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La pregunta del millón: ¿por qué escribo?

Escribo para que me lean, aunque sepa que la escritura es un vano oficio en una sociedad que no se atreve a leer.

Escribo para vivir aquello que no podría vivir en la realidad, porque mi vida y la de todos, muchas veces es tan trágica y tan absurda que tenemos que crearnos una ficción para vivir mejor: solo así nos sentimos satisfechos con lo que hacemos.

Escribo para que no salga el sol, para que siga lloviendo, porque me gusta la lluvia, porque ella pinta de gris el día y eso satisface hasta los apetitos más voraces. Ahí me gusta encontrar, en las desventuras humanas, una forma de recrear la vida, la escritura, los sentimientos de quienes quieren vivir un poco mejor.

Escribo porque no sé hacer nada más que me vitalice tanto, ni me desahogue hasta la impotencia de saber que eso, en el fondo, también me carcome. Esa paradoja es el Catoblepas que nos mencionó alguna vez Vargas Llosa.

Escribo para recordar mi vida como algo bueno, aunque sepa muy bien que no lo fue así    –ni lo es–, que me he alimentado de experiencias ajenas para creerlas como mías y así cubrir los vacíos que mis propias experiencias no pueden colmar.

Escribo para burlarme de mí mismo y de los demás, para reírme de sus defectos y compararlos con los míos, para ser egoísta, como siempre, porque, al fin y al cabo, para ser escritor se necesita un poco de soledad y un mucho de maldad, poco de realidad y un exceso de ego.

Escribo porque alguna vez escuché que los que escriben se desahogan con las palabras y viven mucho más, aunque esa vida no necesariamente sea real. Yo no he logrado desahogarme, pero al menos he podido respirar mejor. Al menos, un poco.

Finalmente, escribo simplemente para que me lean, me critiquen, me degusten y me digieran, y, sobre todo, para no ser olvidado.

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