Raro. Raro es que en esa época todos los sudamericanos de países que nunca ganaron un mundial, quisieran que el campeón fuera Brasil. En esos tiempos Romario y Bebeto eran recortados con tijeras de la Don Balón, emblemática revista chilena de fútbol que ya no existe, del mismo modo que ya no existe esa admiración que los chilenos teníamos por Brasil. Bastó que nos empezaran a eliminar de los octavos de final de los mundiales siguientes, para que Brasil ya no fuera el primo buena onda, sino el enemigo, una obsesión, el motivo para cruzar los dedos cuando es el sorteo de cada Copa del Mundo, y los chilenos tengamos que hacer cálculos para estar en un grupo lejano a Brasil. Hemos tenido mala suerte o las bolas tienen mucho aire, como dice el mito FIFA más mito de todos: la manipulación del sorteo.
Era raro que en Chile el mundial del 94 llamara tanto la atención, si ni siquiera fuimos parte de la fiesta. Aun así nos emocionamos cuando el búlgaro Stoichkov le mandó saludos por la TV a Zamorano. Iván Zamorano, decía la prensa extranjera, era uno de los grandes ausentes de la Copa. Ausentes ilustres como lo fueron el liberiano George Weah y el finlandés Jari Litmanen toda la vida, por haber nacido en países poco dados al fútbol. Los chilenos, dijo alguna vez el periodista e investigador futbolero de la Universidad de Chile, Eduardo Santa Cruz, «no somos muy malos ni muy buenos, somos más o menos». Por eso es que cuando llegó la disciplina bielsista en 2007, después del orgullo de tener a Zamorano y Salas como dupla estelar del continente, a fines de los 90, empezamos a tener buenos resultados que culminaron con el bicampeonato de América en 2015 y 2016. Algo que en 1994 se veía como un sueño lejano.
El mundial del 94 para una generación completa fue el torneo de las postales de colección; la colita de Roberto Baggio, la camiseta de Alemania, Maradona en directo para toda una generación —que supo del 86 mucho después— celebrando un golazo efusivo frente a la cámara, la zurda de George Hagi, Luis Enrique sangrando, la celebración de Bebeto, Romario y Mazinho meciendo al bebé tras el gol del primero, (que se puso de moda en el mundo entero), la veteranía del sueco Thomas Ravelli, la lamentable muerte del colombiano Andrés Escobar, el colorido mexicano Jorge Campos, el gol maradoniano del árabe Saeed Al-Owairan, el arquero belga Michel Preud’homme y podría seguir por varios y varios renglones. Y es que Estados Unidos no se guardó nada, estadios de película en el país de las películas, el mundial donde aumentaron las cámaras para las transmisiones de los partidos; por eso vimos a los cracks en primeros planos como nunca antes en las Copas del Mundo. No podía ser de otra forma en el país de Hollywood. Las cámaras se metían a lugares que antes eran impensados. Así fue como muchos vimos esa imagen de Romario concentrado previo a la final, recibiendo instrucciones, y de fondo, Roberto Baggio mirándolo con ansiedad y con los brazos cruzados. Y uno desde su casa, frente al televisor junto la familia, metido en esos juegos mentales de que si no íbamos por Romario traicionábamos al continente, pero Roberto Baggio tenía estilo. Y talento. El lugar común decía: «se echó el equipo al hombro». Y es que el italiano fue fundamental en todos los partidos de La Azzurra desde los octavos hasta la semifinal. No es que Romario no haya sido fundamental para los suyos, pero hay que decir que Baggio a veces estaba solo contra el mundo.
En la final, que muchos sostienen es la más aburrida de la historia de los mundiales, las cosas podrían haber sido distintas, pero no lo fueron. Y Romario levantó la copa. Y Taffarel dejó esa imagen imborrable rezando de rodillas con las manos arriba. A los chilenos nos quedó grabada la frase del recordado comentarista deportivo del canal 13, Julio Martínez, que en el noticiero central de esa noche dijo: «Roberto Baggio la manda a Hollywood y Brasil es campeón».
Es raro, insisto, que la fiesta a la que no fuimos sea una de las fiestas más recordadas. Tan raro como cuando nos juntamos con mi buen amigo Francisco Carrasco Zanocco, a conversar de cualquier cosa que no sea fútbol en los bares del barrio Brasil en Santiago de Chile (aunque él tenga origen y volumen de voz italiano); y terminemos hablando de Estados Unidos 94.
No es la mejor Copa de todas, estamos de acuerdo, pero sí fue un mundial en un país no futbolizado, que entregó imágenes inolvidables y emotivas; promesas que no se cumplieron, pienso en Argentina; sorpresas traumáticas, pienso en Argentina; selecciones que parecían un Grandes Éxitos de la historia del fútbol, pienso en Maradona, Caniggia y Batistuta. Y es que en esa época éramos tan puros y niños, que también queríamos el éxito de Argentina. Los tiempos violentos de la actualidad futbolera entre chilenos y argentinos, no daban espacio en el 94 ni para inventar canciones.
En ese Chile en democracia, que era bastante mejor que el de la dictadura, aunque cómplice del Chile actual y su obsesión neoliberal, muchos niños fuimos felices teniendo uso de razón para saber lo que implicaba un mundial, fuimos felices viendo los partidos por televisión y fuimos felices comentando con los nuestros —algunos ya no están— las historias del mundial de Estados Unidos.
Raro. Muy raro. Pero éramos niños. Y como niños que éramos y adultos que somos, al menos yo no tengo miedo a decir que en ese año de grandes películas: Pulp Fiction, Forrest Gump y Sueño de fuga; mi favorita es el mundial del 94, a pesar de que al antihéroe de nuestra película le «cortaron las piernas», nosotros descubrimos la pasión del fútbol, esa que Borges subestimaba, Galeano alababa y Pasolini poetizaba.