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Junto a la iglesia más grande del mundo

Los romanos se mueven con increíble soltura entre los monumentos y las ruinas de su historia.

En sus autos pequeños y sus motos, atraviesan como bólidos las calles de la città eterna, pasando junto al Coliseo, bordeando la Piazza del Campidoglio, cruzando el río Tíber para ir a la pintoresca Isola Tiberina o a Trastevere.

Cuidan la historia, y a la vez viven con ella. En Roma, el pasado está vigente. Es fácil ver con la imaginación, entre las ruinas del Foro Romano, a Julio César, a Augusto, a Trajano, a los senadores caminando entre los edificios hoy derruidos y pasando junto a los arcos levantados para celebrar victorias bélicas.

El latín era en la época del Imperio la lingua franca en Europa. Pero hoy, al menos en los sectores frecuentados por los turistas, todo el mundo habla inglés, aunque sea lo suficiente como para comunicarse eficazmente con los visitantes de otros países. Todos saben expresarse en la lengua extranjera: taxistas, camareros, tenderos, empleados de hoteles, agentes de bienes raíces. Muchos también hablan español.

Le pregunto a la camarera de un restaurante si es obligatorio aprender inglés en la escuela.

“No –responde, encogiéndose de hombros–. Lo aprendemos porque tenemos la necesidad de comunicarnos con los turistas”.

Oportuna lección para los que de este lado del océano quieren imponer el aislacionismo de un solo idioma, cabalgando sobre un patriotismo exaltado.

También llama la atención en Roma la presencia constante y numerosa de soldados con enormes fusiles, montando guardia a toda hora en edificios del gobierno, en lugares públicos. La amenaza del terrorismo obliga a redoblar la vigilancia. En la Plaza de San Pedro, colmada de fieles en la Semana Santa, los que quieren entrar deben pasar primero por el tamiz de un enorme dispositivo de seguridad.

Eso sí: el cumplimiento del deber militar no les hace olvidar a los soldados la proverbial hospitalidad italiana. No responden con gruñidos a las preguntas de los turistas: les dan indicaciones con amabilidad y lujo de detalles sobre cómo entrar en la plaza, visitar los Museos Vaticanos y la Capilla Sixtina, o llegar a otros lugares de interés.

Para entrar en la Basílica de San Pedro hay que pagar una cantidad módica, y un poco más si uno quiere evitar las inmensas filas de visitantes que se extienden por los costados de la plaza. Entrar en la iglesia más grande del mundo, cuya construcción comenzó el 18 de abril de 1506 por orden del Papa Julio II, tiene un precio, aunque no sea elevado. Un precio que vale la pena pagar para visitar el suntuoso edificio construido en el lugar donde San Pedro, el primer Papa, fue enterrado tras sufrir el martirio de la crucifixión durante el reinado de Nerón.

Al salir de la basílica, los turistas se topan con los mendigos, desparramados entre los mármoles del Vaticano. Algunas mujeres indigentes parecen salidas de un cuadro del Renacimiento; dobladas en dos, o echadas en el piso, jamás muestran la cara. Solo extienden una mano que porta un vaso plástico con monedas, pidiendo una limosna, invocando la caridad de los visitantes. Casi nadie les da dinero.

En Roma hay unos ocho mil desamparados. El Papa Francisco ha dispuesto baños en la Plaza de San Pedro para que los mendigos se puedan asear, sin costo alguno, y también les ha abierto un dormitorio gratis. Pero hay que hacer más.

Es tarde en la noche; sin embargo, todavía en la escalinata de la iglesia de la Trinità dei Monti, que los angloparlantes conocen como the Spanish Steps, hay turistas sentados en los escalones. Enfrente, en el enorme edificio entre la Piazza di Spagna y la Piazza Mignanelli que alberga a la embajada española y a la del Vaticano, siempre hay soldados de guardia.

Dos mujeres desamparadas, de edad avanzada, se acomodan para pernoctar en el portal de un edificio de la plaza, envueltas en mantas raídas para protegerse del frío nocturno. Un soldado joven, de la posta de las embajadas, se acerca a las mujeres con dos latas de refresco.

Las mendigas alzan la mirada y el soldado les entrega las bebidas.

–Abríguense bien –les dice–. Avísenme si necesitan algo. Que tengan buenas noches.

Los turistas sentados en la escalinata de la Trinità dei Monti empiezan a retirarse a los hoteles. Ignoro si alguno de ellos reparó en el inesperado gesto humanitario del soldado bajo la noche romana.

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