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El silencio y la furia

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Michel Foucault sobre lenguaje y literatura

 

Es posible que en algún remoto momento alguien, de igual modo remoto, informe que todo lo que alguna vez Michel Foucault escribió, dijo o dictó, se terminó de publicar. Pero mientras tanto las editoriales de aquí y de allá seguirán reuniendo papeles dispersos, agrupándolos según los temas abordados, y dándolos a conocer en volúmenes a veces esenciales y otras un tanto aleatorios, ya sea por la fecha de origen de los textos o por la distancia de enfoques teóricos que su obra supo registrar. De alguna manera ese es el caso de La gran extranjera. Para pensar la literatura, libro que reúne charlas dictadas en radio, y conferencias ofrecidas en las Facultades Universitarias Saint-Louise (Bruselas), en la Universidad de Bufalo (Nueva York) y en Montreal entre 1963 y 1971. “El lenguaje de la locura”, “Literatura y lenguaje” y “Conferencias sobre Sade” son los tres módulos principales, además de un índice de notas en las que Foucault abordó el tema de la literatura y de los escritores, ya sobre Raymond Rousell, Gustave Flaubert, Maurice Blanchot, Gérard de Nerval, Julio Verne u otros menos conocidos.

En una entrevista de 1975, el periodista Jean Le Marchant le preguntó a Foucault si, además de clásicos como los citados, leía autores contemporáneos, a lo que contestó que “Poco. (…) Para la gente de mi generación, la gran literatura era la literatura norteamericana. (…) La literatura era la gran extranjera”, refiriéndose en particular a William Faulkner, cuyos escenarios visitó en 1970 en un viaje por el valle del Mississippi. Así comprendida la idea que da título al libro, la misma resulta sugestiva aunque luego en los textos la metáfora no se hace presente o se diluye en consideraciones más prácticas, sin por ello abandonar el estilo refinado y desafiante que caracterizó a toda su obra.

Un horizonte común

Focuault analiza los vínculos entre lenguaje y locura, tema sobre el que ya había trabajado en su primer libro Enfermedad mental y personalidad (1954) y en Historia de la locura en la época clásica (1961), y sobre el que volverá en Las palabras y las cosas (1966) bajo la hipótesis de que “el parentesco entre la locura y el lenguaje no es simple ni de pura filiación; el lenguaje y la locura están ligados, antes bien, en un tejido enredado e intrincado donde, en el fondo, es imposible distinguir uno de otro”. Esa indistinción implica, sin embargo, que entre el uso y el no uso del lenguaje en el sentido del habla o la escritura queda establecido un ejercicio de libertad, y que allí donde se descifran o se confunden los signos es donde se establece el límite entre la salud y la enfermedad.

Así planteado el inicio del asunto, Foucault sostiene que “las locuras, aun las que son mudas, pasan, y pasan siempre, por el lenguaje. Que no son tal vez más que la extraña sintaxis de un discurso”. Interpretar, pues, el discurso del loco en todas sus áreas (incluso en su silencio) es parte de una tarea central, que suele verse interrumpida no porque estos “no hablan, sino tal vez porque, justamente, hablan demasiado, con su lenguaje sobrecargado, en una especie de profusión tropical de los signos en la que se confunden todos los caminos del mundo”.

Habitar el espacio del lenguaje con la posibilidad de desentrañar su constitución, alumbrar sus secretos –todo lo que el loco no puede hacer-, en un momento de la Historia en el que una vez aceptada la muerte de Dios y el fin de las utopías “sabemos que no seremos felices”, es el “único recurso, nuestra única fuente”, y una vez trasvasados sus límites nos acercamos a dos caminos que corren paralelos: la locura y la literatura. En el marco de ese extraño, colindante y a la vez alejado vínculo, Foucault da el ejemplo de Antonin Artaud, quien en cartas dirigidas a Jacques Rivière, se pregunta por qué dar apariencia de ficción a aquello que está hecho de la “sustancia inextirpable del alma”, como si uno y otro lenguaje –el de la locura y el de la creación literaria-, pudieran confundirse arbitrariamente.

Y bien –enfatiza Foucault-, la literatura y la locura, en nuestros días, tienen un horizonte común, una suerte de línea de unión que es la de los signos.”

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Verdad y deseo

Las dos piezas que dan forma al apartado “Literatura y lenguaje” fueron dictadas en Bruselas en 1964, y muestran a un Foucault aún “atrapado” en los esquemas del estructuralismo, del que se iría distanciando desde la publicación de Las palabras y las cosas, para alejarse en forma definitiva en los 70 y 80. Están estas conferencias atentas a algunos fenómenos del lenguaje que por entonces se consideraban relevantes, en el marco de pesquisas literarias caracterizadas por el detalle, por las metáforas improbables o a veces directamente caprichosas (la frecuencia del bucle en el teatro de Corneille, la metáfora del abanico y el ala en la poesía de Mallarmé), la distinción entre obra, lenguaje y literatura, el lenguaje como espacio o como tiempo, el paso de la memoria a la conciencia de sí como fundante de la literatura a partir del siglo XVIII, que requerirían de un lector dispuesto a una complicidad teórica hoy poco frecuente.

No obstante Foucault detecta ya, cincuenta años atrás, algunos de los elementos clave de lo que será el posmodernismo literario, en particular las formas de escritura y el análisis simultáneo de esas mismas formas, por ejemplo esenciales en autores como Don DeLillo, o en la relativa libertad establecida por la literatura ante su elemento constitutivo: “Es cierto que la literatura se hace con lenguaje. Así como la arquitectura, después de todo, se hace con piedras. Pero no hay que extraer de ello la conclusión de que es posible aplicarle indistintamente las estructuras, los conceptos y las leyes que valen para el lenguaje en general”.

La última parte del libro, dedicada a la obra del Marqués de Sade, es notable por su poder de análisis y por la síntesis con la que son planteados sus cuatro conceptos fundantes: la inexistencia de Dios (como límite moral), la inexistencia del alma (como límite espiritual), la inexistencia de la naturaleza (como límite biológico) y la inexistencia del crimen (y por ende de la ley). Es desde ese poliedro que los discursos de Sade se establecen con funciones especiales, transformándose en gestores de lo ilimitado, en la irrupción del libertino como héroe positivo, en la distinción entre verdugos y víctimas, y en una ingeniería racional que apunta a convalidar los cuatro conceptos mencionados. Una nueva relación entre verdad y deseo se desprende de este mundo, en tanto que Foucault determina en la escritura de Sade “un principio de recomienzo perpetuo del goce sexual”, convirtiéndose en el instrumento básico para borrar las diferencias entre el principio de placer y el principio de realidad.

A pesar de algún reparo, el libro es un constructo más de una de las obras filosóficas más importantes de nuestros tiempos.

La gran extranjera. Para pensar la literatura, de Michel Foucault, Siglo Veintiuno Editores, Buenos Aires, 2015, 189 págs.

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