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La invención del infierno

El cuento de la criada de Margaret Atwood

La canadiense Margaret Atwood nació en Ottawa en 1938 y es dueña de una extensa obra que reúne casi veinte novelas (entre ellas La mujer comestible, El asesino ciego, Oryx y Crake y Por último, el corazón), otros tantos libros de poesía, diez libros de cuentos, ensayos, guiones y obras de teatro. Generosamente galardonada (posee dieciocho títulos honoris causa, las mayores distinciones literarias de su país y el Premio Príncipe de Asturias de 2008), ha participado activamente en organizaciones como la Unión de Escritores de Canadá, el PEN Club (del que fuera presidente), la Academia Norteamericana de las Artes y las Ciencias, y la Birdlife International.

En la primavera de 1984 comenzó la redacción de la novela El cuento de la criada. “La escribí a mano, la mayor parte en anotadores de papel amarillo y después transcribí mi casi ilegible manuscrito con una máquina de escribir que tenía teclado alemán. El teclado era alemán porque yo vivía en Berlín Occidental, todavía con el Muro: el imperio soviético seguía firme y no iba a derrumbarse hasta cinco años más tarde”, evoca en la “Introducción” que escribió a propósito de una reciente reedición. Lectora voraz de libros de ciencia ficción, ficción especulativa, utopías y distopías, cuando se propuso desarrollar su historia, Atwood advirtió que “el género estaba lleno de precipicios, entre ellos la tendencia a sermonear, el desvío a la alegoría y la falta de plausibilidad. Si iba a crear un jardín imaginario quería que los sapos en él fueran reales”.

El libro se ubica en una tradición literaria que parece haber revivido en los últimos años. Autores como J.M. Coetzee y J.G. Ballard han recuperado el espíritu de Un mundo feliz, de Aldous Huxley, de 1984, de George Orwell, e incluso de El hombre en el castillo, de Philip K. Dick, y acaso ello responda a un oscuro pesimismo que se ha reinstalado en el presente: no son pocos los países donde se hace palpable la amenaza de repetir experiencias políticas que parecían extinguidas, y donde se retrocede en el plano de los derechos civiles en tanto se reivindican ideologías que hace apenas medio siglo provocaron verdaderas catástrofes. El cuento de la criada es un vaticinio en sí mismo, imaginando un futuro asfixiante y absurdo, en el que su “normalidad” entraría hoy en el terreno de lo aberrante. Y es la propia escritora la que mejor explica el fenómeno: “Somos mucho más hábiles para fabricar distopías, que para buscar utopías. Porque somos más hábiles para crear el infierno que para inventar el cielo”.

Mujeres que pertenecen

Una dictadura cristiana fundamentalista se ha establecido en la región de Nueva Inglaterra, noreste de Estados Unidos, y ha fundado la República de Gilead. Allí, en un territorio cuyo centro se puede ubicar en Cambridge (Massachusetts), muy cerca de Salem, se erige una sociedad teocrática de fuertes e impermeables castas que responden, en rigor, a las necesidades de procreación y mantenimiento de la especie. Durante años la contaminación ambiental, los accidentes nucleares, los tóxicos agropecuarios y la represión religiosa han ido diezmando la especie y volviendo estériles a miles de mujeres. Ahora la sociedad es dirigida por los Comandantes, que tienen a su servicio una serie de grupos represivos y de vigilancia: Ángeles, Ojos, Tías, y una casta de Criadas destinadas a la reproducción, cuerpos fértiles en donde aquellos intentan sembrar su descendencia con la complicidad (y ante la mirada) de sus estériles Esposas, quienes siempre visten de azul. Los fundamentos de estas prácticas tienen origen en la Biblia, en la historia de Jacob y sus dos esposas, Lía y Raquel, y las sirvientas de ambas.

Las Criadas, vestidas con largas capas rojas y enormes cofias blancas, llevan el nombre de sus Comandantes: Deglen (of Glen), Dewarren (of Warren), etc. La preposición posesiva denota un orden, una pertenencia, una función específica que ellas no pueden violar a riesgo de ser deportadas a las Colonias, regiones similares a vastos campos de concentración, o directamente amanecer colgando de uno de los altos muros de la ciudad. La historia es narrada por Defred, una mujer de treinta y tres años que dejó en el pasado un esposo y una hija, a quienes no ve desde que fue atrapada y entregada a su Comandante. La esposa de este, Serena Joy, fue una cantante lírica, ahora avejentada y melancólica, que deambula por la casa en silencio y al acecho.

Todo lo que alguna vez fue parte del mundo anterior, desde el trabajo femenino, el maquillaje, las revistas de moda, el tabaco y el alcohol, están férreamente prohibidos. “En el libro”, comenta la autora, “la Constitución y el Congreso ya no existen: la república de Gilead se construye sobre las raíces puritanas del siglo XVII que siempre yacieron bajo el país moderno que creemos conocer”. Defred oscila entre la evocación de aquella modernidad perdida y la negación de su presente brutal.

El lugar roto

Me pongo de pie en la oscuridad y empiezo a desabotonarme el vestido, Entonces oigo algo dentro de mi cuerpo. Me he roto, algo se me ha partido, debe de ser eso. El ruido sube y sale desde el lugar roto hasta mi cara. Sin advertencia: yo no estaba pensando en nada”, dice Defred a mitad de su opresivo relato. La resistencia al régimen, según las noticias que le llegan rara vez, es cada vez más débil, aunque cada tanto alguna de las otras Criadas se acerca con un dato esperanzador. Pero la única salvación posible sigue siendo huir a Canadá, aún con la certeza de que ser capturado y muerto es la misma cosa.

A lo largo de las páginas Defred ira desarrollando un extraño vínculo con su Comandante, ajeno a los roles que los unen una vez al mes, lo que aumentará su situación de vulnerabilidad. Una noche, encerrada en su habitación, y en el zócalo de su vestidor, encuentra una leyenda en latín, escrita por la anterior ocupante: Nolite te bastardes carborundorum, algo así como “no dejes que los bastardos te hagan polvo”, y la frase la golpea y, a la vez, le ofrece algo de consuelo.

El cuento de la criada está destinado a ser uno de esos libros que atraviesan décadas con una respuesta nueva para cada momento histórico. Fue escrito bajo la sombra del régimen de Erich Honecker en la desaparecida República Democrática Alemana, pero hoy podemos leerlo como un alegato contra algunas barbaridades de este presente. La novela fue llevada al cine en 1990 con guion de Harold Pinter, dirección de Volker Schlöndorff y actuaciones de Natasha Richardson y Robert Duvall. El año pasado año se filmó una notable serie con las actuaciones de Elizabeth Moss (Defred) y Joseph Fiennes (el Comandante), que obtuvo ocho premios Emmy, entre ellos a mejor serie dramática, mejor actuación femenina y mejor guion.

El cuento de la criada, de Margaret Atwood, editorial Salamandra, 412 páginas

 

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