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El portón

La pista mojada se llena de cielo gris y de nubes despintadas. Allí hay una casa cuadriculada. Un cubo de tres pisos. Frente de portón de cedro, pintura blanca fresca. Un olivo crece delante  de la puerta de entrada, los helechos recién regados cuelgan en ganchos sobre la pared de ladrillo y desde maceteros hechos a mano atados a sólidas vigas de madera sobre el garaje.

Se escucha un grito desde la casa, todo lo demás es silencio en este barrio de Lima. El portón funciona como si fuera el telón: ahora se ve solo la madera marrón. Tres segundos después, este se abre con un ruido de metal oxidado: es su respuesta a la llamada del control remoto. Un perro corre hacia la calle. Entonces vemos a dos, cuatro, seis niños, todos vestidos de gris y blanco, subiéndose a un automóvil azul. El motor apaga una voz de adulto que llega desde el interior de la casa, apenas se oyen fragmentos: “desayuno…tarde…todos”. Un adulto se sube al auto y este empieza a retroceder. Con lentitud, cruza la acera, desciende por unas huellas de concreto. Los neumáticos apisonan el parche de grama que crece entre la vereda y la calzada. El auto azul gira con lentitud hacia la derecha, hace ruido de acelerar, y se va.

El portón se ha quedado abierto. Es una pieza maciza. En algunos de los bordes inferiores la madera se ha descascarado y exige pronta reparación. Adentro hay un garaje amplio, para dos autos. El piso de ladrillos rojos, colocados en hileras, pide también mano de albañil en algunas esquinas. Los helechos, desde sus maceteros de arcilla, cuelgan inmóviles. Sabemos que no hay viento en Lima, aquí se puede caminar sin temor a que nos empuje con crueldad la mañana.

Los charcos de agua son cosa nueva. Solía no llover en esta geografía. La única agua que conocían los vecinos brotaba de las cañerías y del chorro de la manguera del parque. Al parecer, llueve ahora cada dos días. Quisiera creer que los jardines, el olivo y lo helechos son más felices, pero pareciera no importarles mucho.

Un hombre de cierta edad aparece en escena. Su cabello es blanco, nunca agacha la mirada, carga muchos papeles bajo el brazo y camina como si estuviera esquivando piedritas del río. Escudriña el frente, allí donde estamos nosotros sentados observándolo. El perro se mete a la casa con sincero respeto: «Sólo salí a mear», decía con sus ladridos, durante las primeras mañanas en que empezó su rutina. Sin embargo, ya han pasado tantos años que hoy no necesita decir nada. Mientras su dueño lo sigue con la mirada, se acomoda en un rincón del garaje, se echa, pone la cabeza sobre sus patas y nos mira.

El hombre sube a su automóvil. Es una camioneta gris, petrolera. Despide una enorme cantidad de humo negro al encenderla, que le da un aspecto siniestro a toda la escena. Pero no sucede nada: nadie va a matar a nadie. Es una mañana de esas en que la rutina nos convence que son necesarias. Me explico: en el momento en que el hombre enciende su auto, suceden miles de acontecimientos más interesantes en otros lugares del mundo: decenas de fanáticos ingleses marchan hacia un estadio donde serán aplastados, miles de jóvenes chinos preparan una marcha de celebración hacia una plaza donde la policía abrirá fuego contra ellos, y un escritor argentino escribe las páginas de ficción más importantes de toda su generación. En esta calle, la camioneta calienta motores y retrocede. El perro observa y no manifiesta ninguna inquietud. No sabe lo que pasará en su vida dos horas después, mañana, el año siguiente. Los helechos siguen creciendo, el parche de grama recibe con resignación las cuatro llantas.

La camioneta dobla hacia la derecha. Antes de marcharse, el hombre aprieta el botón del control remoto. El peso del portón desciende llenando la calle de ruidos secos y la camioneta gris se va.

Es otra vez la misma casa. Me embarga una justificada sensación de angustia. Me paraliza la imagen. Es una casa cualquiera, una vida cualquiera ¿Así también son nuestras mañanas?

Mientras decido si me levanto y me voy, me asaltan otras preguntas: ¿Qué fue de los niños?, por ejemplo. Uno de ellos sigue viviendo allí, tiene un perro más grande, más pelucón y tan entretenido como ese que vimos. Casi no pasa tiempo en la casa, tiene una novia y trabaja en construcción. Otro ha emigrado hacia los Estados Unidos, dirige un laboratorio donde experimenta con el tiempo, cerca de la calle Kappock. Dos de ellos viven en las montañas: uno está divorciado y tiene un hijo que adora los juegos de video. El otro se ha casado con una centroamericana y tiene una hija que está comenzando a hablar. Otro de ellos enseña inglés en Miraflores y está de novio. El menor de todos se ha dedicado al cine y está filmando una película en Noruega.

El perro de la escena murió atropellado. El hombre que cerró el portón sigue saliendo con sus papeles bajo el brazo, pero ahora se toma más horas libres, duerme un poco más y disfruta de la playa.

¿Y el portón? Sigue allí. Fiel, escondiendo las aventuras que suceden todas las mañanas en esa casa. Ha recibido varias manos de pintura, sus goznes han sido bien aceitados. Disfruta de una buena vejez, podríamos decir. No le molesta que los niños hayan partido: odiaba cuando peloteaban contra él. Sin embargo, algunas tardes de Lima lo gana la nostalgia: extraña sus gritos y gestos exagerados.

La grama ha ido cambiando con el paso de los años. Ella extraña al olivo, que fue talado el verano en que los niños consiguieron trabajo y necesitaron garaje para sus autos. La calzada está igual, el paso del tiempo no la ha deteriorado. Los helechos siempre se quejan del humo de la camioneta, pero son regados a diario y, fuera de eso, nadie les hace caso.

Una historia sencilla ¿no? Miro a mi derecha y veo a una mujer llorando. Los demás espectadores se están levantando de sus asientos. El portón sigue cerrado. Se encienden unos focos de luz débil que apenas iluminan la sala. Un par de ancianos aplaude desde la última fila. ¿Por qué no? Antes de levantarme también le dedico unos aplausos al portón. Me pregunto quién habrá entrenado al perro.

Afuera del cine hace frío. La mujer que estaba llorando camina a mi lado pero no me atrevo a abordarla. Nunca me ha sido fácil decirles cosas inteligentes a las mujeres que sufren. Mis mejores líneas son siempre casuales, informales, divertidas. Doblo en la primera esquina para perderla.

Creo que me ha afectado la película. Quisiera saber por qué.

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