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Fragmentos

Cuando tenia diez años, me gustaba ver Wondrous Koala Blinky, la historia de Sandy Brown, una adolescente cuyos mejores amigos eran Blinky y Pinky de KoalaWalla Land, una dimensión paralela de varios animales. Desde entonces me he interesado por los koalas. Estos animales pueden dormir hasta veintidós horas en un día, y son famosos por tener, aquello que en la psicología humana se conoce como una personalidad más bien, introvertida. A pesar de que parecen osos, son marsupiales. Por los primeros meses de vida son ciegos y sordos, y por ello, usan el tacto y el olfato para interactuar y localizarse en el mundo.

Desde hace cuatro semanas me asomo más que de costumbre por la ventana de mi cuarto, siendo testigo del cambio lento de colores de una temporada a la otra. Puedo durar horas parado al frente de la ventana. Me he dado cuenta que he empezado a pensar más en la existencia de los animales, justo ahora, cuando debería estar más preocupado por otras cuestiones más urgentes de vida o muerte.

Mi habitación está localizada en la segunda planta de un departamento que comparto con una maestra del distrito de escuelas de Ann Arbor y una ingeniera, que trabaja para una empresa de tecnología local. Desde que el COVID-19 atacó Michigan, los tres trabajamos en casa, escuchamos nuestras voces desde las ocho de la mañana hasta las ocho de la noche, de lunes a viernes, como si fuera un ritual. Tan populares se han vuelto nuestras voces para uno y para otro que después de cuatro semanas de encierro, se han convertido en ruido blanco, como el sonido de los autos que viajan en la autopista cerca de nuestra casa que conduce a Detroit, sonidos que oímos cada día, pero que ya no nos molesta.

Mi habitación mira a un campo rodeado de arboles altos que a penas se empiezan a despertar del invierno. Desde mi ventana puedo observar lo que sucede en las ramas de la cima de los árboles, todavía desnudos, sin sus vestidos de hojas verdes. A veces diviso pájaros con alas rojas que se detienen por unos minutos y vuelven a levantar vuelo hacia su destino; o me encuentro con ardillas que trepan hasta las ramas más altas, y que moviéndose con tranquilidad, de una sección a la otra y probando las nacientes diminutas hojas de los arboles, actúan como si nadie las estuviera observando, como si fueran los únicos seres del universo.

A veces los siervos llegan al amanecer curiosos por lo que pueda estar pasando cuando ya todo el mundo todavía duerme.

 

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Ann Arbor esta localizada en Michigan a treinta minutos de Detroit. No ha pasado más de un año desde que me mudé de Iowa City a esta ciudad universitaria que se le conoce también como la Tree Town por la cantidad de árboles sembrados al lado del Huron River. Dicen que uno de los estadios más grandes del mundo es el “Big House” de la Universidad de Michigan, localizado en el sur de la ciudad. Cada otoño llegan aficionados de todo Estados Unidos para apoyar a los equipos de futbol de las universidades de sus respectivas ciudades. Antes de cada juego las calles se convierten en un rio de colores con miles de personas navegando en él. Sin lugar a dudas, Ann Arbor tiene una fuerte tradición progresista, seguramente, como tantas otras ciudades universitarias en los estados del Midwest en los cuales las afiliaciones políticas se dividen entre aquellos que practicamos un modo de vida cegados en el interior de la burbuja de la academia y aquellos que viven el día a día en ciudades cuyo nivel de vida ha disminuido en las últimas décadas hasta que pueda llegar a desaparecer.

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Últimamente he dejado de mirar las noticias, hasta he perdido la curiosidad por lo que pueda pasar. Me pregunto si es indiferencia, sopor, perturbación o todas estas emociones al mismo tiempo.

Ahora paso la mayoría del tiempo visitando la página de internet de la National Geographic o la BBC Wild Life Magazine.Algunos me dirían que, por individuos como yo, el mundo está como está. Necesitamos más gente comprometida, a lo que siempre respondo que sí estoy comprometido, solamente que, a mi propia manera, porque, con el pasar de los años he perdido la fe en las mayorías, pues para que el compromiso se convierta en algo tangible es necesario practicar actos básicos de bondad cada día. De lo contrario, a las palabras y a los discursos termina por llevárselas el viento.

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Hace poco leí que la ballena azul es el animal mas grande que ha habitado y que todavía habita la tierra. Aun así, este animal no escapa de las paradojas de la naturaleza: vive en el océano, pero respira aire; su boca podría albergar una docena de humanos y, sin embargo, se alimenta de peces tan pequeños como una gota de agua. Algunos estudios científicos parecen indicar que las ballenas azules dependen mas de los recuerdos de sus viajes anteriores que de señales ambientales para guiarse en sus viajes migratorios para encontrar el alimento que necesitan para su subsistencia. Las ballenas azules viajan separadas entre ellas por una larga distancia, lo hacen en grupos de tres o cuatro, comunicándose entre ellas a través de un pulso de baja frecuencia. Siguen sus propias melodías, esperando no perderse entre una cacofonía amenazante de ruidos que, en principio, no pertenecen al océano, como las ondas de un experimento militar o el estruendo de un tanque transportador de mercancías.

 

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Adam Mudge, un bombero que trabajó erradicando los incendios de Australia en diciembre del 2019 arriesgó su vida para salvar a seis Koalas que encontró acurrucados y abrazados en el interior de una casa esperando ser calcinados por el fuego. Muchos animales no tuvieron la misma suerte que estos koalas. Cerca de un billón de animales murieron en los incendios de Australia que destruyeron un área más grande que el estado de Virginia el año anterior.

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Cuando me canso de mirar en la ventana de mi habitación bajó a la cocina. De la nevera saco la botella de jugo de naranja. Si tengo hambre o más ansiedad de la que experimento cuando me despierto, cortó un pedazo de queso crema, una torreja de pan, abro un paquete de doritos, los unto con queso, y después me siento en la sala, por lo general, con la mente en blanco, sintiendo los latidos de mi corazón. Permanezco así por varios minutos como si el tiempo se detuviera y me volviera sordo a las palabras de mis compañeras de casa que hablan con sus clientes o estudiantes de manera virtual a través de alguno de los programas de los que ahora están en boga. Siento a los vecinos moviendo mesas y sillas, oyendo un discurso del presidente o sino la voz de un presentador de noticias. Escuchan al presidente con una fe ciega, aquella que solamente un vendedor de bienes raíces puede generar en un mundo laico, pero con dioses. Desde que dejé de ver las noticias me conformo con las voces lejanas que me llegan del televisor del departamento de al lado.

No hace mucho salí a caminar a pesar de tenerlo prohibido. En las calles pareciese como la gente hubiese desaparecido. Caminé en dirección al centro escuchando un libro, Zoobiquity: What Animals Can Teach Us About Health and the Science of Healing. Podía sentir el empuje en mi espalda del viento de invierno aun cuando ya deberíamos haber entrado en la primavera. En el campus central de la universidad el vacío se expandía por todos sus espacios. Únicamente, una pareja pasaba por la plaza principal agarrados de la mano. Me senté en una de las bancas de metal de la plazoleta a observar por varios minutos la entrada de la biblioteca principal de la universidad. Hacia solo un par de semanas, cientos de estudiantes entraban y salían del interior de aquel edificio de cuatro pisos lleno de libros, de personas y de ideas. Otros transitaban para sus clases en algún edificio. Me levanté y acerqué mi rostro al cristal de una de las ventanas. A diferencia de otros momentos, solamente vi el salón principal de lectura oscuro, gélido como si hiciera parte del pasado, de otra era. De repente un pensamiento sombrío invadió mi mente con violencia como el golpe de una roca en la cabeza. Las cucarachas pueden soportar quince veces mas de radioactividad que el cuerpo humano, vivir sin cabeza por varias semanas y alimentarse de todo lo que encuentren frente a ellas. Levanté mi mirada hacia el cielo que empezaba a adquirir los visos naranjas y tintos propios del ocaso, del final del día. Me cerré el abrigo y empecé a caminar en dirección a mi departamento envuelto por el silencio de las calles y acompañado por una cierta nostalgia del pasado.

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