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La Iglesia de la Vida Perpetua promete vivir para siempre

Esa noche, los famosos naranjales de San Agustín murieron durante la tormenta. Cuando sonó el teléfono, yo ya me encontraba sentado frente al muelle. Estaba amaneciendo, pero aún los postes derramaban luz artificial, creando el ámbar característico de las madrugadas; resplandecientes, sembrando su radiación en los charcos helados de las calles. Al fondo, una joven de cabellos azules temblaba frotando sus palmas, buscando ansiosa acurrucarse en el interior del abrigo grueso y largo de su acompañante. Salía vapor de sus bocas cuando reían. La pareja se balanceaba sobre un muro de concreto descuidado, tatuado de aerosol, con citas en los pedruscos que anunciaban que el final estaba cerca. Ese muro alto rodeaba la bahía principal de Hollywood y servía para separarnos del agua. Yo me imagino que ellos esperaban el momento en donde el sol pestañearía para derramar su ocre fundido sobre el mar.

El teléfono sonó una vez más. Me quité los guantes y le atendí. “Estoy allí en cinco minutos”.

Claudine tenía la voz ronca. Iríamos juntos a la ‘misa’ que se ofrecía en homenaje a su hermano. Victor había alcanzado una metástasis severa. El origen había corroído el centro de su cerebro. Desde el principio dijeron que sería inoperable. Al llegar a la Iglesia, guardamos un instante dentro del coche. Nos miramos. Sus ojos grises estaban dispersos. Deprisa se montó sobre mis piernas para besarme la boca mientras abría mi pantalón. Me decía en susurros lo crucial que era sentir otra cosa que no fuera el espanto que se taladraba en su pecho; minutos antes, conduciendo en un estado de crisis frenética, fantaseaba con cambiarse al canal contrario para matarnos, apostando llevarse a alguna que otra familia. Me vacié dentro de ella. Compuso su falda y corrigió su maquillaje. Tan pronto culmine la ceremonia de Victor, tomaremos el jet privado de su padre al estado de Arizona. Allí nos conducirán al desierto. Al final de esa tarde, Claudine dirá adiós a su hermano antes de que lo almacenen dentro de un cilindro de aluminio rebosado con nitrógeno líquido, para petrificado a un estado de congelación extrema; inerte, hasta que alguien logre reanimarlo en el futuro, o por lo menos, logre transferir su alma al nirvana de la inteligencia artificial.

Cuando entramos al templo, nos dirigimos hacia el altar. Allí, el padre de Claudine, el Dr. Dipnarine Maharaj, ingeniero genético y exitoso empresario, conversaba con el ‘inmortalista’ y fundador de ésta, ’La Iglesia de la Vida Perpetua’, William Faloon. Una joven voluntaria que velaba por los recién llegados nos entregó un panfleto. Tomé asiento junto a Claudine mientras el lugar se llenaba de gente. El contenido del panfleto venía decorado con letras doradas sobre un fondo azul oscuro. El ‘transhumanismo’, ahora una doctrina religiosa, anunciaba que solo a través de la indivisible unión entre la ciencia, la tecnología y la religión, podremos recorrer el camino a la inmortalidad física. “¿Por qué tienen un retrato de Ponce de León en este folleto, Claudine?” – “Porque Ponce de León buscaba la fuente de la juventud cuando descubrió por accidente al estado de la Florida”. Traté de contener la risa. Claudine solo sonrió. Ese sería el mismo explorador español quien en el delirio de su lecho de muerte, confesaría que un gran tesoro para el ser humano yacía justo debajo de un naranjal, el primer naranjal, sembrado por él mismo hace más de quinientos años en el corazón de un pueblito floridiano, llamado San Agustín.

El Dr. Maharaj dirigió la palabra a los presentes desde el podio. La ojos grises de Claudine volvieron a ser dos transparencias hacia un vacío profundo que se hacía cada vez más negro e interminable. Su padre, a pesar de los esfuerzos para mantener la compostura, descarrilaba su voz al detallar como su hijo se embarcaría esa misma tarde a una aventura que lo resucitaría más allá de su tiempo en la tierra, y se emocionaba al imaginarlo abriendo suavemente sus ojos, para recibir el resplandor.

Detrás del padre había una gran pantalla que proyectaba las memorias de Victor. Una de las imágenes más antiguas me descubría de niño jugando a su lado. Victor y yo crecimos juntos. Al escaparnos de la escuela, tomábamos largas caminatas para recrear nuestras escenas favoritas dentro de los cómics y las novelas ‘pulp’ que él celosamente coleccionaba. La que más valoraba de su colección era una titulada,  ‘The Jameson Satellite’, de la serie ‘Amazing Stories’; popularizada por Isaac Asimov al describirla como, ‘una de las más hermosas y escalofriantes ventanas del futuro’; narraba la historia de un científico de apellido Jameson, poseído por la lujuria de conservar su cuerpo intacto para siempre. Jameson decidió dispararse al espacio en un cohete diseñado para preservarlo muchos años después de su muerte. Fue descubierto congelado, flotando a la deriva en la galaxia; y despertado por una raza extraterrestre cuarenta millones de años después.

“Papá” -susurró Claudine cuando brincó para acudir a su padre, mientras varios colegas lo asistían a recomponerse. Esa palabra me retumbó en las entrañas, un susurro desgastado, estoy seguro, por gritar tanto en los momentos cuando nadie la veía.

Algunos invitados de lujo aprovecharon para dar su opinión. Investigadores reconocidos en diversos campos de la medicina y la ciencia, compañeros del Dr. Maharaj, anunciaban que nacía una nueva naturaleza que volvería a la muerte obsoleta. Además de hablar sobre la ‘criogenización’ para aquellos que no podían esperar y ansiaban vivir enternamente, también se tocaron apasionadamente otras alternativas que estaban a la vuelta de la esquina, como la de ‘mapear’ la memoria y la conciencia para así transferirnos a servidores digitales. Se habló de calcar el alma y colocarlas en máquinas dormidas para luego despertarlas, tal y como la ciencia ficción lo ha venido prometiendo. Es importante destacar que, dentro de toda esta demencia, los protocolos expuestos por los colegas del Dr. Maharaj resonaban con mucho sentido. Justo recordé aquella polémica respuesta de Mark Zuckerberg durante las conferencias de ‘Techcrunch Disrupt’, celebradas en San Francisco, hace varios años atrás; una respuesta soberbia y peligrosa, más que una respuesta, una advertencia arrogante, con la misión de acabar con la palabra de un pobre y desconocido estudiante de teología, quién en público lo retó para que elaborara sobre el presunto abandono de la ética en la carrera por la inmortalidad, prácticas y métodos cuestionables que tomaban parte en laboratorios financiados, no solo por su plataforma social, sino también por el gigante Google; a lo que el joven billonario respondió con aires de conquista, que de seguro existía un deseo colectivo, el del vivir para siempre, y que en el futuro cercano, quién dominara el proceso para la extension de la vida, dominaría el sueño absoluto del ser humano.

Cuando salimos de ese lugar, ya nos esperaban para llevarnos al aeropuerto de Fort Lauderdale. Debíamos tomar el jet privado a las instalaciones de Alcor, el instituto criogénico en Scottsdale, Arizona. Al despegar, reconocí que Claudine estaba mucho más serena. Conseguimos alivio en los temas que tanto nos apasionaban a ella, a Victor y a mí. Su padre también los disfrutaba. Me confesó como sería su reflejo y el lugar donde viviría su ‘avatar’ dentro de miles de años… “Yo disfruto mucho las tormentas asesinas durante los eclipses. Cuando todas las lunas se alinean me acuesto cerquita de la costa, quietecita sobre un pasto que parece hecho de mercurio rojo. Me relajo y respiro muy hondo ese polvo de cristal que queda suelto en el aire. El cielo se alumbra con un oleaje de fuego, y las nubes comienzan a encandilarme. Aprieto con fuerza los ojos. A pesar de que ese evento celestial chorrea toda su radiación encima de mi cuerpo, por dentro todo se enfría y me voy quedando dormida. Cositas extrañas y peligrosas comienzan a moverse en el interior de esta cabecita de ‘cyborg-punk’; de cableado traslúcido, relleno de una pasta eléctrica bombeada por un corazón, que aún, a pesar de diez mil millones de ayeres, sigue siendo humano”. Solté una carcajada mientras el jet giraba para aterrizar y el sol amarillo de la ventanilla iluminaba de oro sus ojos.

El padre firmó los documentos y Claudine besó la frente, aún tibia de Victor. Un joven que llevaba una bata de laboratorio negra tomó los papeles en sus manos. El padre abrazó con fuerza a sus hijos y se retiró siguiendo los pasos del chico de bata oscura. No había nadie más en el ‘Gran Salón de Luz’, o como se le llamaba a ese espacio que tenían para que las familias pudieran despedirse. La estructura imitaba el interior de una vasta catedral vacía, toda envuelta por dentro como por una especie de ‘blanco plateado’ que terminaba, a ambos extremos, en idénticas puertas de vidrio.

Victor besó a su hermana y giró para verme. “Hey, tengo algo para ti, pero solo puedes abrirlo cuando me hayan apagado”. Yo me mantuve alejado de ellos, no quería acercarme más, pero Victor caminó hacia mí y me abrazó. Mi corazón, ese corazón que era de humano como el de ‘Claudine-Cyborg-Punk’ me reventaba las costillas. Apreté a mi amigo con fuerza. Escuché a su hermana sollozar. Victor me miró fijamente, “… recuerda, solo hasta después de que me hayan apagado …”

Regresó a su hermana. Se sonrieron mientras juntaban sus frentes por varios segundos. Se alejó de los dos  avanzando hacia las puertas de vidrio que le esperaban al fondo. Las abrió, se detuvo, miró, cruzó a su izquierda y desapareció.

Cuando abro el pequeño paquete, descubro su regalo. Una novela gráfica manoseada y descolorada, su más preciada, sobre un soñador que, luego de haber dormido durante millones de años, despertó al otro lado de la galaxia. Hoy me pregunto si quizás no somos más que un sueño perpetuo de Victor. Uno que él imagina dormido, mientras descansa en paz, flotando dentro del hielo.

 

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