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Gregorio

Gregorio pasó la tarde con la mirada perdida desde el otro lado de la sala. Sus ojos maravillados, fijos en lo cotidiano; pero Gregorio había descubierto que si veías más allá de lo cotidiano, se revelaba, quizás por accidente, la mecánica que obraba detrás de las cosas. Así que sonrió, como el último niño que pudo entrar pasando por debajo de las cortinas de un circo.

Si algún otro hubiera estado en el mismo salón, viéndolo a él, digamos que con una habilidad de observación similar, diría que todas las preguntas que Gregorio se hacía en ese momento, eran respondidas por la voz con la que dialogaba en su cabeza. Quiénes somos, a dónde vamos, cuál es nuestro propósito y qué sentido tiene la vida, esas preguntas que angustian un jueves catorce, entretanto la luz desde el patio recorre los libros, los portarretratos, y las vajillas llenas de polvo clavadas en la pared.

Cualquiera sentado en ese mismo salón, sabría que Gregorio llevaba en su mirada el reflejo de un cielo que ya se había apagado, y que había quedado todo negro, pero lleno de cometas. 

Ahora, la máquina le llama.

Y Gregorio intuye que ha llegado su turno.

Así que Gregorio corre hacia la máquina. Corre hacia adentro de ella. La máquina no es más grande que una cajita de fósforos.

Al entrar, recoge sus antenitas y aprieta sus ojos. La gravedad se tuerce; lo elevan, lo baten suavemente… y lo besan…

y lo guardan en un enorme bolsillo.

 

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