En medio del cruce de calles se paró un dingo callejero, todo amarillo, de tres mil razas de sangre, con la cabeza cuadrada y el hocico muy alargado lleno de una espuma espesa, demasiado blanca. Su posición era rara, un poquito desencajada, casi normal, con ese toque de imperfección próximo al desastre con que los borrachos quieren aparentar que no lo están, como puestos en el lugar por unas manos invisibles que pueden dejar de sostenerlos en cualquier momento, como le pasó al perrazo, que cayó de pronto en el mismo cruce de calles y empezó a convulsionar lanzando unos alaridos agonizantes.
A su alrededor bailaban unas moscas lentas, de cabezas verdes, de lo más asquerosas. En un costado el perro tenía pegada a la piel una etiqueta de perros calientes “Conchita Jumbo Dogs”, por eso supimos que alguien los había matado a propósito.
Todos sabían que los exterminios los organizaba el gobierno del Municipio. Mandaba a los de las brigadas de control canino con mochilas llenas de bolitas de carne picada mechadas con veneno a las que llamaban “postas”, para que las repartieran en los barrios con mayor población de perros callejeros. Tiraban los cebos en rincones, en esquinas, al lado de las columnas de las bodegas, en los declives formados por la acera, la calle, en el comienzo de los contenes, y lo hacían con el sigilo propio de los asesinos, imagino que aterrorizados por ser instrumentos de esas muertes atroces en que el veneno les disolvía los órganos internos a los animales todavía vivos haciéndolos sufrir horrendamente y, en igual medida, a ser descubiertos por la gente.
Los ecos de la agonía eran de un volumen y agudeza insoportables. El perrazo se retorcía en el pavimento dejando pedazos de piel y pelo en semicírculo, sus movimientos eran espasmódicos, como los de un bailarín de break dance y tal parecía dirigir el tráfico, pues los autos lo evadían con cuidado, como si les diera pena arrollarlo.
Tratamos de arrastrarlo hacia la acera pero lanzaba dentelladas inconscientes, así que no pudimos hacer otra cosa que plantarnos, mi hermanita llorosa y yo, a hacerle señas a los conductores, cuya visión era bastante mala en ese punto, pues la avenida principal hacía un giro brusco bordeando una sección de casas en forma de cuña que hería el tránsito en un peculiar cruce de sólo tres esquinas más conocido en el barrio como El triángulo de las Bermudas, por el número vidas que allí se había engullido el asfalto.
Cuando los chillidos empezaron a decrecer, llegaron otros dos perros, venían avanzando por el placer yermo del lote donde iban a construir la clínica estomatológica con el mismo paso inseguro y las mismas miradas de vidrio del dingo. Aullaban bajito, y casi se apoyaban uno en el otro. Cuando sus paletas se tocaban sin querer, lanzaban mordidas defensivas, quizás pensando que el dolor inmenso venía de un ataque del compañero. Se pararon otra vez en medio del cruce de calle y se dejaron caer, como en una coreografía macabra, en el pavimento, a gritar, con un no sé qué de imitación del otro perro que parecía coreográfico.
La gente se empezó a asomar a las ventanas y a los balcones, y ya podía oír ráfagas de juramentos bajando hacia la calzada desde los distintos niveles. La voz de mi madre nos llamaba, pero su galillo no era el largo pitido estridente cargado de autoridad, sino un chirrido suave, como de pájaro indeciso que se disolvió entre el calor y la fogosidad de la luz asesina del sol, tan brillante que no dejaba escuchar.
Por la bocacalle se arrastraban otros tres, tal parecía que los había convocado a una reunión con la muerte, y, cosa rara, meneaban la cola dócilmente cuando la gente les gritaba, pobrecitos, qué maldad, qué maldad.
Regresamos a guarecernos en el portal de la bodega y olía a plátanos medio podridos, a papas pasadas, con esa hedor dulzón que tienen la gente vieja y enferma. Dos policías habían llegado y trataban de mover la jauría hacia el lote vacío, uno a uno arrastrándolos por la cola, pero los perros oponían una resistencia heroica; retorciéndose en arcos imposibles casi los mordían. Un sargento llegó y le pidió el gancho de halar los sacos de papas al jefe del puesto de viandas, pero el hombre se negó.
–Si agarro al que me envenenó a León lo mato. –la voz sonaba finita, desde detrás de mi hombro, viré el cuerpo con sorpresa y Mandy me miraba con una fiereza cómplice que no entendí hasta que me señaló hacia el extremo derecho del bulto de perros moribundos y pude distinguir la cola pelona del mío.
Cacharro era un perro chino con un solitario mechón de pelos blancos estilo tomahawk que le daban la apariencia de un extraterrestre pellejudo. Era tranquilo pero mordía a los extraños antipáticos. Para mi suerte, tenía mis mismos gustos en cuanto a personalidades, así que casi nunca lamenté que le clavara sus pequeños dientecillos en la canilla a alguien.
Yo no lo achuchaba, pero él entendía cuándo y dónde atacar.
Nos acercamos con aprensión, nos daba miedo ver agonizar a nuestras mascotas. Chacharro le hacía honor a su nombre. Casi con los ojos fuera de este mundo, retorcido, transformado por la agonía, me reconoció y movió su colita pelona, esto me provocó unas arcadas instantáneas y vomité sobre el pavimento incandescente. Many lloraba sin ruido, con cara de vengador sin enemigo, miraba el sol y el cielo y el aire, miraba más y más a un punto del suelo a unos metros de él, yo sabía cuál, lo había descubierto el día del entierro de mi abuela Rosa: ese lugar adonde todo el mundo mira cuando sentimos una pena inaguantable, siempre está allí, a unos pasos hacia delante, en una zona confusa del camino: el punto exacto donde nos agarramos al mundo para no explotar, o desaparecer.
—Yo no puedo mirar más esto, vamos para la casa. —mi hermanita tenía la cara verde amarillenta, apenas podía tenerse en pie. Many la tomó por un brazo con una dulzura que me impresionó; ella, tan arisca siempre, se dejó llevar a pasitos cortos hasta la puerta del edificio. También miraba hacia un lugar fijo en el piso, más cercano que el de Many y un poquito hacia la derecha, mientras caminaba.
Los perros aullaban en un coro desentonado, algunos ya más bajo, otros con la fuerza de los primeros retortijones.
Nos sentamos en el rellano de la escalera y cerramos la puerta de cristal con armazón de hierro para no oír. Many tenía su mano puesta encima de la cabeza de mi hermana y no decía nada, tampoco le daba palmaditas, no la acariciaba, parecía bastar que la pusiese allí.
—Tú eres El Pianista, ¿no? —. Dijo Many y me tendió la otra mano.
—Sí, y tú eres Many, el de Estelvina. —respondí. Ella es mi hermana…
—Pelusa, sí, ya sé, el municipio completo se entera cuando tu mamá la llama a almorzar. —dijo y nos reímos un poquito.
—Parece que les enseñan bien cómo disimular, porque nunca han sorprendido a uno de estos mataperros con las manos en la masa —dijo Pelusa y se sonó la nariz con un pañuelito.
—¿Y si lo supieras qué? ¿Crees que pudieras hacer algo? —, dijo Many y meneó la cabeza con sorna.
—Pues pudiéramos sacarle una foto con la cámara de mi primo y colgarlas por todo el barrio con un letrero abajo que diga “Mataperros” o “Asesino” o “Este es el que mató a tu perro”, por ejemplo. —dije y mi hermana y Many me miraron, interesados.
—¡Eso estaría genial! —dijo Pelusa. Pero Many dudaba.
—A lo mejor ni le importa. A alguien así le importa un comino todo, no debe tener moral ni compasión. —refunfuñó.
—Sí, pero a la gente sí le importa y seguro le gritan cosas cuando salga de su casa, o le silban, o le tiran huevos y le escriben “Verdugo” en la fachada de su casa.. que le vendría bien.
—A lo mejor yo tengo una pista. —dijo Many. —Mi madre trabaja en el Ministerio de Salud Pública…. La gente por ahí dice que son los que ordenan las matanzas en secreto.
—¡Qué barbaridad! —dije y Pelusa se hundió en el peldaño como un moquito abandonado en un pasamanos. ¡Tanta pena le daba el mundo!
Many y yo caminamos hasta los bajos del edificio donde él vivía a jugar Piedra Papel Tijera y a esperar a su madre. Pelusa se fue a almorzar, mi madre había desencadenado su pitido infernal y si mi hermana no respondía al instante los cristales del barrio empezarían a rajarse. Al menos eso fue lo que dijo Many, con su sonrisa de medio pelo y la tristeza posada en el hombro. Los aullidos habían cesado y solo quedaba ese silencio ensordecedor que sigue a las catástrofes. Fue entonces que nos miramos a los ojos por primera vez en nuestras vidas.
—El Triángulo de la Bermudas —dijo él, señalando hacia la masa de perros muertos, y nos dimos la mano profundamente, como hacen los amigos viejos.