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Aúllan desde el horizonte inevitable de su raza maldita.

Con paso firme, avanzan sujetos por la geometría de la decisión. Unos desfallecen y otros mueren, frágiles ante la inclemencia del lago de aguas doradas. La marcha no se detiene. Soportan cansancio y frío; hambre y dolor. No conciben la claudicación. Luchan, destrozan, conquistan.

El espacio comienza a definir sus contornos: la desolación y el abandono tejen lentamente el olvido. El cielo extiende su capa de algodón gris sobre los hombros henchidos y se oculta detrás de un arbusto inútil. A lo lejos, aparecen las melancólicas casas; quién sabe por obra de qué milagro han resistido los embates. Desde su impenitencia, el tiempo se torna irrelevante.

Piensan en iniciar la inspección rutinaria y comienzan a rastrear y a husmear. Los detiene una ráfaga de viento que acaricia violentamente las maderas desvencijadas de un añejo establo. Creen mejor subir la guardia y estar atentos. No quieren
GO-portada-2sufrir ninguna baja; son perfeccionistas. Prefieren meditar, soñar, aguardar.

Los habitantes del pueblo espían a los invasores a través de las mezquinas celosías de sus destinos. Intuyen que la historia es un proceso cíclico de hechos y lugares anodinos y recurrentes. Hubo alguna vez un intento de resistencia. Resultó un fracaso. El líder se acobardó y firmó la rendición. Lo hizo por el bien de su pueblito que jamás osaría oponerse a la crueldad de estos bárbaros. El pacto creaba una sensación de felicidad —ilusoria, finita, gratificante— que permitía a los ciudadanos refugiarse en un prolijo encadenamiento de bostezos. Por lo tanto, se apropiaron de un espejismo parecido al de la vida humana: las madres amamantan a sus hijos, los padres salen de cacería con sus machos, y todos nacen, crecen, se reproducen y mueren. Pero aquella tarde de hora cero era diferente: era tiempo de partir, de sufrir, de morir.

Se aproxima el instante del encuentro, y el aire parece quedarse sin voz. El ejército conquistador se apodera casi con desgano del polvo de la calle; sin embargo, hay desconfianza. La calma, la facilidad son insoportables. Ya tendrían que haber salido como siempre lo hacen: caminando con ligereza hacia el centro del pueblo, entre gemidos y balbuceos que ruegan piedad hacia los más débiles. Pero esta vez las cosas no son así: el silencio es casi animal.

Las víctimas del ataque cumplen con una estrategia diagramada en medio de la cobardía y de la impotencia. Al contrariar las acciones preestablecidas, confunden al enemigo e instalan dudas en su plan de invasión. Algunos comandos ya están parapeteados en posiciones clave: en los techos de la casa abandonada, a lo largo de los extensos ventanales del majestuoso hotel, dentro de algunas trincheras cavadas con apremio extremo. La historia está a punto de cambiar de dueño. Hoy ellos atacan, triunfan, consuman la venganza.

Los invasores ensayan una reacción, un escape y acaso una súplica. Pero la jauría, durante tanto tiempo acallada entre la esclavitud y el castigo, ya no les hace caso. Ese pueblo, que alguna vez perteneció al género que según el profeta es el más despreciable sobre la faz de la Tierra, sobrevivirá, renacerá, florecerá sin la mano del hombre.

Ellos, los perros, aúllan desde el horizonte inevitable de su raza maldita.

 De Gente ordinaria. México: Cartón-Era (Librosampleados), 2014.

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