La casa se ocultaba detrás de un bosque. De noche, cuando llegaba y me adentraba en el túnel que el espeso follaje compactaba, sentía que estaba traspasando una frontera mágica. Al fondo, la puerta con cristales nublados enmarcada por el azul desleído de la madera machihembrada y un colgajo metálico y brillante por donde el viento apenas se deslizaba levantando antiguas resonancias. Unos bancos de piedra a la derecha susurraban de parques imposibles, recuerdos desperdigados de una ciudad más imposible todavía, y donde alguna vez unos actores jugaron a ser otros. La ventana a la izquierda, cubierta desde el interior por una sombra, cortina de abrigo o telón de boca, protegía el hechizo de aquella parte de la casa. Antes de llamar, siempre dejaba que el silencio y la noche me llenaran.
Luego tocaba, y enseguida aparecían el rostro sonriente de mi amigo y su voz, espesa, melodiosa, dueña de una cadencia envolvente y natural que acentuaba las sílabas finales, transformando cualquier conversación en un recital, sin sonar grandilocuente aunque se lo propusiera. Voz de recitador no de declamador, de actor, de maestro delante de una clase. Cínica a veces, mordaz casi siempre.
Entonces Dumé me invitaba a pasar y del otro lado del telón, entre aquellas paredes cubiertas completamente de teatro, sin muchos preámbulos, nos acomodábamos cerca de la bandeja de quesos y fiambres que tenía preparada y descorchábamos la primera botella del imprescindible rioja. Daba lo mismo por donde empezara la conversación, siempre terminábamos hablando de Ibsen.
Hoy, que ya Dumé no está y porque este 20 de marzo se conmemoró el 187 aniversario del natalicio de Ibsen, quise iniciar esta nota sobre el dramaturgo noruego evocando a ese gran director teatral cubano que fue Herberto Dumé (1929-2003), que amaba a Ibsen, que montó en Nueva York algunas de sus piezas –recuerdo Espectros, con su grupo– y que cuando murió todavía soñaba con montar El enemigo del pueblo, seguía trabajando en su estudio e incluso ya había seleccionado algunos de los autores. Valga la aclaración.
Henrik Ibsen nació en Skien en 1828 y murió en Christianía –hoy Oslo– en 1906. No fue lo que se llama un autor maldito y en su vida no hay grandes acontecimientos que la marquen. Tuvo una infancia difícil motivada, en parte, por los continuos fracasos familiares en los negocios –que la llevaron a la ruina– y por la separación de sus padres. Siendo un adolescente se traslada a Grimstad para trabajar de ayudante en una farmacia. Su verdadera educación fue autodidacta y así, preparándose duramente, logra aprobar el examen de ingreso a la universidad con la intención de estudiar medicina, idea que pronto abandona aguijoneado por una incipiente vocación teatral.
Con apenas 23 años, en 1851, es contratado como autor por el Teatro Nacional de Bergen –del que llegaría a ser director de escena– y allí permanece durante seis años empapándose del mundo teatral. En 1852, como parte de su formación, realiza un viaje a Copenhague y Dresde. Queda fascinado con El drama moderno de Herrmann Hettner, que se había estrenado el año anterior y que influiría grandemente en su quehacer. Fueron años fructíferos que lo ayudaron a perfilar el oficio. Por supuesto, también bebió de Shiller y del danés Johan Ludvig, entre otros. En 1857 regresa a Christianía para asumir la dirección del Teatro Noruego y allí permanece otros cinco años.
A los 36 años, en 1864, siendo prácticamente un desconocido, abandona Noruega –primero a Italia y luego a Alemania– y ya no regresaría hasta 1892, viejo, famoso, pero sin haber alcanzado la felicidad ni ese equilibrio que siempre buscó entre lo que un ser humano pretende llegar a ser y lo que en realidad alcanza o puede alcanzar. La línea que enlaza esos dos momentos definitorios en una vida, y el análisis retrospectivo desde el punto de llegada –punto desde el cual no hay retorno–, de si valió la pena el sacrificio, si la elección fue la correcta o los medios empleados los justos, fue su gran pasión, una verdadera y compleja obsesión.
Ibsen siempre se movió en aguas inseguras. En un principio su mirada se volvió al pasado, hacia la historia de su joven país, quizás buscando las raíces que lo ayudaran a levantar el andamiaje, un escenario, donde colocar sus piezas y tratar de responder las preguntas –la urdimbre trágica–, que obsesiona a sus personajes. Un nacionalismo a ultranza que da paso a los conflictos y los problemas de su tiempo y de su sociedad, donde los valores cambian tan vertiginosamente que los personajes se confunden y pierden su asidero. Un simbolismo poético, un realismo psicológico –se ha dicho de Ibsen que fue una especie de Freud teatral– y al final una vuelta a los orígenes, a una especie de racionalismo expresionista, amargo y desesperanzador. Siempre luchó –y en gran medida pienso que ganó–, contra el conservadurismo y los prejuicios éticos de su tiempo. Impuso en el teatro una seriedad, una vitalidad y un sentir trágico profundo que contribuyó grandemente a tender una línea de continuidad entre su trabajo y la tragedia griega, lo que a su vez lo hacía heredero directo de los dramas de Shakespeare. Dio rigor y calidad al drama europeo.
Ibsen fue un autor muy prolijo. Tal vez demasiado. Su primera pieza, Catalina, la escribe a los 18 años y la última, Cuando los muertos nos despertemos a los 71. Más de medio siglo de su vida lo dedicó al teatro. Su despedida, que él llamó “epílogo dramático”, es una obra muy amarga. Luego enfermó y ya no pudo seguir escribiendo. Murió sabiendo que había contribuido como nadie a llevar el teatro noruego por todo el mundo. Que era famoso y reconocido internacionalmente. Sin embargo aún dudaba, seguía sintiéndose inseguro y no era feliz.
Hoy su teatro se estudia en las universidades, pero muchas de las piezas que sentaron pautas en su momento tal vez ya nos resulten demasiado “realistas”, demasiado ”didácticas”, demasiado “pesadas” y hasta insoportablemente aburridas, envejecidas por la vida. Sus grandes dramas con héroes y antihéroes como Brandt o Peer Gynt, ya apenas se montan. Otras piezas, por sus temas, como Espectros, Casa de muñecas o Hedda Gabler siguen vigentes, rabiosamente actuales, casi visionarias, y se mantienen en cartelera. Ojalá que este reciente aniversario contribuya a nuevos montajes. También sería bonito que algún grupo local se decida y retome el viejo y acariciado sueño de mi amigo Dumé y en cualquier parque sombreado por un bosque, comiencen los ensayos de El enemigo del pueblo. Sería un doble y merecido homenaje.