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En busca de una interpretación del drama Kafkiano

Franz Kafka en El híbrido (en algunos textos traducido como Una cruza) nos narra una inusual historia acerca de un extraño personaje, un animal que es un cruce de gato y cordero. El narrador afirma que lo ha recibido de su padre como herencia. Del gato tiene cabeza y garras, en otras palabras, los órganos de agresión; del cordero, el tamaño y la forma, todo con lo que el animal evoca naturalmente en materia de docilidad y mansedumbre.

«Ante los gatos, huye, a los corderos quiere atacarlos. A la luz de la luna, en los tejados, allí es donde prefiere pasear. No sabe maullar y las ratas le dan asco. Puede permanecer horas enteras en asecho cerca del gallinero, pero todavía nunca se ha aprovechado una ocasión de matar». De ese modo, la agresividad del gato queda paralizada por la mansedumbre del cordero, y el animal desgarrado en sus dos naturalezas contrariadas está condenado a reacciones desordenadas, que lo llevan tanto a inconstancias de combate como a una pasividad aterrorizada. Ataca absurdamente a sus medios hermanos de raza y huye vanamente de los otros, a los que pertenece a su segunda mitad.

No sabe ni maullar ni balar, no posee un lenguaje propio, y tampoco tiene alimento que le resulte adecuado. Reúne en sí la angustia propia de la soledad a cada una de sus dos razas y le ha tocado en suerte la soledad sin ejemplo de aquel que, «al tiempo que posee una numerosa parentela, tal vez no tenga en el mundo un solo compañero». Desde luego, no tiene nombre y a falta de una hembra con quien hacer pareja, fatalmente queda sin posteridad. Por ello, considerando la suerte de esa criatura no viable y que, sin embargo, vegeta miserablemente entre dos razas y dos tipos de instintos inconciliables, su amo piensa en darle la liberación que para el animal sería el cuchillo del carnicero. Pero no puede inmolarla, aunque parezca pedírselo «con ojos humanos, ojos inteligentes que imploran un acto razonable». No puede hacerlo por la sencilla razón de que constituye un legado paterno y porque, como tal, no estaría permitido.

El narrador insiste tanto en el carácter hereditario del fenómeno que hay que considerarlo no como un detalle accesorio, sino como lo esencial de la historia. Lo menciona desde el principio agregando, para mayor claridad, que el animal incluido en su patrimonio solo con él ha cobrado su forma monstruosa. En tiempos del padre «era más cordero que gato», por consiguiente, estaba más próximo a una especie normal y era relativamente clasificable. Al pasar a manos del hijo, aquella herencia viviente mantiene con su dueño estrechas relaciones corporales, «como mejor se siente es contra mí, pegado a mí». Incluso están tan íntimamente unidos que cuando el hombre ve correr lágrimas del «inmenso bigote» del animal, no sabe si son de este o él. Por lo demás, no contento con ser gato y cordero todavía posee algo de la naturaleza de perro. Aparece como un ser dotado no solo de corazón, sino también de inteligencia y de razón: implora a su amo mostrarse «razonable» dándole la muerte. Al final se hace casi humano: tan humano que en él la herencia y el heredero forman un solo bloque de desdicha, tan misterioso y tan irreducible como es la propia herencia en su fatalidad.

En la vida del mismo Franz Kafka debe haber ocurrido una situación similar. Algunos puntos importantes que mencionar serían la herencia agravada por la transmisión del padre al hijo, la naturaleza híbrida, la angustia y soledad vinculadas a una doble pertenencia fatal y, por todas esas razones juntas, la imposibilidad de vivir. A partir de todo esto se organiza el texto. Este mismo drama pareciera verse reflejado en el mismo origen judío que Kafka debe a su padre, que no puede cambiar ni destruir y que incluso le impide matarse, «el acto razonable» que el animal considera su liberación y lo tienta continuamente, pero nunca hará más que describirlo. Se trata de un drama de una situación de estar en falso entre dos mundos, dos culturas, dos morales orientadas diversamente. Un drama del ser que, «al tiempo que tiene una numerosa parentela», está solo en el mundo de su especie, como el mismo Franz Kafka, un material viviente que lo obliga a crearse, porque fuera de la literatura no posee ningún otro medio para poder expresarse.

 

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