o extranjeros, por el bien común, por la causa justa. Pero vistos desde las miradas prejuiciosas de los ciudadanos de su tiempo, desde las valoraciones de una sociedad que aquilataba el orden, la disciplina, la deferencia ante el gobierno en todas sus formas y manifestaciones, aquellos hombres y mujeres que rompían los estereotipos del buen comportamiento, del respeto a lo que importaba entonces: la riqueza, el poder, la casta militar, provocaban suspicacias, un miedo visceral porque desafiaban todo aquello que constituía las bases de su sociedad mercantil. Los miembros del Partido Liberal Mexicano que decidieron tomar las armas e ir a luchar al Distrito Norte de la Baja California creían en que lo que en realidad valía era el arrojo, el idealismo, la fuerza comunitaria, el abrazo solidario. Cuando los periódicos del otro lado los llamaron zarrapastrosos, harapientos, haraganes, sucios, ladrones de gallinas, forajidos o bandoleros, sólo estaban desnudando sus propios temores a todos aquellos seres humanos que vivían al margen de su sociedad y que, por ello, la carcomían con su sola presencia. Y si a eso agregamos que proclamaban una ideología anarquista, donde no había amos ni esclavos, donde no se respetaba todo lo que se consideraba sagrado e intocable, entonces vemos el espanto que provocaba su presencia en la frontera México-Estados Unidos y en diarios como Los Angeles Times. En el número de Regeneración del 11 de febrero de 1911, don Ricardo comentaba que el 5 de ese mismo mes, en el auditorio del Templo del Trabajo de Los Ángeles, ante miles de simpatizantes de la causa liberal se leyó una carta del escritor Jack London, donde éste respondía, en forma burlona, a los insultos del Times:
«Lo único que yo deseo es que hubiera más “roba-gallinas” y proscritos de la misma clase de los que forman la flamante columna que tomó Mexicali, de la clase de los que están heroicamente resistiendo las penalidades de las prisiones de Díaz y de los que están combatiendo, muriendo y sacrificándose en México actualmente. Me suscribo yo mismo como “roba-gallinas” y un revolucionario.»
Al contrario de los maderistas, que como bien dijo Gustavo Madero, hacían la revolución para cambiar al gerente de la empresa denominada México, los floresmagonistas lo que buscaban era dinamitar el sistema imperante, no cambiarlo, no reformarlo. En esa radicalidad política se fundamentaba su diferencia con respecto al resto de los movimientos revolucionarios que sacudieron nuestro país a partir de 1910. Sólo los zapatistas tuvieron un programa parecido, que estaba en colisión frontal con el ideal revolucionario maderista que se impuso hasta la caída y asesinato de Madero en febrero de 1913. Por otra parte, es lógico pensar en que a los floresmagonistas se les confundió con forajidos porque vestían como forajidos: con lo que encontraban por el camino, sin pensar en ideales de belleza o decoro. La suya era la cultura del vagabundo que nunca se detiene, del viajero en pos de una vida ajena a las convenciones sociales. Esa clase de cultura que los escritores beats popularizarían cuarenta años más tarde. Pero como revolucionarios, como migrantes, como exiliados políticos, en muchas ocasiones los anarcosindicalistas demostraron que se podía confiar en ellos a la hora del combate, al momento del enfrentamiento. Como revolucionarios natos, que vivían de su impulso por cambiar el mundo y transformar la vida de la humanidad, llegaron a ser los más rebeldes entre los rebeldes, los menos dado a soportar las órdenes de paciencia y de cautela de la gente al mando. Y a veces por ello ganaron la victoria. Y a veces por ello obtuvieron la muerte. pero su sola presencia en la frontera los hizo algo que hoy conocemos muy bien: celebridades. En una nota del Calexico Chronicle del 11 de febrero de 1911, a casi dos semanas de haber capturado Mexicali, Berthold, el jefe rebelde, era seguido por una multitud de periodistas y curiosos:
«El líder Berthold, con una escolta, se dispuso a cerrar los salones a las 8 en punto. «Le daremos a Mexicali lo que ustedes llaman un día seco», dijo con una sonrisa. Una multitud de curiosos seguía al destacamento mientras iba de una taberna a otra. Una veintena de maestros de escuela de todo el valle siguieron a Berthold. Una atrevida señorita acorraló al valiente líder cuando salía de un local y, con una sonrisa, le pidió que saliera al sol para poder hacerle una foto. «Vaya, vaya” -dijo Berthold-, “mira qué bigotes traigo. Déjeme tener tiempo para afeitarme». Pero la bella visitante temía perder su oportunidad, así que lo agarró de la manga del abrigo y lo sacó suavemente al sol, asegurándole que estaba haciéndole un gran favor. Y también se aseguró su foto instantánea.»
¿Cómo definir a los floresmagonistas que vinieron a liberar a Baja California de la tiranía porfirista? Tal vez hay que considerarlos como migrantes que querían regresar al solar nativo para cambiarlo desde la raíz, como seres fronterizos en sus modos de vida, en sus personalidades andariegas. Representan una variopinta comunidad en pie de lucha, cuyos trayectos vitales se dieron en continua fuga, en permanente ejercicio de su libertad. Entre ellos hay desde indios nativos de Baja California, como Emilio Guerrero, hasta miembros del sindicato Industrial Workers of the World, como Stanley Williams y Caryl Price, pasando por rancheros fronterizos como Rodolfo L. Gallego, cantores folklóricos como Joe Hill, defensores de los obreros del norte mexicano, como José María Leyva y Simón Berthold. Y a ellos habría que agregar a los miembros bajacalifornianos del Partido Liberal Mexicano, como Margarita Ortega. Pues no sólo fueron revolucionarios los que tomaron las armas y combatieron contra las fuerzas opresoras de la dictadura en Mexicali, Los Algodones, Tecate, San Quintín, El Álamo o Tijuana. También lo fueron los que llevaron a cabo, frente a las narices mismas de las autoridades porfiristas, labores de zapa, tareas de información, labores de contrabando de armas y municiones, de propaganda para su causa. Sólo así se puede valorar a esos voluntarios mexicanos, estadounidenses, afroamericanos, que se enlistaron en el ejército floresmagonista porque vieron lo mismo que advirtieron los periodistas del Imperial Valley Press en su editorial del 18 de febrero de 1911:
«El propósito de los insurgentes en México es obligar al gobierno a respetar la constitución y permitir al pueblo ejercer los derechos que la ley del país supuestamente les garantiza. No pretenden la destrucción del gobierno. Enarbolan la bandera mexicana y son leales a su país. Sus quejas son reales, y los agravios de los que se quejan son más graves para el ciudadano individual que los agravios que incitaron a los colonos americanos a la rebelión contra Inglaterra. Los estadounidenses de la frontera, que conocen a los insurgentes y sus propósitos y no están prejuiciados por los grupos con intereses estrechamente aliados con el gobierno de Díaz, están en plena simpatía con ellos y su causa. Incluso los funcionarios mexicanos de la mejor clase, cuando hablan en privado con los estadounidenses, declaran su creencia en la justicia de la causa insurgente y su confianza en el éxito final de la revuelta contra el mal gobierno y el ejército organizado.».
Por eso mismo, hay que contemplar al ejército floresmagonista como una reunión anarquista en plena frontera. Pero no hay que quedarse con el concepto de que todo fue en ellos ideología en plan libertario, sino que hay que ver su actuación como un ejemplo de lo que querían para todo México, especialmente cuando estuvieron controlando Mexicali. Veamos el primer ejemplo. Acabado de tomar este poblado por los floremagonistas, a los periodistas del Calexico Chronicle les interesaba saber cómo los revolucionarios iban a elegir a las autoridades, a quiénes iban a imponer para mantener el orden. La respuesta de Berthold y Leyva fue inesperada: «Lo mejor sería que los ciudadanos de allí convocaran una reunión masiva y eligieran un gobernador temporal, nombraran una lista de policías y mantuvieran el orden. Declaran que quieren que se haga justicia a todos». Tan sencillo y democrático como eso. El mismo día que los insurrectos llegaron a Mexicali, el 29 de enero de 1911, el edificio que más les interesaba tomar era la cárcel pública, el símbolo atroz de la dictadura porfirista, donde muchos de sus hermanos habían sufrido hasta lo indecible. Unas semanas después, Allen Kelly, el editor del Imperial Valley Press, visitó el edificio y descubrió que:
«Si alguien tiene alguna duda de que el adjetivo «bárbaro» describe con precisión a México y a su gobierno, que vaya a Mexicali y vea la cárcel que los insurrectos rompieron, cuando tomaron la ciudad, y que han dejado abierta desde entonces. Cuatro gruesas paredes de adobe y un pesado techo encierran dos pequeñas habitaciones, una para el carcelero y otra para los prisioneros. La habitación de los presos tiene unos 30 metros cuadrados. El suelo es de tierra desnuda y hay una pequeña ventana en lo alto de la pared que deja entrar la luz suficiente para hacer visible la oscuridad. Una excavación en el centro del suelo del tamaño de una tumba muestra que el mobiliario ha sido retirado. El mueble era un bloque de piedra enterrado en el suelo. En la piedra había un perno de anilla, al que estaba unida una cadena. El ocupante de la cárcel estaba atado a la cadena con grilletes en los tobillos. Alguien ha desenterrado la piedra y se la ha llevado como una reliquia de la barbarie.
Un prisionero, evidentemente estadounidense, dibujó en la pared de yeso un rudo dibujo de sí mismo encadenado a la piedra, y escribió debajo del dibujo que pasó noventa días en esa posición. Otra inscripción habla de diez meses pasados en el repugnante agujero. Las paredes de yeso están cubiertas con registros de encarcelamiento y comentarios escuetos sobre los horrores del lugar, la mayoría de ellos en inglés y algunos en español. Es costumbre en México mantener a los hombres en estos lugares «incomunicados», es decir, no dejarles ver a nadie más que a sus carceleros y ocultar el hecho de su encarcelamiento a sus amigos. Se les suministraba diariamente menos de lo suficiente para una comida decente.
La cárcel mexicana explica por qué los funcionarios fugitivos de papada gorda permanecen en el lado americano y apenas se atreven a mostrar sus malas caras a la luz del día. Hay hombres entre los insurrectos que han estado en esa cárcel. Las puertas de la cárcel están ahora abiertas de par en par. En una hay tres agujeros de bala. Los Insurrectos dispararon a través de la puerta cuando el carcelero se negó a abrirla, y un disparo fortuito alcanzó al hombre en la cabeza y lo mató.».
Quiero concluir diciendo lo obvio: los revolucionarios floresmagonistas son, más que figuras para odiar o glorificar, migrantes que creían en la posibilidad de un mundo más justo, de una sociedad donde nadie tenía que hacer lo que no quería. Por eso vinieron a Baja California. Pero no eran gente rígida sino austera, personas que comprendían que no todos estaban para cambiar el mundo, aunque así lo desearan, que la vida revolucionaria es una opción entre tantas otras para transformarse a uno mismo. El editor del Calexico Chronicle, Otis B. Tout, le tocó ser testigo presencial, el 17 de febrero de 1911, de un momento único en una calle polvorienta de Mexicali, apenas dos días después de la batalla que llevó a la derrota del gobernador Celso Vega, cuando este militar trató inútilmente de recuperar esta población sin conseguirlo:
«Un muchacho norteamericano de dieciocho años se acercó tembloroso al general Leyva esta mañana y le dijo que no se había dado cuenta de lo que hacía cuando se alistó en el ejército y que deseaba ser libre. «Claro», dijo el general, «no queremos a nadie más que a los que saben lo que hacen». Y le dio la mano al chico y le dijo que se fuera a casa y se portara bien.».
Es hora, creo, de ver a la revolución anarcosindicalista de 1911 en Baja California como ese gesto del comandante José María Leyva. Un acto de bondad entre las turbulencias del combate. Un gesto de respeto frente a las paradojas libertarias de la condición humana. No más. No menos.