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Extremo occidente: la maldición del año acabado en cero (parte 2).

Harrison, la más breve de todas  las presidencias

En 1840 Harrison tenía 68 años y pronunció su discurso inaugural en medio de un horrible día de invierno. Había esperado mucho para ser electo y no quiso privarse de expresar su opinión, de hecho no quiso privarse de expresar absolutamente todas sus opiniones y su discurso duró una hora con cuarenta minutos, durante los cuales se negó a ponerse un sombrero o un abrigo, porque muchos de sus oyentes no lo llevaban. El populismo, la elocuencia y la pulmonía  se lo llevaron a la tumba un mes más tarde.

 

Harding

Electo en 1920, en 1923 Warren Harding cruzó el país de lado a lado. Fue así el primer presidente norteamericano en visitar Alaska. Más previsor que Harrison, Harding no cogió pulmonía en Alaska pero sí lo hizo en California. Convaleciendo de esa pulmonía, y en vías de recuperación, Harding tuvo un  ataque al corazón y murió en San Francisco. Como los presidentes electos en 1860, 1880 y 1900 sí habían sido asesinados, a tiros, algunos aficionados a las conspiraciones y las maldiciones dijeron que Harding había sido envenenado pero no quedan pruebas de ello. Es sin embargo divertido considerar que una de las sospechosas de ese envenenamiento fue su propia esposa, al parecer harta de que Harding la engañara continuamente con otras mujeres.

Al margen de los enfermos, cuatro presidentes electos en año acabado en cero, han sido asesinados a lo largo de la historia de los Estados Unidos. Las muertes de Lincoln y Kennedy, el primero y el último de los asesinados, causaron cambios políticos de mínima importancia. Los asesinatos de Garfield y McKinley, el segundo y tercero de los así muertos, cambiaron aún menos. Las dos muertes que alteraron la historia de América han sido atribuidas a conspiraciones. Solo en la muerte de Lincoln se llegó a probar la existencia de una conspiración, aunque no se  llegara al fondo en la investigación de la misma. Los otros dos magnicidios fueron cometidos por gente que estaba en ese terreno siempre impreciso que separa el loco de manicomio del señor de costumbres raras al que rehuyen los vecinos y sobre los que me temo tendré que volver muy a menudo cuando hable de magnicidios en Estado Unido.

 

Aparte de los asesinados, otros presidentes norteamericanos han sufrido atentados a los que han sobrevivido, sin duda por no haber sido elegidos en año acabado en cero. El primer Roosevelt, Teddy, el de la guerra hispanoamericana de 1898, lo sufrió cuando ya no era presidente sino cuando, tras romper con el partido republicano, aspiraba a volver a la Casa Blanca como candidato independiente. El hecho de que los norteamericanos de aquella época hablasen mucho le salvó la vida. El largo discurso que había preparado y llevaba doblado en el bolsillo de su chaqueta, paró la bala.

A Gerald Ford trataron de matarlo, por separado, Lynette Fromme, una  seguidora de Charles Manson, y Sara Jane Moore, una antigua informante  de la policía que trataba de demostrar que no era una chivata infiltrada en el movimiento radical estudiantil sino una revolucionaria autentica. Algo logró Sarah y ahora ya es oficialmente una revolucionaria auténtica pero está en prisión y, además, la gente sigue recordando que en su día fue informante de la policía.

A Harry S. Truman quisieron matarlo dos nacionalistas portorriqueños, Griselio Torresola y Oscar Collazo, que asaltaron el hotel donde se alojaba —la Casa Blanca estaba de obras— y tienen el raro honor de ser los únicos miembros de esta corta lista de magnicidas frustrados de los que puede decirse que estaban cuerdos, actuaban siguiendo un plan coherente y eran personas honradas y normales con trabajos honrados y normales en el momento de perpetrar su atentado. Torresola, que murió en el asalto —lo abatió un miembro del Servicio Secreto al que el mismo Torresola había herido de muerte— era dependiente en una tienda de regalos. Collazo, que estuvo en la cárcel desde 1950 hasta ser amnistiado por Jimmy Carter en 1979, era obrero del metal.

Por el contrario a Nixon intentó matarlo un antiguo vendedor de neumáticos desempleado que mandaba largos cassetes llenos de protestas inconexas a senadores y personajes públicos, entré ellos al compositor y director de orquesta Leonard Bernstein, al que había pedido que salvara al mundo componiendo más canciones de amor. Sean Penn hizo el 2004 un film sobre el hombre, un tal Samuel Byck, un genio de la política que siendo blanco y judío trató de hacerse miembro de los Panteras Negras, un grupo más bien negro que no sentía sino poca o ninguna simpatía por los judíos.

 

Finalmente, entre los asesinos presidenciales que sí lograron su objetivo tenemos a Czolgosz no muy cuerdo y a Guiteau no muy listo, o tal vez a la inversa, y, completando la lista de los fracasados solitarios, dentro de un proceso de lenta degradación de los magnicidas norteamericanos acabaremos encontrando a alguien como John Hinckley que está loco, es tonto y, por si fuera poco, además se le nota, mucho.

 

La banda de punk rock Caustic Christ tiene una canción titulada. ”¿Es que ya nadie quiere impresionar a Jodie Foster?«. A Ronald Reagan quiso matarlo John Hinckley, un chico expulsado por violento e inestable del American Nazi Party —que todos sabemos es un club de caballeros compuesto por gente estable y pacífica—, hijo de un amigo personal del vicepresidente George Bush, para impresionar a una actriz joven que sólo había visto en una película pero a la que seguía de lejos y a la que había mandado a menudo poemas y canciones.

Por aquel entonces Foster había dejado temporalmente la actuación para estudiar una carrera y Hinckley se mudó cerca de su universidad para estar cerca de ella y poderle pasar sus poemas por debajo de la puerta de su dormitorio en la residencia universitaria —lo que bien visto es algo bastante más que siniestro para la chica y podría perfectamente ser el comienzo de un episodio de la serie televisiva Criminal Minds. Uno de los poemas de Hinckley a Foster fue grabado muchos años después por Devo, otro grupo de rock. Vistos sus poemas es normal que tratase de impresionar a Jodie por otros medios, entre los que al parecer incluyó en algún momento el secuestrar un avión, o tal vez incluso el suicidarse delante de ella (lo que probablemente hubiera impresionado a Foster, y a cualquier otra persona que hubiera visto el suicidio, pero muy difícilmente la hubiera llevado a casarse con Hinckley).

 

Finalmente Hinckley, que ya había seguido al Presidente Carter en sus viajes a lo largo de los Estados Unidos buscando un blanco, escribió una carta de despedida a Jodie Foster y trató de matar a Reagan. La carta merece ser  citada: «Durante los últimos siete meses te he dejado docenas de poemas, cartas y mensajes de amor con la esperanza lejana de pudieras interesarte en mí. Aunque hemos hablado un par de veces al teléfono nunca he tenido  el valor necesario para acercarme a ti y presentarme…/… el motivo de que  intenté esto es porque ya no puedo esperar más para impresionarte«. ¿Cómo  pudo Jody Foster dejar pasar a un chico así?

 

John Hinckley intentó asesinar a Reagan copiando para ello a una película y demostró con su acto que era ignorante hasta jugando a Trivia. Hinckley imitó a Robert de Niro en Taxi Driver. Es normal, aunque por distintos motivos, los dos iban detrás de la misma chica. No estoy sin embargo seguro de que Hinckley supiera distinguir a la actriz que estudiaba en Yale de la paleta white trash que había sido su personaje en el film. El desinformado John Hinckley creía estar imitando una película, en realidad estaba repitiendo lo hecho por Arthur Bremer. Mira por donde otro casi asesino casi presidencial frustrado que no sólo no mató su blanco sino que este ni siquiera era Presidente.

Arthur Bremer, un hombre tan solitario como sólo puede serlo un hombre solitario en un país tan gregario como Norteamérica, decidió a los veintiún años impresionar a una vecina de quince matando al Presidente de los  Estados Unidos. En su lugar, a falta de poder hacer algo mejor, porque es difícil llegar hasta el Presidente, al que había seguido durante un tiempo, acabó conformándose con intentar matar al Gobernador de Alabama, George Wallace, por aquel entonces en medio de su campaña presidencial. Como en el caso de Zangara fueron circunstancias geográficas más que las ideológicas las que indicaron el blanco. Bremer fue sentenciado a 53 años de cárcel, Wallace acabó su frustrada campaña en silla de ruedas y cuatro años después Paul Schrader, basándose en esa historia, escribió el guión de Taxi Driver para Martin Scorsese.

Si Hinckley tenía en su casa todos los libros sobre Lee Harvey Oswald, Arthur Bremer se sentía espiritualmente afín a John Wilkes Booth, ese vanidoso creador de pesadillas ya imitado por Zangara. Ahí acaba toda semejanza: al contrario que Hinckley. Bremer siguió en prisión hasta el 2007. Bremer continuará en libertad bajo palabra hasta el 2025.

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