El mirofajo, de Manuel García Rubio
Manuel García Rubio nació en Uruguay en 1956, hijo de padres españoles que se habían exiliado en América Latina. Diez años más tarde, en oportunidad de una amnistía ofrecida por la dictadura de Francisco Franco a aquellos militantes republicanos que no hubieran cometido delitos de sangre durante la guerra civil, la familia regresó a su patria para establecerse en Asturias. Pero no obstante la temprana edad en desprenderse de su primer hogar, García Rubio sigue reivindicando sus orígenes, en particular cuando atribuye su pasión y dedicación por la escritura a Juan Carlos Onetti. “A quien leo y releo es a Onetti, para mí uno de los más grandes autores del siglo XX”, me confesó en una entrevista que le realicé en 2007. “Cuando empecé a escribir en serio, en mi juventud, lo tenía presente en cada renglón. Sus relatos breves o El astillero, La vida breve o Los adioses, me siguen fascinando. A veces pienso que sólo escribo por su culpa.” Y la presencia del maestro en su obra y en su vida ha seguido constante: en un reciente reportaje que le fuera efectuado a propósito del lanzamiento de su nueva novela, El mirofajo o las reglas del juego, el periodista le pide que elabore “un menú literario: entrada, plato principal y postre”, a lo que él responde: “de entrada, un relato de Chejov. De plato principal, Los adioses, de Onetti. Para postre, un poema de Fernando Beltrán”.
García Rubio dio a conocer su primera novela, El sentido de las cosas, en 1989. A ella siguieron El efecto devastador de la melancolía (1997), La garrapata (1998), Green (2000), España, España (2003), La edad de las bacterias (2005), Las fronteras invisibles (2005), Sal (2008) y La casa en ruinas (2012). Además ha escrito ensayos y relatos cortos publicados en varias antologías, tanto en España como en Uruguay. Ahora, la editorial Los libros del lince ha publicado un nuevo, cabal y deslumbrante ejercicio literario que sigue acrecentando una obra de primer nivel.
Todo tiene una razón
En el cuento “El traje nuevo del Emperador”, Hans Christian Andersen narra una historia divertida y no tanto: había una vez un rey vanidoso que solo se preocupaba por su apariencia. Llegados al reino dos mentirosos que se hacían pasar por tejedores, prometieron confeccionarle las más hermosas ropas, cobrando para ello un suculento adelanto. Pero estos nada tejían y hacían creer que lo hacían a todos los cortesanos y alcahuetes del rey, quienes por temor a ser castigados aceptaban ver lo que no había en un telar donde no había nada. Desnudo el rey en una procesión, también él aceptando ver lujosos ropajes donde había desnudez, solo un niño, a viva voz, se atrevió a decir que el rey estaba sin ropa, desarticulando desde su inocencia toda la humillación a la que tantas personas –incluso el rey mismo- se habían sometido.
Un niño parecido a este, y básicamente su padre, “un tal Kosyk”, sirven a Manuel García Rubio para el puntapié inicial de su historia, que plasma en un prólogo tan divertido y falaz como el resto del libro. Al parecer, Andersen se habría inspirado en una anécdota protagonizada en 1834 por el hijo de Kosyk, quien advirtió a los gritos al rey Antonio I de Sajonia que alguien le había pegado un monigote de papel en su espalda para burlarse de él. El rey, ni corto ni perezoso, fue expeditivo y, en lugar de investigar y castigar al culpable, encarceló en una prisión de Selbsthetrug a Kosyk y en un reformatorio a su hijo. Pero como no hay mal que por bien no venga, este hombre aprovechará durante unos cuantos meses a escribir una serie de cartas cargadas de recomendaciones que, con la ayuda de un carcelero, hará llegar al muchacho. Según el mismo prólogo, las cartas fueron halladas ciento setenta años más tarde en un falso techo de un antiguo reformatorio brandenburgués, y nuestro escritor las reúne para dar cuerpo a su novela.
En su correspondencia, Kosyk cuenta a su hijo que en su celda también está detenido un tal Karl, dibujante de profesión, que suele predecir el futuro, y que ambos son beneficiados por la presencia de un carcelero, un tal Friedrich, tan buen hombre que los alimenta casi a diario con las más variadas exquisiteces y les provee de velas, papel y tinta para escribir sus cartas además de mantenerlos conectados con el exterior.
La inteligencia y el estómago
Que unos personajes llamados Karl, especulativo, irreverente, audaz, y Friedrich, generoso y solidario (en alguna página también aparece un tangencial Mijail que los ayudaría a escapar), es acaso la primera broma de este delicioso relato, en el que Kozyk irá desgranando un cúmulo de consejos a cual más cínico, a modo de educación sentimental (e ideológica) de su retoño.
Poco a poco nos vamos enterando de que Kozyk es un acomodado burgués dueño de fábricas, un hotel, una serrería y varias propiedades que promete dejar en herencia al niño, en tanto espera un indulto que el emperador demora en firmar. Sus enseñanzas son varias, algunas originadas en su propia sabiduría e imaginación y otras derivadas de sus debates con Karl, casi nunca coincidentes y que suelen ocuparle horas enteras en el inhóspito encierro. Propiedad privada, herencia, dinero, lucro, trabajo, diferencia de clases, religión, son algunos de los ítem que abonan una pedagogía que va volviéndose cada vez más inmoral pero que, en manos del novelista, termina disfrazada de un exquisito manto de ironía. Y uno de los puntos centrales de esta didáctica sin descanso es la división del mundo en dos esferas: la de la Experiencia y la de lo Nombrado. En la primera, le dice Kosyk a su hijo, todo es fáctico y acaso más fácil de dominar o de aceptar; en la segunda, más imprecisa y caprichosa (el equívoco vocablo “mirofajo” es un ejemplo de su invención) es donde se deben demostrar todas las habilidades de un ser humano que se precie, sobre todo si posee la riqueza (y la voluntad) de un burgués. En definitiva, es donde el corresponsal puede (y aconseja) celebrar un elogio de la hipocresía, palabras mediante, todo destinado a conservar sus propiedades y su bienestar.
“El hecho de que aceptes algunos disparates como ciertos no ofende la inteligencia si gratifica al estómago”, le escribe Kozyk a su hijo, y esa es la más acertada síntesis de la fortuita escolaridad a la que el padre somete a su hijo. O no tan fortuita, porque otra de las virtudes del libro es la prospectiva que García Rubio va trazando a propósito de un mundo que parece tan lejano pero que no hace más que elaborar sus estructuras para depositarnos en el mundo de hoy: desigualdad, mentira, injusticia, gozo de pocos, miseria de muchos.
Y nuestro autor se permite además, en las dos últimas cartas, una preciosa vuelta de tuerca que desacomodará al lector ingenuo y provocará una fiesta en el lector perverso, valga la distinción elaborada por Julio Cortázar.
Todo un banquete.
El mirofajo o las reglas del juego, Manuel García Rubio (ilustraciones de Luis Pérez Ortiz, epílogo de Julio Anguita), Los libros del lince, Barcelona, 2016, 201 páginas.