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La Corbata

cronicas iLa corbata se escapaba entre sus nerviosos dedos, retorciéndose como una sierpe de tela cuyas convulsiones aumentaban con cada nuevo intento de anudarla . Un adelanto premeditado en el reloj despertador había empezado la mañana antes del alba, asegurándole tiempo suficiente para completar con holgura los preparativos de su entrevista.

Luego de varias vueltas al largo pedazo de tela, le dio el tirón final observando con desánimo que sus maniobras habían producido un nudo amorfo que daba a su esmirriada figura la imagen de un recién estrangulado. Lo turbó un leve entibiamiento, con el cual sus sensibles nervios le hacían notar su desilusión por aquel adefesio de nudo que acentuaba su manzana de Adán.

Mientras maldecía a los croatas por su estúpido invento (la cravatta), tomó una bocanada de aire y, desatando el nudo, sintió los primeros rayos de sol que al filtrarse por la ventana del baño rebotaban en su rostro, haciendo más evidente, ante el espejo, el color aspirina de su piel.

La sorpresiva luz natural le sugirió revisar su cruel reflejo: cara macilenta, pómulos cuya prominencia se debía más a la falta de carne que a excesos  óseos; sobre estos se escondían un par de ojos vidriosos y escudriñadores que, a pesar de su profundidad, dejaban notar una capilaridad rojiza que acentuaba el antifaz morado-mapache de sus ojeras; su nariz filuda, acostumbraba sudar por el vicio del rocoto y coronaba una boca casi sin labios que los nervios mantenían apretada, marcando la prominencia de su mentón aperillado, en el cual se notaban las sombras arena-mojada que la navaja temblorosa nunca terminaba de borrar.

Mientras desataba aquel torpe nudo, terminaba de recibir la cachetada del espejo que le mostraba su frente cubierta por un mechón de lacias greñas que asemejaban un penacho de crines, como en los cráneos equinos en descomposición. Se lamentó de olvidar la peluquería y también de no contar con brillantina o algún otro fijador que le ayudase a salir del trance, teniendo que recurrir al ‘jugo de caño’, el cual mezclado con la grasa natural de su cabello (único lugar de su cuerpo donde se podía encontrar), ayudaría a moldear decentemente su cabellera. Una vez peinado, empezó a repasar su imagen; no podía culpar a sus padres, el rostro que le legaron murió hace muchos años, cuando comenzaron a marcarse en él las huellas de su fogoso pasado revolucionario estudiantil, sus tensiones y dudas interminables, su paroxismo, sus alcohólicas amanecidas y una creciente psiconeurosis compulsiva, tan conveniente para su desempeño laboral. A pesar de todo aquello, traslucía una personalidad analítica, matizada con marcados visos de inteligencia, virtud que cultivaba con insistencia, empujado por la base genética de su sajona herencia materna.

“Uno… como tantos… y sé que hay muchos como yo también… empieza un nuevo día otra vez…”

Desde una radio vecina llegó la antigua tonada que lo sacó del trance, haciéndolo recordar el origen de su lucha diaria: “Uno de tantos…¡NUNCA!”.

El esfuerzo por ascender en la escala social se notó desde su primer empleo, en el cual logró despegar desde el nivel más raso hasta las escalas gerenciales, sin más ayuda que su extraordinaria capacidad de trabajo -que no conocía límites de tiempo- y una tremenda adaptabilidad que le permitía desenvolverse con éxito en los más hostiles ambientes laborales y en las peores condiciones. Esta última era quizás su virtud más gananciera, pues le permitió soportar y aprovechar a cuanto jefe se le puso encima, desde los más brutos hasta los más agudos, pasando por toda la gama de incapaces, sosos, intranscendentes, chabacanos, consentidores y tiranos, quienes habían llegado a esos puestos mayormente por relaciones familiares, prebendas y hasta a base de ‘tarjetas peludas’.

Sin variar su ética línea de conducta, lograba amasar una especie de éter, el cual moldeado con gran tacto y el metal de voz adecuado, se solidificaba en una pieza elástica cuyas muescas se acoplaban con precisión matemática al estilo de sus superiores, por más estrambótico que éste sea, sin llegar nunca a la lisonja o a la franela, propia de arribistas menos dotados.

Casi sin darse cuenta, había empezado otro nudo de una manera torpe. Parecía increíble que después de haber hecho en su vida la misma maniobra miles de veces, justo en ese especialísimo día no le achuntaba al más modesto nudo; pero lo más increíble era el no haber previsto la noche anterior la necesidad de dejar lista la corbata, tal como lo había hecho con su terno, su almidonada camisa blanca, correa-zapatos-maletín perfectamente lustrados; tres pañuelos: uno para el sudor, otro para los mocos y el tercero por si alguna dama (o un nuevo jefe) rompía en inconsolable llanto; su viejo y entrañable reloj de pulsera, aro matrimonial, calculadora, hojas de afeitar, colonias, desodorante sobacal y otro bucal, para su no recomendable aliento.

Todo pasó por inspección la noche anterior, pero no podía explicarse por qué nó la bendita corbata. Este pequeño olvido martirizaba su ego, más que el hecho mismo de no concluir el nudo satisfactoriamente. Nadie entendería que al gran maestro del análisis y de la previsión -quien solía malgastar su inteligencia recorriendo los cauces del más ínfimo problema hasta sus confines celulares- podría pasarle esta contingencia, cómo le pasó a él, quien se la pasaba repasando una y otra vez cada evento de su vida, calculando cada gesto y cada paso que iba a dar, para asegurarse los mejores resultados.

Tenía que finalizar tan amargas cavilaciones y lo logró aceptando el hecho de haber sido traicionado por sus nervios, aunque sabía que sus mejores performances las realizó al borde de una crisis nerviosa.

Revisó nuevamente el nudo: estaba más chueco que desfile de ciegos; maldijo, secándose el sudor que a modo de rocío le perlaba la frente, hecho preocupante, teniendo en cuenta su escasa capacidad hidrógena. Le echó la culpa a la corbata y simultáneamente desechó la idea de cambiarla porque era la única de su mediocre ropero que exaltaba el sobrio terno azul marino, tan recomendable para la entrevista – el azul irradia franqueza – ¡como para un bautizo mañanero!.

Como siempre la duda lo asaltó: ¿Caería bien la corbata con este terno?. Olvidando las veinte pruebas anteriores, se colocó el saco y comprobó nuevamente la correcta combinación de ambas prendas, alegrándose además por el inmaculado fondo que ofrecía su inmaculada camisa blanca, infaltable para cualquier inmaculado ejecutivo que se precie de serlo.

Volvió a desatar el nudo con la sensación de que la cosa se estaba convirtiendo en una enfermedad crónica. “¿Enfermedad? Sí… podría ser… quizás un síndrome nuevo… sí… el ‘síndrome del nudo de corbata’… justo ahora vine a contraer… esta maldita – esta maldita – esta maldita enfermedad’’.

Sintió sus síntomas: Dedos nerviosos, crispados;  sudoración ‘seca’, jaloneo exagerado, como si se quisiera ahorcar, y, por último, la necesidad de un tirón final (que dejó la tripa de tela como la cola de una cometa). No era ninguna absurda enfermedad, era su estimulada neurosis que degeneraba en hipocondría.

Una sonrisa, que más parecía cicatriz, se fue dibujando desde un costado de su rostro y se comenzó a abrir lentamente cual cremallera, dejando al descubierto su dentadura de marfíleo color pus; sus maxilares se desprendieron en seco, exhalando abruptamente un contrabostezo cuyo mínimo volumen de anhídrido carbónico delataba su exigua capacidad torácica, siguiendo en degradé seis nuevos – pequeños – secos – apagados golpes sonoros, sucesivos al anterior, y una mueca de estreñimiento con achinada de ojos y dos lágrimas que se quedaron en el intento. Un rápido cerrar de boca acabó con esta cadena de morisquetas que en él correspondían al proceso natural de su risa, producida al percatarse de los caminos estúpidos en los que estaba desviando sus pensamientos.

Luego de una leve inhalación, comenzó otra vez con lo que se estaba convirtiendo en su nuevo pasatiempo: hacerse el nudo de la corbata.

Sin querer comenzó a recordar sus épocas de escolar, uniforme comando, cristina, galones, insignia y … ¡CORBATA!.

Instructores de instrucción pre-militar , que le enseñaron a patadas a anudar corbatas, se presentaban en su mente con el mejor aspecto marcial: “Tome la medida correcta, vuelta adelante, vuelta atrás, otra vez adelante, pasar por el lazo y ya… ¡YA! …¡ YAAA !”

“Ya la volví – ya la volví – ya la volví a cagar” se dijo para sí al ver su nuevo nudo, con ese bi-repetido tartamudeo tan especial que matizaba, sin interrumpir, sus fluidas conversaciones.

La situación era desesperante. ¿Es qué estaba escrito que no debía presentarse a la entrevista?. Imposible; de aquella entrevista dependía el destino de sus últimos años de vida. Aquel empresario -con quien se entrevistaría- era uno de los principales del país, astuto, inteligente, y poderoso; aún así la quiebra de su grupo era inminente y él no debería ser afectado, para lo cual empezó a conformar un grupo de gente hábil, rápida, leal y con prestigio en el medio, para que cubran su retirada aún a costa del prestigio personal y el futuro de cada uno de ellos. Ofrecía mucho dinero y estatus, pero pedía a cambio la renuncia a todo miramiento u observancia de principios éticos y morales.

“Me había pasado meses pensando en si debía – si debía – si debía mantener mi posición y renunciar, o convertirme en otro integrante más de su mafia”.
“Estaba entre la espada y la espadota. Recordando a Nixon, todas las células de mi cuerpo rechazaban la idea de ‘mafiotizarme’, pero decir “no” equivalía quizás a quedarme en la ‘vil street’, lujo imposible dadas mis cargas familiares y mi falta de recursos naturales (herencias) que me hubieran permitido dedicarme a la ‘dolce far niente’…”


Ante su nueva obra de arte (no puedo llamarle nudo) no le quedaba otra cosa que desatar y planchar nuevamente la corbata, empezando otra vez la maniobra que se le estaba volviendo un tic.

No bien iniciado el ‘primo movimento’, se detuvo súbitamente mirando hacia su cama y divisando sobre el colchón un bulto amorfo que al desenrollarse se convirtió en su mujer. SU MUJER, ¡pero claro…! sus problemas de vestimenta ya estaban resueltos: Su querídisima, amorosa y atenta  mujer se encargaría del nudo. Se le acercó lentamente, cariñosamente, interesadamente… pero otra duda lo detuvo: ¿Es que alguna vez en su puta vida había visto a su mujer realizar el más insignificante nudo de corbata? ¿No eran ya bastante todas las discusiones acumuladas por meses (desde que le contó que pensaba cambiar de empleo), para empezar otra más por culpa de un cochino nudo de corbata?.

Su mujer era buena, comprensiva y de naturaleza muy simple, pero terca como una mula. ¿Y si le decía que cambie de corbata? ¿Y si le hacía un horrible nudo redondo?. Recordó a su suegro y a sus cuñados: ¿Cuándo tuvieron una corbata en el cuello? Ni siquiera recordaba haberlos visto con terno el día de su boda. Ni hablar. Mejor dejar a la señora en brazos de Morfeo. La necesidad del momento le exigía a una mujer más moderna , agresiva , con mucho mundo , recorrida , capaz de hacerle un nudo de puta madre… “Esa era – esa era – esa ES mi negra”.

Su negra… eficientísima asistente: elegante, voluptuosa y con mirada de víbora molesta, siempre atenta a cualquier requerimiento y conocedora del vestir (y desvestir) de los ejecutivos. Ella hubiese podido elegirle el vestuario completo y hacerle un magnífico nudo.

Aún la recordaba, con ese escote profundo que dejaba entrever sus pechos apetitosos; sus pantalones apretados, trasluciendo la silueta de unos calzoncitos atangados que resaltaban su regio trasero, el cual coronaba un par de atléticas piernas -ganadoras de sabe Dios cuántos combates-  que resguardaban complacientes a la oveja negra que reposaba en su monte pubiano.

Recordaba hasta el ademán nervioso que hacía al enrollar mechas de su  cabellera con el índice y el pulgar, mechón por mechón, estirándolos con un movimiento elástico que flexionaba su brazo, dejando entrever, por el escote, el insinuante trabajo de sus pectorales.

Cuántas veces soñó tenerla recién salida de la ducha y de espaldas, cual botella de Coca-Cola helada, hacerla suya lentamente por la puerta falsa sintiendo sus salvajes movimientos, sus golpes, sus maldiciones, desbordando en una excitación descontrolada que, unida a sus rasgos de luchadora y a la leyenda urbana de su lesbianismo, harían de la cópula una experiencia obscura, enfermiza, aberrante y… profundamente placentera.

A pesar de todos sus encantos, la negra era una mierda. La quería, pero era una mierda. Ella también lo quería, pero seguía siendo una mierda. Cizañera, alcahueta, chismosa y odiosa, disfrutaba con el mal de los demás. Era una pituca de risa chillona, una dama con inclinaciones callejoneras, una chabacana estilizada… en fin… era una negra de mierda.

“Y era una mierda porque se fue – porque se fue – porque se fue con el pelón”.

El Pelón, el caballeroso Pelón, el educado Pelón, el bueno del Pelón, el mejor amigo, SU mejor amigo… “El maldito Pelón de mierda”.

“Me las vas a pagar Pelón de mierda”…

 

El radio del vecino reafirmaba ruidosamente lo que podría ser el himno del edifico: “Es una lata… el trabajar… todos los días te tienes que levantar…”.

La vieja tonadilla lo despertó de su ensueño negro: “Me haré mi nudo – me haré mi nudo – me haré mi nudo SOLO, sin mi mujer ni la negra de mierda”.

Volvió a su ya antigua tarea, esta vez sudando de rabia, eufórico, balbuceando frases entrecortadas y bi-repetidas que mezclaban corbata, pelón y quién sabe qué ñoñas sobre negras de mierda. Recibió la visita de su vieja amiga la taquicardia; un leve sopor nubló su vista y la hipertensión pintó sus mejillas con un sutil tono anaranjado palillo que hizo resaltar el verdor de unos pómulos abanicados por pestañas de caballo viejo.

El jodido cuadro surrealista se vio agravado por la borrosa visión periférica de un cielo azul estrellado, que era en realidad las hombreras de su traje azul, adornado con las estrellas que  su eterna caspa  había formado, resaltando como  deyecciones de mosca sobre el almanaque o, peor aún, como un letrero de neón en medio de su impecable entrevista.

Tratando de calmarse, respiró profundo y humedeció la toalla, repasándola sobre sus casposos hombros con cierto éxito. Hizo un esfuerzo para no desconcentrarse y enfocó su atención nuevamente en el nudo; ya no podía ser un nudo cualquiera, no después de tanto sufrimiento. En vista de que el sencillo nudo militar no tenía la prestancia deseada repasó con su mente todos los tipos de anudamiento conocidos, decidiéndose por el práctico y elegante nudo Shellby.

 

“Help, I need somebody, help … “

El viejo disco de los Beatles se dejaba escuchar en el viejo programa del recuerdo del viejo radio del ahora viejo vecino que desde su vieja ventana subía el volumen conforme se desperezaba su viejo cuerpo.

Si bien las primeras canciones mañaneras le dieron cierto relax, a pesar de sus alertas filosóficas, la letra de esta última le cayó como una sátira, aumentando su creciente excitación. Estaba perdiendo la poca paciencia que le quedaba y en aquella vorágine de nudos de corbata, transpiración, taquicardia, su mujer roncando, helps, caspa, negra, pelón, gerencia y un resfriado artero que le hizo lagrimear mientras estallaba en mocos, decidió mandar a la puta de su madre al magnate, refregándole por la cara su renuncia y  EXIGIÉNDOLE  que lo devuelva a su antiguo empleo, con negra y pelón de mierda incluidos. Recordó con amargura las promesas del “Dottore”, su antiguo jefe, quien lo convenció para que deje su antiguo laburo asegurándole un seguro y feliz retorno en el momento que así lo quisiera.

Recordó su sonrisa amplia, como de niño engreído, su figura imponente, su cuello almidonado y sobre todo SU CORBATA. Él sí que sabía hacerse el nudo “¿O se lo mandaría a hacer?”, recordó: el Dottore esto, el Dottore lo otro… “El Dottore y la concha de su madre… conche’su madre, su madre…”.

Recordó desilusionado sus promesas, falsas como beso de madrastra. Recordó su olímpica huida, no sin antes cerrarle el paso para sacrificarlo cubriendo su retirada. La sangre se le subió hasta el frontal, gramputeó, maldijo, sudó bilis observando que le había salido un buen nudo, pero con la corbata al revés y luego de patear puerta, pared y water, recordó que el famoso nudo Shellby sale derecho cuando se comienza con la corbata invertida, detalle que por desgracia olvidó.

Volvió a voltearla, notando las arrugas de la tela… “Qué Churchill, al fin y al cabo voy a renunciar …”.

Cruzó las puntas, volteó el extremo grueso, realizó un ‘looping’ al revés, formó el nuevo lazo, ensartó la lengüeta, dio un tirón, subió el nudo jalando a su vez el extremo delgado, lo acomodó, estiró la pechera y con una sonrisa satánica examinó su obra: “Ese Shellby era un tipo – era un tipo – era un tipo genial… ¡Un genio!”.
Estaba tan complacido con su nudo triangular casi perfecto, cuando de pronto notó que el extremo ancho colgaba de su pecho a diez centímetros por encima del ombligo, mientras que el extremo delgado le rozaba el escroto…

“¡SHELLBY Y LA PUTA QUE TE PARIÓÓÓ…!”.

 

“Lenguas de asfalto, que cimbreantes corcove-an, el litoral a su vera y seeembrando muertes vaaaan… el viento empuja a la arena que carcome la SERPIENTE multifoorme asociada a Satanaaaaás”.

“¡APAGA TU HUEVADA SERRANO DE MIERDAAA…!”.

Los acordes guaraperos de “Pasamayo Maldito” fueron apagados por el grito horripilante que salía de la ventana de aquel baño en el que un pobre hombre luchaba contra su corbata y el destino… El miedo hizo que el vecino bajara el volumen de su radio a un “mínimo-minimórum”.

En el baño el panorama era desolador. Había desatado por enésima vez el nudo »freudiano” y por enésima primera se disponía a rehacerlo; el agua del water rebalsaba, el radio despertador empezó a sonar en su mesita con música “heavy metal”, su mujer despertaba sin atinar a apagarlo, sus hijos gritaban pidiendo desayuno, las manchas de caspa de su saco volvían a resplandecer, se había despeinado, su mujer lo llamaba a gritos, lagrimeaba, moqueaba, se ahogaba y además de todas estas desgracias iba a ser objeto de la peor presión que podía recibir, aún en condiciones normales: estaba retrasado. Hizo acopio de todas sus fuerzas, usó toda la potencia de la meditación trascendental de sus estudios rosacruzanos, se olvidó del nudo, de su familia, de su caspa y de la radio del serrano de mierda; se perdió en el Universo y se dispuso a realizar la ahora más grande tarea sobre la tierra: hacerse el nudo de la corbata.

Recordó al duque de Windsor y ¡Oh maravilla! Recordó su famoso nudo. Empezó con ambas puntas de la corbata a nivel, luego tomó tres cuartas desde la punta más ancha y la juntó con el botón del cuello, a cinco centímetros del botón cruzó el otro extremo por debajo y realizó los dos lazos reglamentarios, tiró con cólera forzando la maniobra, acomodó las puntas y el nudo, volvió a tomar aire con una gran inspiración. No quiso mirar aún la corbata.

Sudoroso ‘se sacó el saco’ y, al ver la caspa, lo sacudió con tal violencia que una manga del mismo saltó, golpeando con los botones su ojo derecho. Soltó el saco, por reflejo, para sobarse el ojo con la toalla húmeda y sucia, recogiendo con su mano un poco de agua del grifo del lavabo y refrescó su cara; se agachó a recoger su saco del piso, recibiendo un certero portazo en el temporal por acción de su mujercita, quien pretendía ingresar al baño presa de un mortificante colapso de vejiga.

Ya sentado en el charco del piso recordó la última entrevista del Duque de Windsor, antes de morir, en la cual reveló que lo único que aseguraba la impecable forma de su impecable nudo, era la impecable tela sintética que mandaba a poner dentro de sus impecables corbatas a modo de impecable armazón…

Maldijo al duque, a Windsor y a todos sus habitantes. Lo carcomió la envidia por todos los campesinos y obreros que no usan y nunca usarán el estúpido colgajo de trapo… Se sintió sucio, afiebrado, ridículo con su nudo jaloneado y su ajada corbata. Con el único ojo operativo que le quedaba, vio su saco con caspa, arrugado, mojado, hecho mierda. Vio su pie que trababa la puerta del baño, que su mujer se empeñaba en abrir a punta de empujones. Escuchó la radio – del serrano de mierda- cuyo volumen había sido elevado por algún miembro de su serrana familia: “Pacha, pacharaca…pacha, pacharaca…”

La música salchicha (salsa-chicha) se mezclaba con el “heavy metal” del despertador haciendo que le prospere la taquicardia. La adrenalina recorría sus venas como una mecha de pólvora enfilada hacia el polvorín de su cerebro; la fiebre lo consumía, el sudor lo sofocaba, sus nervios lo maltrataban; un momentáneo pero profundo odio hacia su mujer nacía; su amigo pelón se transformaba en un maldito cabrón traicionero y mil veces puñalero pelón de mierda; su negra descendía a niveles de chuchumeca, sus ojos desorbitados se movían al ritmo de su rápida y enferma respiración, todos sus músculos se le contrajeron en un intento de rigor mortis dejándolo acuclillado y tieso cual gárgola medieval.

Gritó con todas sus fuerzas sin lograr que salga sonido alguno de su  garganta, sintiendo a la vez un horrible vértigo que apuró su decisión final por miedo a que el desmayo la trunque: Tendió mentalmente una sábana obscura dentro de su cerebro, arrojó encima su traje, su renuncia, su caspa, su taquicardia, los radios, el empresario, el Dottore, su mujer, la negra, el pelón y el serrano de mierda.

Juntó las cuatro puntas y las amarró con su corbata, haciendo un nudo corredizo del cual tiró fuertemente mientras buscaba un hoyo infinito donde deshacerse del problemático bulto, sin darse cuenta que el bulto era él y mientras deliraba entre dormido y despierto sus nerviosos brazos tiraban con fuerza de la corbata, ahorcándose con un movimiento mecánico y sostenido que su afectado cerebro ya no era capaz de controlar. Perdió completamente la noción de todo y de todos, sintiéndose arrastrado por un largo y oscuro túnel maloliente, sin encontrar rastros de luz al extremo final… Una suave brisa de alivio, el macabro alivio de su singular “hara-kiri”, rozó su mente dejándolo resignado a tan horrible suerte, cuando sintió de pronto una mano familiar que le palmeaba la cara sacándolo de su estúpida inconsciencia: “Oe flaco…flaco… despierta, ¿así son todas tus pesadillas o te están fumando?…”.

En el acto, despegó sus párpados reconociendo lo que parecía ser el sucio interior de un trailer, la cabina de un gran trailer acoplado cuyo motor y frenos de aire lo volvían a otra realidad, con la peculiar estridencia de sus sonidos.

“No te hagas el desmayau’ que te toca agarrar la caña… ya llegamos a la ‘city’ y no puedo maniobrar en este tráfico’e mierda…”.

El miedo escalofriante, la sorpresa y una gran satisfacción se dibujaron simultáneamente en su rostro. Enrocó su puesto con el copiloto, acomodó el asiento, soltó el freno y aplicó el embrague, mientras, desembragando, colocaba la palanca en la primera de las diez velocidades del camión y, mientras aceleraba suavemente, echó una furtiva mirada al espejo retrovisor maniobrándolo con sus dedos hasta lograr enfocar su propia imagen: Su rostro moreno y su musculoso cuerpo, que broncearan los soles del camino, en cuyo pecho desnudo no había la más remota posibilidad de colocar una maldita corbata…

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