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Historia de una obsesión

Michelle McNamara y el Asesino del Golden State


 

Una semana después del fallecimiento de Michelle McNamara ocurrido el 21 de abril de 2016, su amigo y colaborador Paul Haynes y el periodista y escritor Billy Jensen empezaron a explorar los discos duros que ella había dejado con más de 3.500 archivos y miles de páginas policiales digitalizadas o escaneadas. También comenzaron a revisar treinta y siete cajas de expedientes que había almacenado mientras preparaba un libro sobre un violador y asesino en serie que había asolado California entre fines de los 70 y mediados de los 80.

McNamara había nacido en abril de 1970 en Oak Park, un suburbio residencial al oeste de Chicago donde también vivió Ernest Hemingway (un lugar de “amplios prados y mentes estrechas”, según lo definió el propio escritor), siendo la hija menor de una numerosa familia. Cuando tenía catorce años, un crimen ocurrido a escasas cuadras de su casa la impactó profundamente: una joven de veinticuatro años fue degollada y la policía nunca logró identificar al asesino. El hecho la marcaría incluso profesionalmente. Años más tarde obtendría una maestría en escritura creativa en la Universidad de Minnesota, y poco después se mudaría a Los Angeles con la esperanza de acercarse al mundo de Hollywood. No se convirtió en guionista, como había decidido en un principio, pero sí conoció a su esposo, el comediante Patton Oswalt (en Netflix pueden verse algunos de sus shows de stand-up).

En 2006 McNamara creó un blog, el True Crime Diary, el que empezaría a nutrir con notas de su autoría dedicadas a algunos famosos casos policiales nunca resueltos. Ella lo presentó como un sitio que buscaba dar con el ángulo que otras investigaciones habían pasado por alto: “las actividades en línea que revelan un sospechoso, por ejemplo, o una similitud entre casos que aún no se han hecho públicos”. Y explicaba que la información provenía de entrevistas a integrantes de la policía y a amigos y miembros de la familia de las víctimas. En 2011 publicaría la primera de las notas dedicadas a un violador y homicida al que luego bautizaría como el Asesino del Estado Dorado (Golden State Killer). No era tan mediático como el Asesino del Zodíaco o como Gary Ridway, el Asesino del Green River, pero la obsesionaría de modo tan devastador que consumiría hasta sus últimas energías.

 

Un hombre famoso

Los primeros pasos del Asesino… fueron localizados al este del área de Sacramento, capital administrativa de California, ciudad situada al norte de San Francisco. Se calculó entonces que entre el 18 de junio de 1976 y el 5 de julio de 1979 violó a unas cincuenta mujeres; la descripción que muchas de ellas dieron coincidía en que se trataba de un hombre joven que medía alrededor de un metro ochenta, tenía un pene diminuto, calzaba zapatillas deportivas y cometía sus crímenes oculto tras un pasamontañas oscuro. Su modus operandi se repetía matemáticamente: entraba en la madrugada en casas que ya había vigilado e inspeccionado con antelación, iluminaba con una potente linterna a la mujer, la ataba y la violaba. Por lo general comía y bebía en el lugar mientras sus víctimas continuaban indefensas. Las amenazaba entre dientes, con una voz impostada y susurrante, y les advertía del peligro que estaban corriendo: “Si haces un solo movimiento, tú guardarás silencio para siempre y yo despareceré en la oscuridad”.

La alarma no demoró en sacudir a la población de la vasta zona: se disparó la venta de armas, los vecinos dejaron de salir de noche, las casas permanecían con las luces encendidas hasta el amanecer, se levantaron decenas de cercas linderas. En 24 horas, entre el 17 y el 18 de mayo de 1977, el Departamento del Sheriff de Sacramento recibió 6.169 llamadas telefónicas para aportar datos o recabar información sobre la ola de delitos. Y la prensa no demoró en bautizar al sujeto como el Violador de la Zona Este (East Area Rapist). Se estaba haciendo famoso.

Poco a poco fue subiendo las apuestas: en un principio violaba a mujeres que vivían solas o, si eran casadas, esperaba que el marido se fuera a trabajar, pero luego comenzó a actuar con los esposos presentes; los hacía atar boca abajo y les colocaba platos y tazas sobre sus espaldas, amenazándolos con que, al menor ruido, mataría a la mujer. Pero en la noche del 2 de febrero de 1978, en el área de Rancho Cordova donde había estado operando, mató a balazos y en plena calle a un joven matrimonio que paseaba tranquilamente a su perro. Fue el comienzo de un camino cada vez más sangriento.

A fines de diciembre de 1979 en el condado de Santa Barbara, 500 kilómetros al sur de Sacramento, fueron asesinados a golpes Robert Offerman y Debra Manning, las primeras víctimas de una seguidilla que hasta el asesinato de Cheri Domingo y Gregory Sánchez ocurrido en julio de 1981 cosechó nueve muertos. La policía no relacionó en un principio estos crímenes con los cometidos en el área este de Sacramento, y la prensa bautizó al “nuevo” homicida como el Acosador Nocturno Original (Original Night Stalker). Ahora se estaba haciendo doblemente famoso. Coincidiendo con el nacimiento de su primera hija, resolvió tomarse un descanso de casi cinco años. Recién el 4 de mayo de 1986 en Irvine, al sur de Los Angeles, volvió a matar, esta vez a Janelle Cruz, de 18 años. Tras este homicidio se desvaneció.

 

Un grito en la garganta

Gracias a su blog, McNamara pudo conectarse con otros investigadores aficionados que, a modo de foro, intercambiaban información sobre crímenes sin resolver. Así fue como conoció estos hechos que a primera vista habían sido cometidos por dos sujetos diferentes. Durante seis años se abocó obsesivamente a recabar información hasta que llegó a la conclusión de que en realidad se hallaba ante un solo individuo, al que rebautizó y sobre el que escribió una nota, “Tras los pasos de un asesino”. Casi de inmediato llamó la atención de la editora de la revista mensual Los Angeles Magazine, quien le pidió que se extendiera en un artículo de mayor profundidad, que se publicó en 2013. Pocas semanas más tarde la llamaron de la prestigiosa editorial Harper Collins para proponerle escribir un libro sobre ese asesino sin nombre y sin rostro.

Por más de veinte años varios detectives y las diversas comisarías donde el delincuente había operado mantuvieron el caso abierto, y cada tanto un nuevo investigador retomaba las pesquisas, con los mismos y frustrantes resultados. La labor de McNamara, en simultáneo a la escritura de su libro, fue unificando información, datos, archivos desperdigados, pistas inconclusas, rastros e identidades sospechosas, y llamando la atención de algunos oficiales ya retirados que habían trabajado en uno u otro de los episodios. La tarea se convirtió en una vertiginosa pesadilla, al punto que la llevó a decir que “hay un grito alojado permanentemente en mi garganta ahora”.“Estoy obsesionada. No es saludable”, escribió en uno de los textos que fue agregando a su blog. “Miro su rostro, o debería decir el recuerdo de alguien de su rostro, con frecuencia”.

Durante meses se dedicó a su libro, pero a cada página, a cada capítulo terminado, recababa más información que era necesario ordenar, que modificaba conclusiones, descartaba datos o hacía irrelevantes párrafos enteros (“investigo más de lo que escribo”, llegó a quejarse). Madre de una hija, Alice (2009), encontró en su esposo un fiel cómplice de sus horas de encierro, de sus visitas a las múltiples escenas, de sus interminables entrevistas, de sus viajes a Nueva York para ordenar con la editorial los avances y retrocesos de su escritura. “Michelle y yo estuvimos casados diez años, y pasamos trece juntos”, rememora Oswalt. “No había entre nosotros ni un solo punto de conexión en la cultura pop. Ah, un momento: The Wire. A los dos nos gustaba The Wire.”

“Estuve casado durante una década con una persona que luchaba contra el crimen… Yo veía su furia justificada cuando había leído el testimonio de una superviviente o entrevistado a familiares que aún estaban recuperándose de una pérdida repentina de un ser querido. Eran mañanas en las que le llevaba café y ella estaba con el portátil, sollozando, frustrada y agotada por causa de otra pista que había seguido y la había llevado a darse de narices contra un muro impenetrable.”

Como los periodistas de Zodiac, la película de David Fincher, que terminaron degradando sus vidas privadas tras la pista de un asesino imposible; como el comisario retirado de The pledge, la película dirigida por Sean Penn y protagonizada por Jack Nicholson y Robin Right; e incluso como el James Ellroy del magistral Mis rincones oscuros, cuando investiga ya adulto el asesinato de su madre, Geneva Odelia Hilliker, ocurrido cuando él tenía diez años, la desesperación, el desasosiego, la ira, fueron ganando a McNamara quien, a medida que continuaba con un libro que sabía no podría entregar en el plazo acordado, fue aumentando sus dosis de anfetaminas, alprazolam y fentanilo hasta que, a los 46 años, le estalló el corazón.

 

Enséñame la cara

En 2018, con la mayoría de los capítulos terminados por la autora y otros completados por Haynes, Jensen y por editores de HarperCollins, fue finalmente publicado I’ll Be Gone in the Dark, que también fue adaptado este año en una excelente serie documental dirigida por Liz Garbus (la misma de What Happened, Miss Simone?). Se trata de un libro notable que recorre, con una escritura tan exquisita como apasionante, no solo los hechos de violencia protagonizados por el Asesino…, sino también su propia elaboración como objeto de búsqueda y de drama personal, atravesado por dos historias que parecen ir potenciándose simultáneamente. La edición ayudó además a que la búsqueda continuara, impulsada ahora por los avances en el estudio del ADN, que permitieron detectar la existencia de cuarenta primos lejanos con un fragmento en común con el encontrado en las primeras violaciones, y que finalmente llevaron, 32 años después de su última actividad, a detener al hombre que había cometido esa atroz secuencia de crímenes.

Dos años después de la muerte de McNamara, Joseph James DeAngelo (1945), un expolicía y excombatiente de Vietnam nacido en el estado de Nueva York, fue detenido sin la menor resistencia el 25 de abril de 2018 en una coqueta casa de Citrus Heights donde vivía con una de sus hijas y una nieta, a unos kilómetros al norte de Sacramento. McNamara había escrito tiempo antes “Carta a un viejo”, un texto estremecedor y profético. “Eras tu manera de acercarte: el topetazo contra la cerca”, comienza diciendo. “Un descenso de temperatura al abrirse con palanqueta la puerta del patio. El olor a loción para después del afeitado que impregnaba un dormitorio a las tres de la madrugada. Un filo en la base del cuello. ‘No te muevas o te mato’… Nadie tenía tiempo de incorporarse. Despertar significaba entender que estaban bajo asedio. Habían cortado las líneas de teléfono. Habían descargado las armas. Las ligaduras estaban preparadas y dispuestas.” A medida que avanza, la carta va enumerando otros detalles del accionar del asesino, sus métodos, el dolor indeleble que dejaba en sus víctimas, el estigma brutal que se llevó matrimonios, seguridades, vidas.

“Y entonces, el 4 de mayo de 1986, desapareces. Hay quien cree que moriste. O fuiste a la cárcel. Yo no.”

“Un día no muy lejano, oirás que se detiene un coche delante de tu acera, y que un motor se apaga. Oirás pasos que se acercan por el camino de acceso a tu casa…

“Suena el timbre.

“No hay puertas laterales abiertas. Hace tiempo que ya no eres capaz de saltar una cerca. Tomas una de esas bocanadas de aire exageradas. Aprietas los dientes. Te acercas tímidamente al timbre que no deja de sonar.

“Así es como acaba en tu caso.

“‘Tú guardarás silencio para siempre y yo desapareceré en la oscuridad’, amenazaste a una víctima en una ocasión.

“Abre la puerta. Enséñame la cara.

“Camina hacia la luz.”

DeAngelo fue juzgado el pasado viernes 21 de agosto, más de cuarenta años después de cometer sus primeros crímenes. Para evitar la pena de muerte, se declaró culpable de todas las acusaciones. Fue sentenciado a once cadenas perpetuas sin libertad condicional, otras quince cadenas perpetuas y ocho años adicionales. Si tuviera el incierto don de la eternidad, saldría en libertad dentro de dos mil años.

El asesino sin rostro. Una mujer a la caza del psicópata que aterrorizó California, de Michelle McNamara, introducción de Gillian Flynn, epílogo de Patton Oswalt. Traducción de Eduardo Iriarte. RBA Libros, Barcelona, 2018, 382 páginas

 

 

 

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