Si Allen Ginsberg viera sus poemas completos publicados en 2006 por Haper Perennial en Estados Unidos, tendría suficientes razones para sentirse mal. Su poesía no vale per se de acuerdo a la edición, sino porque The New York Times considera que es brillante. Así se puede ver a Ginsberg y a su poesía como un ejemplo más de los rizomas de los que hablaban Deluze y Guattari, que aunque al principio parezcan desestabilizadores, terminan por expandir el sistema troncal, que se fortalece promoviendo a sus críticos, quienes quedan neutralizados en el instante en que se convierten en objetos de consumo.
Partidario de la unión internacional de trabajadores, enemigo de la desigualdad y la guerra, Ginsberg es casi el estereotipo del poeta comprometido. Del poeta que murió al margen. Así se siente a Ginsberg, especialmente en Howl, su poema más conocido (se traduce al español como Aullido, pero utilizaré el nombre en inglés por la relevancia del texto). Empero, Howl muestra otra dimensión poco explorada y más importante en tanto se quieran entender las preocupaciones del poeta: la religiosa.
La primera parte es una letanía, que tomando como base la poética de Whitman, parece estar escrita para ser leída en una plaza. Ginsberg hace referencia al Islam, cuando habla de “ángeles mahometanos”, al judaísmo cuando escribe sobre Plotinus y el cábala, e incluso a la resurrección y muerte de Cristo, cuando incluye la frase «eli, eli lamma lamma sabacthani», que puede ser entendida como el grito de Jesús preguntándose porque Dios lo ha abandonado. Esta diversidad de imágenes representa el profundo interés del poeta por la religión, que lo llevó a seguir la tradición mística de Blake, pero siempre opuesto a la religión organizada por una institución y a los dogmas que conlleva. Para Ginsberg la búsqueda religiosa debía ser personal, no atada a reglas que intentan imponer La Verdad.
En la segunda parte el aspecto religioso se vuelve más presente. Las invocaciones de Moloch -el Dios hebreo en nombre del cual se quemaban niños en la antigüedad- son invocaciones del mundo actual, de la sociedad que engulle hombres, aquellos que piensan y por lo tanto son peligrosos, como su amigo Carl Solomon. Moloch no tiene piedad y juzga, observa y decide quién puede sobrevivir. Invocar a Moloch es también una acusación: la etimología del Dios ya lo relaciona con la ignominia, y para Ginsberg es un reclamo, es estamparle en la cara a la sociedad lo que ha hecho de sus miembros. El vocablo no es agradable, el poeta lo sabe, y por eso viene la anáfora. Hay que recordarlo hasta que quede claro: que Moloch somos todos, que Moloch está aquí, y que lo ha destruido todo. Es una epifanía, un instante, y Moloch se hace presente, el que se opone a la corriente se destina a perecer.
En la tercera parte regresa la letanía y la experiencia personal directa –en este caso de Carl en el manicomio-, para recordar que él va a estar ahí para acompañar a sus amigos en el sufrimiento, y será testigo de su resurrección después del martirio en el Gólgota. El aspecto religioso le da un sentido superior a la vida que le permite al poeta vivir a pesar de todo; su cuerpo se entrega y ahora lo que importa es la causa.
La cuarta parte me parece el clímax de la exploración religiosa. En la Nota al pie de página a Howl, el poeta llega al zenit aborreciendo el mundo que lo rodea, por todas las cosas sin valor que han sido santificadas por la sociedad y esas figuras que las iglesias se han empeñado en imponer por encima de los humanos. Entonces el poeta se pregunta, ¿cómo desmitificar esos objetos? ¿Qué hacer para acabar con el fetichismo? La respuesta llega una vez más con la anáfora y con un discurso que ya no basta con leerlo, hay que gritarlo para que se escuche, para que los caminantes volteen a poner atención. La repetición excesiva despoja de poder y significado, y ese es el propósito: “¡Todo es santo! ¡Todos son santos! ¡Todos los lugares son santos!” Para terminar con lo especial hay que volverlo común, y ahora que todos somos santos el santo es indistinguible. Ginsberg regresa una y otra vez en estos últimos versos a mirar a nuestros Dioses, para declararlos falsos, para decir que adoramos figuras inanimadas (ciudades, máquinas, bombas, papelitos rectangulares) en nombre de las cuales quemamos a nuestros genios y el humanismo que nos queda.
La voz del poema se apaga, y lo hace como una voz ya cansada después de haber vomitado el cúmulo de toxinas que lo enfermaban. Ya solo pidiendo perdón, piedad, caridad, si es que es posible, pero no para él, sino para la humanidad, por la que sufre y a la que ve cayendo a pedazos.
Howl es el Padre Nuestro de Ginsberg. Debido a la inmensa libertad que el poeta se permitió gracias a que no pensaba publicarlo, Ginsberg dejó en Howl constancia, por un lado, de su profunda perspectiva religiosa de la vida y, por otro, de un mundo que se ahoga en el fetichismo. Sus ideas políticas son importantes, sí, pero la perspectiva religiosa las rebasa porque incluye la visión completa de la vida, que para Ginsberg era un todo inseparable.