
para Marisela Fierro, donde quiera que esté
Tijuana es como una de esas ciudades invisibles de las que tanto nos contara el escritor italiano Ítalo Calvino: aunque está ubicada en una península se cree una isla. Aunque es una urbe mexicana se piensa el ombligo del universo. Tijuana está llena de sueños de grandeza: algunos justificados, otros no. Pero lo que nadie puede negar es que esta urbe fronteriza forja artistas singulares, intelectuales propios. El orgullo es su peor defecto. La audacia, su mayor virtud. Cuando la conocí de niño pensé que era un circo enorme, lleno de burros pintados de cebra, merolicos empeñosos en que conociera muchachas encueradas, pistas de carreras donde en vez de atletas competían galgos y caballos. Una ciudad llena de tugurios con música a todo volumen, de tiendas de segunda donde todos los desechos de la civilización se acumulaban, de yonques apocalípticos que parecían salidos de una película de desastres, de cerros donde se levantaban casas en precario equilibrio dispuestas al derrumbe. Una urbe que se creía excepcional aunque nunca lo fue.
Esa era la Tijuana que me encontré cuando regresé a Baja California en 1981: un paisaje donde la vida comunitaria estaba al borde del abismo. Ya como escritor la he visitado como el centro cultural que es por el esfuerzo cotidiano de tantos artistas: un orbe donde sus creadores contribuyen más a defenderla que sus políticos y cámaras de comercio. Fui testigo de su despegue artístico en los años ochenta, cuando apenas comenzaban el Cecut, el Centro Cultural Tijuana, y el Colef, el Colegio de la Frontera Norte, con sus respectivas faenas intelectuales y de promoción cultural. Entonces los artistas tijuanenses contaban con un excelente sentido del humor y podían reírse de sí mismos y de su ciudad con digna ironía. Recuerdo que la movida tijuanense de aquellos tiempos, entre 1986 y 1994, se extendía desde la Universidad Iberoamericana Noroeste, con profesores y promotores culturales como Roberto Castillo, María Isabel Peredo y Fernando Vizcarra, hasta la Universidad Autónoma de Baja California, donde el grupo literario de la revista Hojas compartía escenario con Francisco Chávez Corrujedo, Manuel Bojórkez, Ignacio Flores de la Lama y Emmanuel Silva. Todos ellos bajo la tutela del profesor Rubén Vizcaíno Valencia, que les abría las páginas del suplemento Identidad en El Mexicano. Aquí también hay que mencionar a los intelectuales del Colef, algunos desenfadados y otros serios, entre los que sobresalían Manuel Valenzuela, Víctor Espinoza Valle, Norma Iglesias, Francisco Bernal, Leobardo Sarabia Quiroz y Humberto Félix Berumen. Y en el Cecut, que ya era entonces un centro de trabajo a tambor batiente, se destacaban personalidades como Álvaro Blancarte, Vianka Santana, Benjamín Serrano, Ángel Val-Ra, Rosina Conde, Isaac Artenstein y tantos otros artistas independientes que luchaban por hacerse o consolidar un lugar para sus expresiones creativas de cara al mundo contemporáneo.
En esa mezcolanza de grupos, movimientos y anhelos de conocimiento, gozo y trascendencia, pronto un sitio destacó fuera del ámbito institucional: el Río Rita, un bar por la avenida Revolución, un centro cultural, un foro subterráneo. Se bajaba por una escalera y luego uno iba adentrándose por esa versión en neón del inframundo. Y allá, al fondo, estaba la fauna tijuanense en pleno y sus guardianes fieles: Leobardo Sarabia, Armando García Orso, Humberto Félix Berumen, Cosme Collignon y Rommel Rosas. Y la fauna rugía en su guarida favorita: con el teatro cabaret de Edward Coward y Raquel Presa; con la música de Tijuana No (donde Julieta Venegas aún no era la famosa cantante pop de fama mundial sino una Morticia adolescente, inseparable de Ivonne, su gemela fotógrafa); con las lecturas de Francisco Morales, Francisco Bernal, Alfonso García Cortez y Alma Delia Martínez; con la presencia de Alfonso López Camacho, el dueño de la Librería El Día; de Gabriela Posada, la novia darkie de Leobardo; de Carlos Fabián Sarabia, el coordinador del cine-club de Río Rita, así como de Alfonso Lorenzana, el fotógrafo temible que no dejaba de apuntarnos con su cámara monumental.
Y si a esta poción candente agregamos personajes como Octavio Hernández, el experto periodista de la escena roquera fronteriza, Manuel Escutia, el diseñador gráfico y caricaturista, Guadalupe Rivemar, la promotora cultural, o cualquier visitante extraviado que entraba, por su cuenta y riesgo, a aquel purgatorio donde la intelectualidad fronteriza se daba cita, tendremos un vislumbre de lo que fue Río Rita en su época de auge y esplendor. Aquí Diane Arbus se hubiera sentido en casa entre tantos freaks. Yo tengo vagos recuerdos de aquellas andanzas nocturnas, donde todo parecía una película de Fellini con trazos de Buñuel, donde las criaturas más estrambóticas del público se codeaban con la fauna cultural que hacía pasarela para ver y ser vista, para ser la audiencia y el espectáculo a la vez.
It’s only techno music, but i like it.
-Somos una afortunada concentración de voluntades —me aseguraba Leobardo Sarabia (allá por 1990, 1991) mientras revisaba el más reciente ejemplar de Trazadura, la revista cultural que hacíamos en Mexicali y, a la vez, me obsequiaba el más reciente ejemplar de su revista Esquina Baja—. Apostamos por la frontera, por la cultura fronteriza como creatividad y debate, como foro de discusión, como instrumento de comunicación y vinculación con el mundo. No queremos caer en lo que cayeron las generaciones pasadas: en la bohemia cultural, en el efectismo pasajero, en el fácil vanguardismo. Nuestro proyecto es cimentar una tradición cultural. Nuestra tarea es acumulativa: impulsando la crítica, abriendo espacios al arte, dándole voz a las manifestaciones culturales que expresan la realidad de nuestra región. Queremos que el Río Rita sea un generador de iniciativas independientes, un catalizador de nuevas formas de asumir el arte, de vivirlo a toda velocidad, de estudiarlo a fondo.
El bar Río Rita fue el centro de la movida cultural tijuanense entre fines de la década de los años ochenta y principios de los años noventa del siglo pasado, un espacio donde se presentaron obras de teatro, cine de arte, conciertos, exposiciones, performances, mesas redondas y presentaciones de libros entre el barrullo de los contertulios. Yo lo recuerdo como una Comedia dantesca: un espacio al que ibas entrando poco a poco hasta no encontrar la salida. Pasabas de un restaurante a una taberna y de ésta a un escenario teatral, a una sala de cine, a un aquelarre donde vampiresas fronterizas escenificaban performances para todos los gustos y necesidades. Fue el sitio al que había que ir si querías conocer la Tijuana artística cuando apenas levantaba el vuelo. Mito que sigue de pie. Leyenda áurea que se niega a morir. Memoria viva de aquella generación de artistas y promotores culturales que dio vitalidad y nuevos aires a la cultura bajacaliforniana con sus fiestas sin par. Allí fue donde Roberto Córdova me tomó la única foto que hay en que salgo bailando. La damisela en apuros fue Marisela Fierro, quien salió bien librada de tantos pisotones recibidos. De verdad. Se los aseguro. Vivió para contarlo.
Eso fue el Río Rita: un festival para darkies, un jolgorio para seres nocturnos. El sitio de encuentro de artistas, promotores culturales, académicos fronterizos y escritores, muchos de los cuales ya han fallecido o residen en otros rumbos. En su laberinto interminable se fraguó la cultura y las artes que aún hoy definen a Tijuana, esa ciudad donde nunca sale el sol, esa urbe donde los dioses devoran a sus discípulos con furibunda piedad. El Río Rita, nuestra mejor pesadilla, nuestra más ferviente celebración, donde el futuro era el viaje y el destino, la agitación y la promesa, la verdad y el deseo. Un momento que parecía hecho para todos los proyectos habidos y por haber. Un estado de ánimo que era pura labor comunitaria, puro trabajo en equipo. El mejor de los tiempos posibles. El más entrañable. El más humano. El más creativo.
Ahora es sólo un mito que la nostalgia sostiene.
Una leyenda que se niega a morir.







