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La identidad escurridiza del ensayo

Las definiciones más legitimadas del ensayo literario se han constituido desde la negación. ¿Lo sorprendente? Este es uno de los pocos puntos en la historia de la humanidad en el que se han puesto de acuerdo, durante siglos, europeos y latinoamericanos, capitalistas y socialistas, primer y tercermundistas.

En la carta a Leo Popper, escrita en 1910 bajo el título “Sobre la esencia y la forma del ensayo”, el húngaro Georg Luckás definió el género a partir de sus divergencias con la poesía. Aseguró que cualquier semejanza que señalara sería “solamente el fondo sobre el cual se destaca la diferencia de manera más nítida”. Medio siglo después, el teórico alemán Theodoro Adorno, influenciado por la moda del Marxismo, dijo que “el ensayo es más dialéctico de lo que es la dialéctica cuando se expone a sí misma”.

En la Argentina de principios del siglo XXI, Beatriz Sarlo hizo su aporte: “el ensayo no puede resumirse en sus partes. Éstas se sobreimprimen, reaparecen sin sintetizarse, desaparecen sin explicación”. Ana Vián Herrero escribió, en 1994, un artículo titulado “La más íntima ley formal del ensayo es la herejía”, una idea que retomó Lilliana Weinberg, en 2006. Cuando la mexicana catalogó al ensayo como herejía, pretendió crear una sentencia contundente, que cuajara, de manera espectacular, las negaciones que compiten por una posible definición del género.[1]

Lo extraño es que estas investigadoras se arriesguen a homologar el ensayo con un referente cargado de significación religiosa, que, en ese mismo sistema de interpretación, tiene un castigo divino (institucional, institucionalizado) como premio. En el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, herejía es “error en materia de fe, sostenido con pertinacia”, “sentencia errónea contra los principios ciertos de una ciencia o arte”, “disparate, acción desacertada”. El género, lejos de ser alguno de esos humanos desaciertos, se ha impuesto a los intentos de definiciones estructurales de principios del siglo XX; ha trascendido las innumerables definiciones generalizadoras del siglo XXI, pero se ha convertido en una especie de no sé qué que siempre queda balbuciendo, como diría el poeta. Nadie ha dicho la última palabra al respecto. El ensayo ha vivido siglos en la búsqueda de una identidad demasiado escurridiza.

La culpa probablemente es de Montaigne. Cuando en el siglo XVI otorgó por primera vez un nombre al ensayo, lo redujo —con rampante hipocresía— al espacio “doméstico y privado”. Juró “de buena fe” que sus escritos estaban dedicados “al particular solas de parientes y amigos”. Todo en una nota que, sin embargo, destinó “Al lector”. Desde entonces, definir el ensayo es auténtica obsesión de algunos, ejercicio ocasional de otros… modo de vida de unos cuantos. De ahí que los plurales criterios que cohabitan se han producido en ocasiones, como en el caso del mismo Montaigne, más por conveniencia circunstancial que por consenso general.

En el presente casi nadie reconoce a los diarios como espacios de publicación de ensayos, a pesar de que, desde finales del siglo XVIII, fue en el Papel Periódico de La Havana, donde los presbíteros José Agustín Caballero y Félix Varela publicaron con asiduidad este tipo de textos. Sus temas diferían. Al escribir sobre literatura, costumbres y política se convirtieron en precursores de la incipiente nacionalidad cubana y en los primeros autores de ensayos criollos.[2] Algo similar, en cuanto a la preocupación por consolidar una identidad nacional, se produjo en México, con los trabajos sobre lenguaje, costumbres y actualidad social, publicados por escritores como Francisco Zarco, Manuel de Altamirano y Manuel Gutiérrez Nájera en diarios y revistas de finales del siglo XIX.[3]

Es complejo analizar la ruptura de estas mediaciones en la publicación de ensayos y en su recepción por parte del público y de la crítica. ¿Se transformó primero la definición del género o se mercantilizaron los soportes de publicación?

En la actualidad, los medios masivos tienen la inmediatez como sinónimo primero de calidad. Desde la década de 1980 manuales periodísticos como los de Vicente Leñero, Carlos Marín y José Luis Martínez Albertos mostraron una visible obsesión por retomar el análisis de la noticia como deber ético. Pero desde entonces a la fecha, nada cambió. La objetividad periodística acabó yéndose por el caño cuando se afianzaron las políticas editoriales de los grandes medios en los intereses comerciales de sus propietarios. Los ensayos se volvieron ejercicios de pensamiento cada vez más incómodos, rupturas sistémicas. El análisis —en soportes impresos, televisivos, radiales, digitales— quedó relegado a espacios puntuales de opinión, los primeros excluidos de la plana cuando llegan noticias de última hora.

La situación se radicaliza cada vez más. Al main stream, dominado por las modas del mercado, no le interesa fomentar el ejercicio de pensamiento que propone el ensayo. Por eso en determinados espacios públicos, la exclusión del género se produce de manera “natural”. La Academia y las revistas especializadas han heredado con reticencias esa manzana de la discordia, para disfrazarla en muchos casos de frivolidad o de densidad científica. Condenado a los extremos, para no morir, el ensayo ha tenido que adaptarse a nuevos tiempos, nuevos modos de escritura y sobre todo de lectura.

La editorial Anagrama premia humor e innovación en su afamado concurso anual. Anagrama se lanza a veces, como boxeador agotado, contra las cuerdas de lo superficial. Mientras, Carlos Oliva publica “El crimen de Ayotzinapa. Violencia y actualización de la esencia del Capital” en un sitio web universitario, sin repercusión alguna en los motores de búsqueda de internet.[4]

A medio camino entre el teatro y la novela —lo menos y lo más vendido respectivamente—, el ensayo necesita sobrevivir en el mercado editorial. Sus esperanzas permanecen quizás en la autenticidad con que se ha resistido a una definición cerrada. Pues, para sobrevivir, el mercado parece necesitar de un híbrido como el ensayo, que pueda ser ligero o profundo, simpático o serio, ilustrado o plano, según convenga. El mercado parece regido, en primer término, por la enajenación. A los grupos de poder conviene que el tipo de lector fomentado por la industria del ocio sienta la necesidad de olvidar el mundo en crisis que lo rodea. Adorno me daría la razón si el Marxismo aún estuviera de moda.[5]

A la confusa legitimidad del género contribuye la idealización a que han estado condenadas las personas que escriben ensayos. Da la impresión de que solo pueden ser llamados ensayistas quienes sean acogidos por la crítica como lectores extravagantes, arriesgados y con buena pluma, como Jorge Luis Borges. O quien sean capaces de inventarse las coincidencias esotéricas más extravagantes, como Ricardo Piglia.[6]

Aunque, hablando claro, al ensayista también puede salvarlo de las ruinas del olvido la suerte de ser un bonito cadáver… Alejo Carpentier, Victoria Ocampo, Virgilio Piñera, forman parte de una lista de muertos ilustres que obtuvieron póstumamente su lugar en el panteón de los ensayistas. Por exceso, muchas de sus apresuradas crónicas periodísticas son incluidas hoy en antologías de ensayos, referidas y ensalzadas como tal. Buena muerte, la autora más exitosa e irrebatible de todos los tiempos.

Pero ¿qué característica comparte el ensayo con otros géneros literarios, que le permite apoderarse de ellos, elevarlos a la categoría de pensamiento, quitarles el despreciado cartel de periodismo y legarlos al futuro? Los géneros más vulnerables a tal proceso de “depuración” son sin duda la crónica (costumbrista, de viajes, roja); el testimonio breve (circunscrito a una experiencia determinada); el comentario, la crítica (mejor si es literaria, mejor aún si el libro criticado es exitoso).

¿Qué comparten éstos géneros con el ensayo? No es el tiempo de la enunciación, ni la extensión. Comparten el valor de esa “voz autoral [que] pesa mucho en el ensayo y se apoya en un yo que, alojado en el lenguaje, permite dar anclaje a nuestros actos de habla: el yo se nos muestra así tanto en su dimensión privada como social y universal”, asegura Weinberg.

Esto probablemente también es culpa de Montaigne. Sobre las pretensiones de sus ensayos escribió: “Quiero que en él me vean con mis maneras sencillas, naturales y ordinarias, sin disimulo ni artificio: pues píntome a mí mismo”. Aunque —de nuevo— el introito sirvió como pretexto para ordenar, en un libro convencional, un montón de textos enunciados en primera persona, con su experiencia individual como supuesto origen.

En 1924, Victoria Ocampo publicó De Francesca a Beatriz. La crítica coincide en que empleó el análisis de La Divina Comedia para reflexionar sobre una relación de adulterio que vivía. El texto tuvo un “Epílogo de Ortega y Gasset”, que lo avaló frente al mundo intelectual de la época. Mas el filósofo español manifestó su desacuerdo con la excesiva autorreferencialidad de la ensayista. Según Beatriz Sarlo, esto fue catalizador para que Ocampo dejara a un lado su comprensión de la literatura como expresión íntima y comenzara a concebirla en un sentido dialógico, grupal.[7]

Lo curioso es que, a pesar de la transformación, Ocampo no solo conservó la autorreferencialidad en sus textos, sino que la evidenció con más fuerza, al convertir en marca de estilo el uso de la primera persona del singular como sujeto de enunciación. Recurso que no había empleado antes de manera tan evidente en De Francesca a Beatriz. “Contestación al epílogo de Ortega y Gasset”, “Carta a Waldo Frank” (documento fundacional de Sur), “Una visita a Cloud Hills”, “Sinónimo de París”, “La embajadora cultural”, son ejemplos de cómo se reafirmó, en toda su escritura ensayística, como desprejuiciada heredera de la primera persona del singular, empleada por Montaigne.

Pero la homologación implícita entre el autor y el yo en estos textos, no ha sido suficiente para catalogarlos como testimonios o autobiografías. Ella emplea este sujeto de enunciación, según Sylvia Molloy, para demostrar que la configuración de una voz femenina puede afianzarse de manera auténtica. O sea, como expresión de identidad literaria. Molloy señala como determinante para esta recurrencia cierto elemento de la personalidad de Ocampo:

Era como si, cuando la escritora vacilaba, entrara en acción la gran dama, con una seguridad que no tenía la escritora. Esta excesiva facilidad para cambiar de papeles encontró lugar en sus escritos, con resultados poco felices; a momentos de sorprendente acierto literario siguen recortes mezquinos y declaraciones arrogantes que a menudo llevan la marca de su clase.[8]

Para Weinberg, en el ensayo “el yo se puede referir a un individuo exclusivamente pero también puede dar lugar a un nosotros que abre a su vez múltiples posibilidades de asociación”.[9] Si la primera persona de Victoria Ocampo se constituye conscientemente como ejercicio de reafirmación estética literaria, en la obra de Alfonso Reyes el proceso se produce de manera más natural, mostrando las múltiples posibilidades del nosotros de la enunciación.

En 1917, el escritor publicó Visión de Anáhuac. Declaró que sería el primer capítulo de un proyecto titulado En busca del alma nacional, para hallar la misión de México en el mundo. Reyes construyó este acercamiento cultural y místico desde la primera persona del plural: “Finalmente, las estampas describen la vegetación de Anáhuac. Deténganse aquí nuestros ojos”.[10]

El exergo que introduce esta obra —“Viajero: has llegado a la región más transparente del aire”— es retomado por el autor en 1940, cuando escribe el ensayo “Palinodia del polvo”, que publica en 1951. La interrogación con que inicia este texto funciona como continuidad de Visión de Anáhuac: “¿Es esta la región más transparente del aire? ¿Qué habéis hecho, entonces de mi alto valle matafísico?”. El cambio se produce en primer lugar en la postura del ensayo: crítica el paisaje que antes había elogiado. Pero también en la conformación de la primera persona que enuncia. La acusación sobre el mal destino del Valle de Anáhuac toma fuerza al ser escrita en un yo singular, pero que efectivamente es simbólico por cuanto retoma el nosotros de la primera parte.

El tema específico de cada ensayo, la partícula de realidad sobre la que sus autores quieran reflexionar o dejar testimonio, luce mucho más determinante en el uso de la primera persona que la mediación del género mismo. El ensayo per se puede no determinar una enunciación en primera persona, no importa el número. Claro que cuando el sujeto de la enunciación del ensayo es la primera persona, ésta se distingue totalmente de una primera persona en los géneros de ficción, sobre todo por la carga de artificio tradicionalmente convenida.

El uso del humor como estrategia discursiva arroja luz sobre el manejo de la primera persona en diferentes géneros literarios. En Viajes a la América Ignota, Jorge Ibargüengoitia reúne casi una treintena de textos de diferente extensión. Todos comparten una voz ensayística en primera persona, pero esa persona oscila, sin aparente justificación, del plural al singular. El verdadero objetivo del autor es variar la intensidad de su excelente ironía. Cuando necesita mostrarse como víctima de una situación en extremo absurda, niega cualquier resquicio de pluralidad. La primera persona en estos casos lo asciende a un pedestal de héroe, lo distancia del error construyendo un plural subjetivo y general para los otros. Véase, por ejemplo, “Revolución en el jardín”.

Pero esta primera persona de la enunciación tiene muchos puntos en común con los narradores personajes de sus novelas Dos crímenes y Estas ruinas que ves. La principal variación de estos yo narrativos con respecto al yo ensayístico de Ibargüengoitia radica en la presentación de unos como personajes y de otros como el autor mismo, aunque en definitiva tampoco lo sea. El uso de resortes humorísticos imprime mayor grado de libertad a los métodos de enunciación literaria, una libertad que parece trascender cualquier concepto genérico.

La ausencia de exclusividad en el manejo de la primera persona como rasgo del ensayo es constatable también si se rastrea el tratamiento que determinados autores producen sobre un mismo tema, a partir de géneros literarios diferentes. Reitero: el yo de la ficción está definitivamente alejado del yo ensayístico. Son incomparables porque incluso cuando el ensayo evita explicitar su origen en una experiencia personal supone una cercanía al autor que está vedada en la ficción. Mas, sí valdría la pena preguntarse si esta diferenciación se produce más en el proceso tradicional de lectura que en el de escritura. Porque aunque en Los relámpagos de agosto Jorge Ibargüengoitia aluda a sí mismo como auténtico escritor fantasma de las memorias de José Guadalupe, ese Ibargüengoitia siempre será considerado un personaje de la narración marco de la novela, al que sería sacrílego homologar al autor en un estudio crítico.

Las diferencias entre los usos de la primera persona no radican por tanto en la enunciación gramatical, ni en el acercamiento a determinados temas; sino en la diferente gradación de artificialidad convenida para estos “yo” en sus respectivas construcciones, pero sobre todo en sus recepciones.

Alejo Carpentier recreó en su ensayo “El último buscador del Dorado”, la misma relación Tiempo-Espacio Americano que funciona como trama en su novela Los pasos perdidos. Su voz ensayística está en tercera persona del plural. En la novela, la voz narrativa está en primera persona, y es la del personaje protagonista. Escrito en forma de diario, Los pasos perdidos transmite un nivel de intimidad mayor que cualquier antecedente que el mismo autor haya creado en el tratamiento del tema. En 1965, poco más de una década después de la salida de la obra de ficción, Carpentier escribió un tercer texto para explicar su decisión de abordar ese espacio-tiempo. Estaba “alentado por un deseo de conocer el continente americano, sus riquezas y sus recursos, […] en el año 1947, hallándome en Venezuela, tuve el deseo de remontarme a la selva virgen, o sea, a la naturaleza del Cuarto Día de la Creación”.[11]

Optar por un narrador en primera persona del singular —bastante raro en toda la escritura de Carpentier, excepto en sus crónicas sobre La Habana—, responde al anhelo del autor por dejar testimonio, aunque fuera ficcionalizado, de su relación con el paisaje. Los pasos perdidos “no se trataba, como en Doña Bárbara, de poner un personaje másculo y violento en medio de la selva, trabado con fuerzas másculas y violentas, sino que era, sencillamente, un intelectual en contacto con la naturaleza primigenia del continente”.

Para Carpentier, la primera persona enunciadora de su novela permitía acercar al receptor a las reflexiones de ese particular personaje, alter ego de sí mismo. Pero en Venezuela, donde fue publicada por primera vez, la crítica lo acusó de haber perdido la vena literaria, de no haber escrito más que descripciones inconexas. El protagonista de Los pasos perdidos, construido como ensayista ideal, fue incomprendido porque la crítica no sabía —ni sabe—lidiar con ese tipo de anomalías estructurales. Como si el yo del ensayo solo pudiera ser el del escritor.[12]

El pacto alrededor del yo ensayístico luce inviolable. Borges, y más recientemente Piglia, resultan lectores concentrados en desplazar fronteras como estas, que se dan por seguras entre ensayo y ficción. Pero probablemente no han contribuido con la comprensión de estas “anomalía” literaria, porque un ensayo como “La biblioteca de Babel” quedó definitivamente incluido en el libro de cuentos Ficciones (1944), mientras el cuento “La mujer grabada” forma parte del conjunto de ensayos Formas breves (2000).

“Je suis Madame Bovary”, dijo Gustave Flaubert. “Mi teatro soy yo”, escribió Virgilio Piñera. Estas personificaciones externas de las obras de ficción son enunciaciones ensayísticas ejemplares. Cuando el 18 de marzo de 1857, Flaubert escribió una carta a Mademoiselle Leroyer de Chantepie, para negar la existencia de Madame Bovary y asegurarle que su personaje era puro invento, en realidad producía, en una sola línea, una compleja definición de su obra. Modelo de concisión que hoy podemos interpretar ampliamente gracias a las referencias que existen sobre el autor.

El yo ensayístico se muestra en estas expresiones más libre que el de la escritura de ficción. Con el uso explícito de esta primera persona en el ensayo, cada autor construye un puente de conocimiento hacia sus textos de ficción que paradójicamente también reflejan contextos y pensamientos propios. Esto prueba en efecto el valor enunciativo de la primera persona ensayística, pero no la ubica como cualidad intrínseca y absoluta del género. El ensayo es demasiado escurridizo para dejarse definir desde un solo recurso literario.

[1] Esta enumeración de definiciones de ensayo podría extenderse infinitamente, sobre todo porque todos los textos aquí citados, aportan en un mismo fragmento varios ejemplos. Cito el de Ana Vián, quizás el menos conocido de todos, desde Ana Vián Herrero, “La más íntima ley formal del ensayo es la herejía”, Compás de letras. Monografías de literatura española, 5 (1994), pp. 45-66.

[2] El 24 de octubre de 1970, en el primer número de la publicación, aparece una declaración programática: “A imitación de otros que se publican en Europa, comenzarán también nuestros papeles con algunos retazos de literatura, que procuraremos escoger con mayor esmero”. Al respecto, Max Henríquez Ureña ha escrito que “la crítica de las costumbres es uno de los temas más favorecidos por los colaboradores de la publicación. Los bailes públicos, el lujo de los carruajes, los convites familiares, dan motivo para los artículos en prosa. […] son muestra curiosa de estos ensayos que, no obstante su escaso mérito literario, tienen cierto interés como expresión de la época”. (Max Herníquez Ureña, Panorama histórico de la literatura cubana, Primer tomo, Mirador, Puerto Rico, pp. 76-77.)

[3] Me refiero a sus publicaciones en La Ilustración Mexicana, La República y otros periódicos de finales del siglo XIX. Los textos de Zarco aparecen recogidos con posterioridad en Francisco Zarco, sel. y pról. de José Woldenberg, Cal y Arena, México, 2004. Los de Altamirano pueden consultarse en Para leer la patria diamantina. Una antología general, sel. y est. prelim. de Edith Negrín, FCE-Fundación para las Letras Mexicanas-UNAM, México,  2006. Y los Manuel Gutiérrez Nájera aparecen recogidos en Manuel Gutiérrez Nájera, sel. y pról. de Rafael Pérez Gay, Cal y Arena, México, 1998.

[4] Carlos Oliva,  “El crimen de Ayotzinapa. Violencia y actualización de la esencia del Capital”, Universidad Autónoma de México, on line:

http://ru.ffyl.unam.mx:8080/jspui/bitstream/10391/4458/1/Violencia%20y%20actualizacio%CC%81n%20de%20la%20esencia%20del%20Capital.pdf, [consultado: 1 de junio de 2015].

[5] De los 108 originales recibidos en la edición 43º Premio Anagrama de Ensayo, correspondiente al año 2015, quedaron como finalistas: Culos inquietos, infinitos asientos, de Tomás Bartolini (seudónimo); La alquimia simbólica. Premios, literatura y mercado en España, de Ana Cabello; ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras, de Rita Fellini (seudónimo) y Memoria y conciencia en el acto de creación. Hacia una teoría cibernética de la creatividad, de Carlos García-Delgado Segués; todos autores españoles. Desde sus títulos se muestra una desenfrenada búsqueda de originalidad y renovación, que muchas veces excede el hallazgo mismo del pensamiento. “Premio Anagrama de Ensayo 2015”, recuperado de: http://www.anagrama-ed.es/premios/premio/anagrama, [consultado: 5 de junio de 2015].

[6] Piglia ha desarrollado un particular modelo ensayístico, que tiene a Borges como influencia indiscutible. Recurre constantemente a anécdotas personales para iniciar sus ejercicios de escritura, pero  sus anécdotas presentan muchas veces un sentido casi fantástico, que el escritor da como cierto. En este sentido, la diferencia entre Borges y Piglia es que cuando Borges emplea este recurso, incluye sus textos en libros de ficción y no de ensayos. Ver por ejemplo Ricardo Piglia, “Hotel Almagro” y “La mujer grabada”, Formas breves, Anagrama, Barcelona, 2000.

[7] El cambio de perspectiva contribuyó en definitiva a la gestación de su gran proyecto literario, la revista Sur (1931-1970).

[8] Sylvia Molloy, “El teatro de la lectura: cuerpo y libro en Victoria Ocampo”, Acto de presencia, Fondo de Cultura Económica, México, 1996, p. 105.

[9] Lilliana Weinberg, Situación del ensayo. Col. Literatura y ensayo en América Latina y el Caribe, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 2006. La investigadora abunda sobre estas idea en todos sus libros dedicados al ensayo (L.W., Pensar el ensayo, Siglo XXI, México, 2007 y L.W., Situación del ensayo, ob. cit.)

[10] Alfonso Reyes, “Visión de Anáhuac”, Alfonso Reyes, voz del autor, Cuarta edición, El Colegio Nacional, Universidad Autónoma de México y Cátedra Alfonso Reyes Universidad Autónoma de Morelos, México, 2004, p. 13.

[11] Todas las citas al respecto las he extraído de Alejo Carpentier, “La novela Los pasos perdidos y los relatos de Guerra del tiempo”, La cultura en Cuba y en el mundo, Letras Cubanas, La Habana, 2003, p. 70.

[12] Íbid, p. 72.

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