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Germán Guerra en los espejos de la noche

Toda lectura de poesía es una ceremonia íntima. En las noches dedicadas al género, que con dedicación prepara el escritor Luis de la Paz los viernes en una casona de estilo sureña, elegante y oportunamente decadente en los márgenes del downtown, un grupo de autores nos reuníamos para leer algunos textos. Ese viernes de enero del año pasado estaban los poetas cubanos Reinaldo García Ramos, Sindo Pacheco, Legna Rodríguez Iglesias, Elvira de las Casas, Lilliam Moro y Germán Guerra. Detrás de una cámara, el narrador José Abreu Felippe documentaba ese instante para volverlo perpetuo.

Por naturaleza no soy bueno para las relaciones públicas, y las amistades literarias me son indiferentes. Los recuerdos de esa noche son difusos, aunque no puedo olvidar la lectura de Germán Guerra (Guantánamo, Cuba, 1966). Poeta, ensayista, fotógrafo y editor, Germán ha publicado Dos poemas (Strumento, 1998), Metal (Dylemma, 1998), Libro de silencio (EntreRíos, 2007), Oficio de tinieblas (Aduana Vieja, 2014) y Nadie ante el espejo (Bokeh, 2017). Muchos de sus textos han aparecido en antologías, como Island of My Hunger: Cuban Poetry Today (City Lights, 2007), Antología de la poesía cubana del exilio (Aduana Vieja, 2011), Antología de poetas cubanos (Término, 1998) y 13 poetas (Hypermedia, 2017).

Desde 1992 reside en la ciudad de Miami, que significa que Guerra es otro de los escritores que alimentan, aún a su pesar, el linaje de creadores que en el exilio han continuado una obra que es un derecho y una pulsión vital, como el sexo o la libertad.

Los textos que Germán Guerra leyó esa noche tenían la música del poema y la mirada filosa del narrador. Una mirada potente explorando los márgenes del placer, la muerte, la oscuridad al final del vacío.

Guerra ha publicado un nuevo libro, Nadie ante el espejo. Al leer sus poemas siento que una ráfaga de aquella noche regresa.

 

El cuerpo de las horas

 

El cuerpo de las horas y la noche

son escombros, latidos que desangran

el árbol de la estirpe. Todo es polvo

devorando los templos y las casas.

 

Las murallas las plazas las provincias

sostienen la memoria de los pueblos

lanzados entre el fuego y la miseria

del vasto desamparo de los hombres.

 

El golpe de la vida con su muerte

masacra las ciudades y estas almas

hundiendo en el presente sus silencios

ya martillan las puertas del olvido:

un barranco tatuado por el miedo

en la noche y el cuerpo de las horas.

 

Epitafio para un poeta del exilio

 

No tuvo hijos ni lugar

donde reposar sus huesos.

Nunca acabó de escribir

su primer libro de poemas.

  

Lorca

(Camino de Viznar, 19 de agosto, 1936. 4:45 a.m.)

 

Entre una descarga de fusiles

y la sombra de este olivo

donde afinco la espalda

pienso en el par de atardeceres

donde nos desnudamos para siempre,

escucho la misa en Re de Beethoven

y no puedo detener el tiempo.

  

Testamento

 

Hoy escribo en silencio

al centro de una esfera

estas viejas palabras

marcadas por las horas

mientras canto mi nombre

y el nombre de la muerte

y escribo un testamento

que deja en heredad

las pocas posesiones

que nunca fueron mías

los hijos que no tuve

los golpes los espejos

los sueños la memoria

la vieja piel gastada

de un siglo sin aliento

y el último domingo

de esta larga Cuaresma

el viento de la tarde

la casa los abrazos

las puertas condenadas

la sangre del olvido

el vuelo de los pájaros

concierto de fantasmas

que devoran las islas

las ruinas de este circo

la imagen detenida

de una vieja película

que siempre repetimos

un grito en el ocaso

el peso de una sombra

la sombra de los muros

la diáspora el cansancio

el insomnio las velas

las noches sucesivas

la sed el hambre el frío

el golpe del martillo

en la vieja campana

la música el silencio

los saxofones ciegos

la espada en la garganta

el sepia de las fotos

que nunca nos hicimos

la impotencia del miedo

las prisiones la espera

el hacha del verdugo

y estas sombras tan largas

donde firmo en silencio

las últimas palabras

de un viejo testamento.

 

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