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Guimarães Rosa, la luciérnaga y la alegría

 

Una luz solitaria centellea en el descampado bajo la noche tropical. Gira alrededor del tártago (Jatropha podagrica), planta de tallo en forma de vientre de Buda, hojas anchas cuyo reverso blancuzco brilla en la oscuridad, y flores anaranjadas en forma de asta de venado. La lucecilla color verde esperanza se enciende, como si buscase a sus amigas en la libertad del campo nocturno, y se apaga, como si intuyese que es la última luciérnaga de la estación lluviosa. Desde mi hamaca la observo atento, esperanzado, para verla fosforecer solitaria. Cada vez que se enciende me salta el corazón. Cada vez que se apaga, temo que se haya ido. Pero regresa y cintila, regresa y centellea.

Viene a mi mente el cuento “As margens da alegria” del libro Primeiras Estórias de João Guimarães Rosa. El personaje principal es O Menino, un niño de una zona rural que ha viajado con sus tíos al sitio donde se construye “a grande cidade”, designación vaga que evoca la construcción de ciudades planificadas como Belo Horizonte en Minas Gerais, estado natal de Guimarães Rosa, o Brasilia en el planaltoo meseta del centro del país.

O Menino vive una serie de ilusiones y desilusiones, gozos y tristezas, al presenciar la devastación de flora, fauna, tierras y bosques, perpetrada por la maquinaria pesada del progreso que construye la futura gran ciudad. El “patio” de la casa de sus tíos es un claro, abierto como una herida, en el bosque talado. Allí le embelesa conocer, al llegar, a un pavo orgulloso, regio, de bello plumaje y gluglutear fascinante. Pero cuando regresa a buscarlo sólo encuentra, como rastro ominoso, algunas plumas y la testa decapitada. Cuando lo llevan a conocer las obras de construcción de la ciudad, presencia el derrumbamiento de un frondoso árbol por el capricho de un tractorista al demostrar el poderío de su máquina. Una serie de escenas de sutil brutalidad amenazan con destruir su alegría infantil.

Sin embargo, en la última escena atisba el tenue y efímero centelleo de una luciérnaga nocturna que brilla en el patio de la casa, en las márgenes del bosque: “Voava, porém, a luzinha verde, vindo mesmo da mata, o primeiro vaga-lume. Sim, o vaga-lume, sim, era lindo! — tão pequenino, um instante só, alto, distante, indo-se. Era, outra vez em quando, a Alegria”.

“¿Será así la Alegría, como una luciérnaga solitaria y distante que vuela alto, que siempre está yéndose hasta que finalmente te deja a vos solitario en medio de la noche agreste?”, me pregunto.

Miro mi entorno. La luciérnaga se aleja del tártago, se desplaza hasta el almendro y se eleva un par de metros, sirviendo de linterna a mi mirada. Se enciende y se apaga. Fosforece y se oscurece. Me hechiza con su luminiscencia. Hasta que ya no brilla más. Se ha marchado.

“¿Se ha esfumado la ilusoria alegría? ¿Me ha abandonado? Quizá. La luciérnaga y yo estábamos juntos en la intemperie. Ahora quedo solo yo conmigo”. Eso pienso mientras me mezo en la hamaca.

Pero entonces escucho el concierto de grillos, ranas y cuyeos en el campo, y cambio de parecer. No estoy solo yo conmigo, ni se ha escapado la alegría. Estoy con los seres de la noche agreste y ahora sus cantares alegran mi ser.

 

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