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EN NOMBRE DE PATRIA

     El 20 de octubre de 2011, día en que ETA anuncia públicamente en alocución televisada el fin de la lucha armada, se inicia la novela Patria (Tusquets, 2016), de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), éxito de crítica y público sin precedentes y texto fundamental para entender el giro que la literatura vasca o escrita por autores vascos, ha dado para poner el conflicto que ha tenido lugar en Euskadi en las últimas décadas, en el centro de las narraciones. Es, sin duda, el texto clave para esta serie, por la resonancia que ha tenido entre el público y la crítica.

     La novela narra a partir de continuos saltos en el tiempo, con una estructura cronológica compleja, la historia de dos familias, al principio hermanadas, después enfrentadas por el terrorismo, en un pueblo ficticio de Guipúzcoa. La primera, la que forman Bittori, el Txato, y sus dos hijos Xabier y Nerea, va a sufrir en carnes el dolor del conflicto, con la extorsión del segundo —emprendedor hecho a sí mismo—, dueño de una empresa de transportes, para el cobro del impuesto revolucionario que le impone ETA y que acabará con su ejecución cuando decida no pagar más. La otra, la de Miren, Joxian y su prole, Joxe Mari, Arantxa y Gorka, representa la otra cara. Joxe Mari, el hijo mayor, frecuenta a la izquierda abertzale. Pronto se meterá en líos por su apoyo sin fisuras al independentismo vasco e ingresará en ETA, hasta el punto de verse envuelto en la muerte del Txato. Acabará con sus huesos en la cárcel y ahí se iniciarán los sufrimientos de su madre, que es la única que lo va a seguir apoyando, mientras el resto de la familia se aleja.

     El reconocimiento de las bondades del libro, de su capacidad para retratar la sociedad vasca, aunque mayoritario, no ha sido unánime. El académico Javier de Navascués glosa hasta tres críticas que no quieren otorgarle al libro el título de crisol de la realidad vasca. Navascués demuestra que al menos dos de esas críticas son ideológicas, partidistas. Sin embargo, si quien se acerca al libro decide juzgarlo por su cuenta, se encuentra con grietas. Sin duda, es un texto ambicioso, que pretende sintetizar un conflicto de décadas con una historia de dolor, pero también de cotidianidad. Se trata de un texto irregular, en especial en la construcción de los personajes. No se entiende que arquetipos como Bittori, o la excelente y bien documentada construcción de Joxe Mari, del recorrido que lleva del joven reivindicativo al terrorista, y después, al preso, convivan con entramados subjetivos más poco creíbles, como las razones que llevan a Xabier a dejar a su pareja, Aránzazu, con los posteriores problemas de construcción de ese personaje solitario y, sobre todo, no se entiende el pobre recorrido de Miren para aceptar, desde el rechazo inicial, que tiene un hijo terrorista, solo por el breve encuentro y las palabras del cura del pueblo, don Serapio. No se entiende, desde luego, si se mira el libro con los ojos de la novela decimonónica realista con la que se le ha comparado.

     De los teclados de críticos españoles prestigiosos han surgido menciones a los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós o a la Guerra y paz de Tolstoi para confrontar la novela de Aramburu, para dotarla de un marco. Lo siento, pero no puedo estar más en desacuerdo. El libro parece realista, se construye de una forma que, más allá de la complejidad de los saltos en el tiempo, dota al escrito de la sensación del realismo. Pero no lo es. Hay un elemento, una lente, que desfigura ese realismo y transforma por completo la mirada hacia el libro, y la clave se encuentra en esos personajes, en sus altibajos que conforman figuras de diferente altura. Esa lente es la de las víctimas, la del estatuto de víctima, que es el verdadero protagonista del libro, la apuesta estética, el acierto del autor. En sus páginas no se está desarrollando un crisol de la sociedad vasca desde la Transición hasta nuestros días, se está mostrando que en esas fechas hubo personas que no vivieron igual, que experimentaron la realidad de una forma diferente, que debe ser contada, por culpa del sufrimiento, del dolor.

     Esa es la verdadera razón que compone la figura de Xabier. No puede ser feliz porque es víctima. Han matado a su padre. No puede ser feliz. Y no se explica más. No se requiere explicar más. Hay algo inexplicable en su dolor. Esa es también la razón del buen trabajo realizado con Bittori, y también, para sorpresa de este lector, con Joxe Mari, y no porque el autor equipare a víctima y verdugo, que nunca es su intención, sino para mostrar que Joxe Mari, aunque no llegue a compartir el estatuto de la víctima, el de Bittori, el del Txato, al ser victimario, es víctima de las mentiras que urde su entorno social, es víctima de un nacionalismo que describe la lucha armada como un paraíso que para nada visita en su periplo como terrorista, acostumbrado a una cotidianidad ordinaria en el mal sentido poco heroica, acostumbrado a la guerra sucia de los atentados, de las muertes injustificadas, como la del Txato; es víctima de la conversación que don Serapio tiene con Miren (p. 313), y que, en nombre de una patria que se desdibuja con el paso de las páginas de esta novela, pretende convertir al terrorista en un mito popular que no es, que nunca es.

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