Ronald llegó con un ejército de plastilina.
Se plantó en medio del patio, el parecido al de la facultad de sicología, y se puso a enseñarme una lista de posibilidades que debían servirnos para sacarme por la frontera.
Llevaba el pelo largo y rizado hasta la mitad de la espalda y la barba candado de siempre, o de antes. Estaba serio, ni siquiera me abrazó cuando nos encontramos; yo asombrado de verlo allí y él tan circunspecto, con los planos de la fuga extendidos; me miró e hizo un gesto para que me acercara, nada de muestras de júbilo, no había tiempo.
Empecé a hablarle de Alicia, del perico que me había regalado Laura y de lo hijo de puta que se había vuelto Josemari; en el papel había dibujada una serie de puertos de entrada y de salida. Ronald los señalaba con el dedo para que yo escogiera; su voz monótona nombraba las ventajas e inconvenientes de cada salida o entrada. Yo le contestaba si había recibido mi e-mail del sábado y cómo las cosas se habían ido poniendo extrañas con los amigos que quedaban.
Desde el principio Josemari me había parecido sospechoso; a pesar de la admiración por su verborrea muy culta y su rara disposición para los momentos heroicos. Si te acuerdas, fui el primero en advertirte que había algo de crueldad velada en todos sus actos. Pero el sentimiento de asco no se me manifestaba pleno; tuve que pensar mucho para sacar de la memoria dos o tres episodios que ilustraran mi animadversión. Es bastante difícil, porque no puedo recordar las cosas de un tirón; debo pensar y pensar y poner la mente en blanco para hacer fluir los recuerdos. Como aquel día en casa de Xondra. Tú no me escuchas, el ejército está en cualquier lugar, espera una orden tuya para correr y rescatarnos, y yo hablando tantas estupideces. Nos metimos en el elevador y subimos hasta el piso dieciséis del Edificio Focsa, Josemari, tú y yo; el día estaba frío frío y nada mejor que un buen paquete de marihuana para volarnos el cacumen. Subimos, nos metimos por el laberinto de apartamentos abandonados, sin puertas, sin luz, sin nada, hasta llegar al nido de Xondra. El piso de la habitación estaba lleno de mojones y charcos de orine, el piso del trayecto también. Xondra estaba tirado en un colchón de guata, de esos de escuela al campo, y se sobaba los cojones con parsimonia, al menos esta fue la frase de Josemari. Le compramos media onza y él nos regaló tres tacos con la condición de que nos los fumáramos allí, el pobre, estaba más solo… Josemari empezó a joderlo, a decirle que era un pintorcito asqueroso y bugarrón; todo muy sonriente, como jugando. El Xondra se reía y no decía nada, se revolcaba de la risa. Josemari se sentó lejos de todos, en la esquina más cercana a la ventana y siguió jodiéndolo con aquello que todos sabían: “Y te paras en el último piso, con el telescopio ese, a mirarle la pinga al capitán del Conejito, ¿ya se la has mamado? Seguro que tienes algún pomo de desodorantes escondido por aquí para metértelo en el culo cuando nos vayamos, ¿dónde está?” El Xondra se reía, se asfixiaba de la risa; nosotros también. El Xondra se asfixiaba y le dijo Comemierda a Josemari, exactamente, comemierda intelectualoide reprimido; y Josemari se paró, siempre riéndose, y le dijo que él sabía que Sandra, la madre de Xondra, se había muerto de SIDA, toda llena de pústulas reventadas y olorosas a mierda; dijo que sabía que se lo había pegado el mismo Xondra,”un día que tu mamacita te confundió con Pablo, en un vuele con anfetaminas, y te singó hasta el fondo”; dijo que “tú no estabas enganchado, como aparentaste, sino que te la signaste a conciencia, disfrutando ese ojo de culo grandote que tiene; me lo dijo tu primo que los rascabuchó, además, para nadie es un secreto que el culo de tu madre estaba riquísimo y que tú eres un Edipo congénito”.
Tú y yo nos quedamos fríos, como lagartos fríos te oí decir después; pero el Xondra se levantó a duras penas y trató de abofetearlo, Josemari se rió, lo cogió por el pelo y lo arrastró por todo el cuarto cantando con música de Kindergarten: Te la signaste, se lo pegaste, te la signaste, y le iba metiendo la cara en las plastas de mierda. Después se sacó la pinga y se la puso entre los ojos al Xondra: “por eso te dio por metértelas, so maricón, a ver, abre la boquita y mama, a ver, para que olvides el ojo del culo de mamá, mama”.
Para cuando nos paramos, ya lo había soltado y bajaba por las escaleras.
Pero el Jóse era súper con todos nosotros. Nos enseñaba latín y nos enseñaba filosofía oriental y nos enseñaba a escribir y nos regalaba dinero cuando andábamos arrancados y sin rumbo por La Habana. Ahora has virado la hoja y me enseñas los párrafos de la estrategia, el patio se parece cada vez más al de la facultad de sicología, hasta hay gentes con caras de sicólogos pasándonos por el lado. Entonces veo al ejército, la luz se refleja sobre un charco detrás de ti y me ciega y entonces veo al ejército, es de plastilina, de plastilina de colores.
Está en algún lugar fuera de la ciudad, el ejército reposa petrificado; las primeras filas de hombres, inclinados hacia delante con las ametralladoras apuntando y las bayonetas caladas; los músculos dibujados por la ropa de campaña verde olivo, listos para el ataque. Las botas son botas rusas, negras, charoladas. Pero no me fijo en las caras de los soldados, sólo en el rictus generalizado y en la posición a lo hombre de la presentación de Soviet Sport Films, de la mayoría.
Miro las manos y los brazos de Ronald y los tiene diferentes, son iguales a los de su mujer, son los brazos y las manos de Camila; las uñas pintadas de un rosado transparente casi invisible y un movimiento famélico y pausado. Las tropas enquistadas en las afueras están alerta. Y señalas los pasos a seguir para cruzar la frontera. Me parece un milagro el tenerte en La Habana, tan solo ayer estabas en Santiago de Chile luchando por un trabajito de vendedor de celulares a domicilio y ahora mírate, al mando de tanta gente dispuesta a todo, a todo por mí.
Te digo que nadie está igual, que todos cambiaron, que ya casi no nos vemos, que a Josemari lo mandé para la terapia intermedia del Hospital Militar de las patadas que le di en la cabeza hace una semana, el pobre, se pasó, como siempre. Con Alejandrito me sigo viendo, pero la ciudad se nos ha vuelto engorrosa, viscosa, difícil de andar y de reconocer los sitio que antes nos identificaban. La ciudad es una babosa embarradora; los niños de la casa aquella frente al parque de H y 21, la que tú le decías La Embajada de Pogolotti en el Vedado, ya son grandes y supimos de algunos por sus madres. Las vimos salir hacia la prisión de menores un domingo por la mañana, con tres jabas llenas de comida. La gente se ha replegado a los bancos que circunscriben el patio y alzas la voz: Hermano, como te extraño allá, como si estuvieras tú allá y yo aquí, me paso el día corriendo, trabajando, buscando algún lugar parecido al portal de mi casa, las aceras se me confunden, todavía no me sé muchos caminos, y pienso no aprenderlos nunca; porque hay algo, y no es el desarraigo, que me frena. Aquí no hay nadie, solo este patio lleno de personas ausentes y tú. Yo también recuerdo las malas mañas de Josemari. Como la vez aquella en Coppelia, en el festival de cine. Estábamos sentados en el parquecito que hay al lado de la facultad de economía, eran como las dos o las tres de la mañana y teníamos tremenda nota. Al frente, en la entrada a Coppelia, un policía le pidió el carné a una de las tantas pájaras que circulaban por la Rampa. El tipo, no el policía, era un mariconcito mulato, flaquito, con trenzas de plástico que le colgaban hasta los hombros; el polizonte hablaba alto: Saca el carné rápido, so maricón, que te voy a sonar la cara, sácalo. Y el tipo aquel todo nervioso no atinaba a desenfundarlo del bolsillo. Josemari empezó a gritar: Suénalo, suena al maricón lumpen ladrón de mierda ese. Y el policía lo miraba sonriendo. Empujó al muchacho contra la cerca y volvió a gritarle otra sarta de barbaridades. Entonces Josemari se paró y le gritó que el cherna era un falta de respeto, que lo había visto reírse cuando viró la cara. Y el poli le hizo caso y le soltó una galleta al pobre mulato que lo echó a rodar por el piso. Yo ni podía pararme de la curda y tú menos todavía. Creo que Josemari se aprovechaba de esos estados medio groguis nuestros para dar rienda a su crueldad, él sabía que no podíamos reaccionar. Después, al otro día, todo quedaba en un recuerdo nebuloso y su risa nos contagiaba y nos resumía, algo así como el espíritu equivocado del grupo. Pero sigo con la historia: el mulato se paró tambaleante y balbució algo como denuncia y abuso, pero una patada en la rodilla lo dobló. Entonces sí que se rió el José, cruzó la calle, se sacó el rabo, y empezó a mearle la cabeza al tipo. Hasta el policía se sorprendió, lo empujó y le dijo que estaba bueno, que circulara; miraba a los lados para cerciorarse de que nadie lo había visto. Camila extraña cantidad, a ti, a Alicia, a sus padres, a la ciudad, hasta me dijo que me extrañaba a mí, a mí cuando vivíamos en La Habana. Pero el ejército está listo, solo falta que te decidas y la fuga es pan comido, la frontera está cerca. Tan cerca como en ese escrito tuyo que puso frenético de la envidia al José; si hasta me lo sé de memoria.
Cada vez que piso, un dolor insoportable se ensaña en alguna región de mi cuerpo. Se concentra poco a poco, hasta explotar en el preciso instante en que apoyo de firme y catapulto la planta hacia adelante. Siempre coincide un determinado lugar del cemento con mi parte corporal correspondiente.
En el centro de la habitación el dolor es más llevadero; en las esquinas: desgarrante. Ya sé dónde están mis ojos en este espacio delimitado por el sufrimiento e intento no acercarme al medio metro cuadrado que me ciega.
¿Me habré extendido hacia la antes delimitada inmediatez?
Cada vez.
Siempre, el dolor.
Cada vez que me acuesto siento como un peso se apoya sobre mi endeble osamenta. Me acuesto con poca vocación de suicida.
Pero, ¡es tan denigrante estar oprimido por uno mismo!
Si antes era difícil convivir con este Yo tan corrosivo, ahora la doble condición del físico resulta en sí una carga asquerosa; tanto más cuando el espíritu también se ha extendido hacia la delimitante:
Me acuesto, me levanto, camino sobre el cuerpo dañándome las partes, pensando en las primeras extravagancias, sufriendo de moral por duplicado.
—¿Cómo se produjo este extraño fenómeno de posesión?
Cada vez.
Esta celda me está matando, no es ni siquiera la sensación de que está viva, sino la idea perturbadora de estar a solas con otro «tú mismo»: y te laceras por tus propias manos y pies, y lengua; por tu propio aire irrespirable.
Lo peor es cuando el cansancio vence mis precarias fuerzas y trato de conciliar el sueño. Entonces comienza a abrirse la puerta y entra ese odioso doble incorpóreo, satisfecho por la levedad que mi doble carga le infiere, y me dice:
—Hola yo, soy Yo de nuevo, he estado pensando en ti.
Ronald, nunca has entendido el cuento. La primera fila se ha movido un paso, algunos soldados han sacado las granadas y las llevan en la mano que no sujeta el fusil; granadas estáticas, gordas, a punto de estallar. Los oficiales se han colocado los visores de puntería y miran hacia el resplandor que producen las luces de la ciudad, allá en el horizonte. Estaban más cerca antes de avanzar. Ronald estruja el mapa y me mira. ¿Tú te quieres ir, quieres cruzar la frontera, vienes conmigo, verdad?, casi suplica. Olvida las pequeñas mierdas que nos hicimos, me haces falta, te hago falta, hermano, no guardes rencores, lo dijo el Mesías. Y yo, que no había pensado en nada de eso, me pongo a escudriñarlo. No ha dicho nada de “olvida el problema aquel, el imperdonable”, así que me voy por las ramas y le suelto algo menos importante. ¿Te acuerdas de Bolivia?, le pregunto sin hablar. La conocimos en un concierto del grupo Habana, en el Carlos Marx. Josemari dijo que estaba como un tren, a ti te arrebató, para mí era una más, otra insignificante molécula hembra dentro de mi desidia, hasta me cayó mal, con todo su artificio, era plástica, una comemierda con culo, fue lo que dije.
Como a las dos semanas todo el mundo me miraba en la calle como dándome el pésame y yo preocupado. La gente se me despegaba, trataban de no hacer contacto conmigo, no sé, algo raro. Hasta que me decidí y le pregunté a uno ahí que qué era todo aquel bayú que tenían formado conmigo. Y el tipo me suelta eso de que todos sabían que me había beneficiado a Bolivia Singatropa y que tenía la sífilis; pero que no me preocupara, que el asco era solo temporal y la gente se iba a acostumbrar. Todo por tu culpa, andar diciendo que fui yo y no tú el que la metió en el baño del teatro. Dijiste todo eso porque los cogieron los segurosos del Carlos Marx y se formó tremendo escándalo. Para que tu novia de entonces no se enterara regaste por ahí que había sido yo: como nos parecemos tanto de lejos, y la que me botó fue Daisy; se fue a los dos días para México y no he sabido más de ella. Cabrón, carajo, no me dolió tanto perderla, más fue la decepción de sentirme utilizado. Pero el Jóse se metió y lo arregló todo con unas cuantas bocanadas de Canabis. Te extraño como un mulo, hermano, ya casi no salgo de la casa; Alicia y yo nos dedicamos a sobrevivir entre el desorden y el perico, echando mano al amor infinito. Las plantas de la terraza se han secado, algunas sobreviven dentro del cuarto, medio mustias, pregonando una época sin aguaceros ni cuidados: no hay tiempo para nosotros mismos o solo para nosotros. En una esquina reposan, hace un año y pico, seis galones de vinil blanco-hueso importado y dos cubos llenos de marmolina, para los techos. Pero las paredes siguen sucias e irregulares, con rastros de calcomanías y letreros inmaduros sobre el amor y la muerte: pared tremendista y cálida, que embarré de lechada hace tiempo intentando matar algunos recuerdos dañinos: amigos idos, tiempos malgastados; para una vez más descubrirlos en este presente emergente(salen, de entre las capas superpuestas de churre y cal, frases en letra corrida, firmadas por esos amigos idos, por generaciones de amigos idos que se fueron sucediendo como capas de cebolla: esta camada perdida, volver a formarla, de nuevo ida, y así, carrusel de las ausencias, descubrir que todo es lo mismo y nada cambia, solo los nombres y las edades y el dolor de esa misma soledad que representan), pero tú, amigo mío, estás a mi lado, y tu cara no está borrosa y las caras de los estudiantes o de los supuestos estudiantes de sicología son diáfanas, puras y sonrientes caras de sicólogos en período de examen; solo que este lugar, así de pronto, sin recordar cómo llegué a él, me hace sospechar. Aunque eso de las amnesias pasajeras nos pasaba mucho. Si vamos a ser más precisos, nos viene pasando todo el tiempo desde el día aquel. Oye, Josemari, mañana van a dar La Naranja Mecánica en la Cinemateca. Mira, Alejandrito, esa mierda no la veo yo, bastante tengo con los mongo-fieras necesitados de un escarmiento físico para ir a estarme cargando de más violencia. Alejandrito te miró. ¿Te vas a ir conmigo hermano?, tu verás que no hay peligro; además, el plan de los oficiales es emplear a los guerreros Kamikaze en último caso. Todavía tienes el pelo largo, ya se te está formando una ruleta calva en el medio de la chola, pero cinco años aguantas. A Camila no le gustó que me pelara, pero así es más fácil encontrar trabajo. Afuera nos espera un auto. Te miró y preguntó si a nosotros nos gustaba la película; esa onda de la violencia, los tipos vestidos de blanco que salen a matar a los pobres diablos. Josemari propuso vestirnos de negro y salir a matar a todos los hijos de puta, pero en el camino hacia la salida del patio tropecé con un borde de loza y caí de boca en el charco: Ya el ejército avanza por las calles, solo nos separaban cuatrocientos metros de él, el sol ha resecado la capa exterior de la plastilina y algunos soldados y oficiales se desmoronan sobre el pavimento en un estrépito mudo de brazos, uniformes, cabezas y piernas cuarteadas. Alejandrito se safó del abrazo-muela-de-cangrejo del Jóse y dijo que él se iba a matar hijos de puta, que nos podíamos ver a las doce de la noche en su casa, que él tenía dos o tres cuchillos viejos y una pata de mesa que podía servir como ariete descalabrador. Me voy mañana, nos dijiste en ese momento. Me voy para Chile y puede ser que no nos veamos nunca más. Y Ale se fue encabronado a cuidar a su abuela al hospital, renegando de las emigraciones y la soledad; nunca adivinó que estaríamos los tres en el portal oscuro de su casa a las doce en punto y que en vez de armas habíamos llevado cartas para mandárselas a los otros, a los que ya habían cruzado la frontera. Salimos caminando por Virtudes en dirección Plaza de Armas, era una costumbre celebrar el funeral-partida de los amigos en la Habana Vieja. Josemari llevó una botella de Silver Dry y te diste un trago largo. En la segunda esquina un flaco se nos quedó mirando, pero ustedes no lo notaron; la calle estaba oscura, no había nadie o casi nadie. Ibas contando que el Xondra estaba de lo más místico desde que estaba tomando Éxtasis y no sé qué hubiera pasado si no veo la sombra del flaco, un segundo antes de que se abalanzara contra el José y le atravesara el brazo izquierdo con un punzón. Por suerte pude desviar el golpe de su trayectoria hacia la base de la nuca. El tipo intentó huir, pero tú le pusiste una zancadilla y salió disparado hacia adelante golpeándose la cabeza con el contén. Josemari se puso a darle patadas, tú y yo también, así hasta que me di cuenta que la aparente risa del mariconcito aquel de Coppelia eran sus convulsiones finales y nos fuimos corriendo. Josemari se había cagado en los pantalones y perdido mucha sangre. Ese tipo se está muriendo. Mira qué cantidad de sangre has botado José, vamos a coger un taxi. Se jodió la despedida, dijo Josemari y exigió que lo lleváramos para el Vedado; que no se iba a morir por esperar un poco más; el ejército se ha desplegado en abanico, toma las bocacalles, asegura los accesos, se instala en las alturas y nadie lo ve, nadie les hace caso; no es tan grave, solo el susto y el agujero ya dejó de sangrar. Gracias, hermano, ya fuera un singao cadáver si no fuera…
Lo matamos, lo matamos coño, decías cuando salimos del Hospital Calixto García. Bajamos por calle L y yo pensaba persistente en la palabra asesinos. Josemari lo leyó en mi cara y no dijo nada, lo vi irse en dirección Focsa, ¡más blanco que estaba! (al otro día el Xondra se metió en el seminario, dejó el vicio y le perdonó el insulto y la mentira al Jóse); yo te acompañé hasta el portal de tu casa, y… para que tú veas, no me voy, te extraño, pero me quedo. Tu ejército está hecho tierra en la esquina, el calor lo descuarejingó y me dan lástima los héroes inconsistentes. Mándale un besote y un abrazo a la Cami y dile que la quiero mucho. Y tú, aguanta lo más que puedas; haz como yo y encapsúlate en el amor infinito hasta mi llegada, es imposible no encontrarnos de nuevo. Las cosas a veces salen torcidas, no nos hace falta perdonarnos porque el tipo va ha seguir muerto y todo fue un accidente. Si te sirve, te perdono, ya sé que te hace falta que te perdonen y perdonar; no a Josemari, ese se llevó lo que se merecía; y no creas que no agradezco que quieras sacarme de aquí, la distancia sería un alivio; pero me he propuesto salir en paz conmigo mismo de este problema y eso no tiene nada que ver con el espacio, sino con el tiempo. Y si el coco no te da más y piensas volver a planear otra invasión tan arriesgada, respira profundo y ten paciencia, estás bastante grande como para creer en sueños y cuentos de hadas. La gente nos está mirando, te está mirando, aterrorizada, el cuerpo desenfocado. Anda, vete antes de que el calor te lastime demasiado, mira que tienes la cara borrosa. Y no te preocupes, ya me las arreglaré yo mismo para cruzar la frontera.