a Alina Diaconú
Un elefante rosa cuelga del techo. Al lado, una bicicleta gigante está detenida en el mar. La rueda más alta alimenta con sus dedos metálicos el movimiento de una especie de máquina voladora. Lejos, en el horizonte, el pintor Salvador Dalí corre por las aguas siguiendo a una mujer enigmática.
La pintura fue realizada por mi amigo Jorge. Jorge me llamaba Pedro Páramo, porque decía que el punto de vista de mis fotos tenía un halo poético que se ligaba con los fantasmas.
Alina y yo estuvimos juntos hasta que un hecho inesperado me separó de ella. Juro que no quise hacerlo, juro que no lo hice. Hasta hoy me recrimino por lo que pasó. Alina es la mujer más hermosa que conocí. Me ha dicho que sueña con la pintura del elefante rosa y ve en las noches de luna llena que el elefante se baja del techo y camina por el parque Lezama. Los transeúntes horrorizados corren y un niño le toca la trompa.
Mi relación con Alina ocurrió hace muchos años. La conocí en un bar de Recoleta. La perseguí durante meses hasta que ella me escuchó. Estábamos en Avenida de Mayo y los pájaros sobrevolaban como aves anticipatorias el cielo de la ciudad. Yo tenía un sobretodo gris y ella llevaba un vestido rosa, con un color similar al de la pintura que vería después en mi estudio de fotografía. Le hablé de los pintores surrealistas y de André Bretón. Ella había llegado cinco años antes desde Rumania, en un barco enorme y populoso huyendo del comunismo. Eso dijo Alina. Yo era militante de izquierda y en Avenida de Mayo le dije que ella había tenido una visión equivocada y que Rumania no vivía en una dictadura, sino que era el comienzo de un nuevo despertar. El viejo mundo está muriendo, dije aquella vez mirando la escultura de Lola Mora. Mirá, y señalé el edificio del Congreso de la Nación, ese es el viejo mundo, nosotros lograremos que desaparezca.
La invité a comer cardos y ella aceptó menos por el gusto que por la novedad. Por esos años yo lucía unos anteojos negros. Esa noche fuimos al bar que preparaba los cardos y ahí empezó nuestro breve amor. De madrugada pasamos por mi estudio y le mostré las últimas fotos que había tomado. En una de ellas se ve una mujer vestida con kimono en la tierra roja de Misiones. En otra, se ve un burro delante de un colectivo. En la calle de tierra la pobreza asola. Solía viajar con mi compañero de trabajo, Rodolfo Walsh. Juntos realizamos reportajes en varias provincias. Rodolfo tenía una inteligencia proverbial y proponía ideas descabelladas. Jugaba al ajedrez como ningún otro y siempre llevaba un arma por seguridad. En una jornada tuvo que usarla para defenderse de un puma que asolaba el pueblo. Yo también llevaba una pistola y entre los dos realizamos tiros al vacío. El puma huyó entre los árboles y pudimos terminar el reportaje.
Yo sabía que no era buen mozo, pero tenía un porte a lo James Dean. Amaba las películas y con Alina nos metíamos en los cines como si fueran caramelos de dulce de leche. Vimos un ciclo de Orson Welles y otro de Hitchcock. A la salida del cine, le conté que Rodolfo Walsh era muy meticuloso y que escribía como si midiera con ojo de gigante el rifle para matar a un mosquito. Walsh y yo hicimos muchos trabajos, viajamos por Oberá, Montecarlo y otros pueblos misioneros. Pasamos por las colonias entre yerbales y cantinas. Walsh habló con peones y colonos. En una de las excursiones por Misiones, Walsh entrevistó a los japoneses y escribió una crónica de cómo los pobres orientales estaban sin dinero y sobrevivían como zancudos entre las tierras yermas. Tomé las fotos que se publicaron en la revista Adán. Yo me metía tanto en las fotos que a veces pensaba que ese era el verdadero mundo. Una mañana calurosa le pedí a Alina que me acompañara a las sesiones urbanas. Éramos como Bonnie y Clyde, solo que ella iba sin armas y yo portaba una Colt. No era peligroso, adoraba las armas, pero las usaba solo en algunas ocasiones. Una noche, cerca de plaza Francia, hice un disparo al aire y los pájaros del Bellas Artes salieron en estampida. Alina se asustó, pero nunca pasó nada raro.
Yo estaba enamorado de la lucha revolucionaria, de las fotos en blanco y negro y del cine de Orson Welles. Ella me decía que era un fuera de serie. Una vez llevé a Alina al Delta y allí conoció la casa de Pirí Lugones. Pirí estaba fumada, tenía unos sombreros alargados que estaban colgados en el techo. Rodolfo escribía en otro cuarto: tecleaba como si fuera un matemático, con una precisión milimétrica, como si el relato fuera un teorema. Afuera, una barcaza circulaba cada tanto en las sombras silenciosas de las aguas marrones. Uno de los amigos de Pirí sacó un arma y apuntó hacia el agua. La bala se perdió en el río oscuro; Rodolfo se levantó de la silla y se acercó al pequeño balcón en el que estaba Pirí con un vaso en la mano. Rodolfo apenas hizo un gesto con la boca en señal de desaprobación.
Pirí era entusiasta y renga, solía llevar las tragedias familiares con hidalguía y cierto desparpajo. Tenía una pierna más corta a raíz de una enfermedad en la infancia, pero se reía de todo, incluso de su padre, el torturador. De él contaba que había sido perverso desde chico, tanto que tenía sexo con las gallinas, las violaba y les torcía el cuello cuando acababa.
Yo charlaba con Rodolfo Walsh en todos lados, no paraba de hablar. Éramos una dupla ideal, una unión de contrarios. Yo verbalizaba cada situación, parecía que no me era suficiente con las imágenes que tomaba, necesitaba sacar eso que había visto con mi ojo crítico. Rodolfo era lo contrario, tímido y concentrado en sus pensamientos. Ambos deambulábamos por los bares como los detectives desaforados y marginales de un policial suburbano.
Le regalé a Alina un collar hecho con los casquetes de las balas. Una noche, en medio del murmullo y el humo, le confesé mi amor por la guerra, estaba seguro de que a través de la lucha armada conseguiríamos la derrota de los que estaban en el poder. Me encantaba el whisky y fumaba como una locomotora. Alina temió por mi vida. Ese presentimiento la llevó a cuidarme el tiempo que estuvimos juntos. Cuando terminaba tirado en una calle empedrada ella me llevaba a un lugar seguro. Por ese tiempo yo llevaba negocios paralelos y amoríos nocturnos, historias de las que ella no era la protagonista.
Habíamos quedado en encontrarnos una tarde soleada en la esquina de Libertad y Santa Fe. Alina subió al colectivo con cierto temor. Tuvo un presentimiento: pensó que la forma de las nubes atisbaba un vértice desolador. El colectivo atravesó las calles atestadas y llegó a la zona en que nos encontraríamos. Ella era muy puntual y solía anticiparse con el horario de la cita. El colectivo se estacionó en la parada y Alina vio que un joven como yo acompañaba a una chica morocha tomándola de la mano. El fuego estalló en su cuerpo y por un instante se contuvo —el instante fue una eternidad– y razonó que debía bajarse en la parada siguiente. Al rato caminó hasta el lugar acordado. Yo dejé a la morocha en la parada del colectivo y me volví rampante, silbando, como si el mundo tuviera un futuro impronunciable. Alina se acercó y, sin decir una palabra, me rasgó la cara con las tres uñas más largas de su mano derecha. Me convertí en Caracortada. Rodolfo Walsh se burló de mí durante meses.
No nos volvimos a ver.
Una mañana estridente de diciembre, unos días antes de que ella partiera hacia Europa, la llamé por teléfono. Le dije que su matrimonio sería un desastre y que terminaría pronto. No me creyó. Sé que pensó mucho en mi vaticinio. La conozco. Los instantes vividos son fotografías del futuro.
Antes de subir al avión Alina compró una revista. La aerolínea anunció el embarque. Ella abrió la revista que llevaba en la cartera. En una página vio el elefante rosa que cuelga del techo. Al lado, una bicicleta gigante está detenida en el mar. La rueda más alta alimenta con sus dedos metálicos el movimiento de una especie de máquina voladora. Lejos, en el horizonte, el pintor Salvador Dalí corre por las aguas siguiendo a una mujer enigmática.