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El objeto eterno

La abuela de Nezar Abduhla Suleiman soñó que su nieto iba a ser presidente de la república. Fue un sueño bastante controvertido teniendo en cuenta, uno: que la nefasta mala suerte del pueblo palestino les había deparado una vida de extranjeros en su propia tierra, dos: que los judíos eran más fuertes y numerosos y nunca dejarían la fértil llanura, y tres: que Jahima, madre hipotética del bienaventurado, solo tenía tres años de edad. Lo único que la ayudó en su profecía fue el tiempo. Para ser más concretos, el año en que lo soñó: mil novecientos sesenta y nueve.

En la familia ya eran costumbre las predicciones de este tipo. Desde que recordara, la futura abuela había oído hablar de más de cien dictámenes presidenciales, reinados o jefaturas que nunca se dieron. Las recordaba todas, hasta el más mínimo detalle, porque podía leerlas en los anales de la familia, que se extendían más de trescientos años en el pasado. Ella misma había tenido antes de este, otros cuatro augurios oníricos, y como siempre en estos casos, abrió el libraco familiar: una suerte de mesa sueca para polillas, pues cosidas con hilo de seda o pegadas con almidón se amontonaban en un «libro» multicolor tantas hojas de diferentes tiempos, que bien podían ser tomadas por una muestra ingeniosa de la evolución del papel.

Scherezada, el nombre es es pura coincidencia, abrió los anales familiares y se aprestó a contar cada detalle del sueño. Estuvo más o menos dos horas en ello: esmerada calígrafa, hacía todo lo posible por anunciar el futuro con letra clara y legible. Y cuando ya estaba por terminar se iluminó, o la iluminaron, que la influencia y presencia de alguien o algo sobrenatural no está descartada. Scherezada se iluminó o la iluminaron como un bombillo de quinientos wattes: ella ni lo pre ni lo sintió. Simplemente la picó la curiosidad y quiso revisar todos los augurios, premoniciones y profecías desde lo inmemorial de tres siglos de aquella familia tan adivinona. Dejó lo que estaba haciendo, acomodó aquel aquelarre de cuartillas, y empezó a leer desde el principio.

Es verdad, suena increíble que ella supiera leer el hebreo antiguo, pero vamos a suponer, para el buen desenvolvimiento de esta historia, que sabía. Quizás, y perdonen si es un disparate, hasta el hebreo de hace tres siglos sea legible para los árabes de ahora y yo esté haciendo el ridículo. En fin, Scherezada empezó a leer toda aquella monserga donde se mezclaban relaciones serias, mentiras, traumas infantiles y locuras infames. Pasaba las páginas con cuidado no fueran a dañarse. A veces reía, otras suspiraba, las más, hacía sonar su incredulidad de huevo frito.

Pero perseveró y perseveró. Y así, al cuarto día de lectura, descubrió lo que tenía que descubrir.

Antes de contar el desenlace de esta anécdota real y satisfacer de una vez el ansia de mis lectores, debo hacer una aclaración de índole literaria:

Muchas partes del «libro» estaban escritas en verso: había letanías, sonetos, alejandrinos, poesía libre, prosa poética, dadaísta, surrealista; había de todo, era increíble, para nosotros por supuesto, pues Scherezada no sabía absolutamente nada de métrica ni de vanguardias artísticas. Cabe la hipótesis que la familia mandara a sus hijos a estudiar a Europa, ¿no?

Pero lo más importante no era el estilo de los versos, no. Lo que la joven descubrió fue que todos, absolutamente todos los fragmentos escritos en rima, contando los suyos propios (ella se las gastaba a veces de rimona), estaban dedicados a un mismo tema: a venerar la idea del que tuvo la idea de escribir todo aquello, es decir: el libro en sí mismo.

Como ustedes, inteligentísimos lectores, de seguro ya habrán razonado, los versos aparecieron cuando el libro tenía ya unos cuantos añitos de existencia. Tantos como para asombrar a un joven estúpido que cree que los viejos no tienen ideas originales o dudara de su perseverancia(la de los viejos) y necesita exteriorizar su asombro mediante lo más elevado y sublime: un poema.

Era extraño, todos los poemas hablaban de lo mismo. Algunos eran buenos, otros malos y otros horribles, pero iguales: las mismas intenciones, similares metáforas y diferentes hojas. Parecía como si el tiempo no hubiera transcurrido dentro del crecimiento espiritual de la familia. Había incluso referencias a un tal Mahmun Suleiman, que en 1735 dedicó un lienzo y un par de esculturas a la idea, y al tataranieto de este: Mohamed, compositor de dos sonatas para piano, y piano y violín, estrenadas en París un siglo y medio después(lo que corrobora la hipótesis de lo ricos y andariegos que fueron alguna vez los Suleiman)

¿El «libro» había sido escrito o soñado? ¿Era un ente material o ficticio? Lo cierto es, que había inspirado a seres tan alejados en el tiempo, que pasaba a ser (a pesar, por ejemplo: de quemarse dos minutos después) un ente independiente. Pues, con su contenido onírico, había dado lugar a objetos reales inspirados en él. Para ser más claros, los primeros sueños agregaron a la realidad un óleo sobre lienzo, dos esculturas (se presume en forma de libro) y unos cuantos poemas. Después, en la que llamaremos segunda etapa de gran creación provocada por este fenómeno, se le agregó música. Cabe hasta la posibilidad de que esta estuviera inspirada en los poemas o en los homenajes plásticos hechos ciento cincuenta años atrás. La similitud de las causas y sus propósitos deja entrever un plan; el período más que grande, enorme, revela un ejecutor sobrehumano; pero a diferencia de otros casos (ver el sueño de Kublai Kahn), este es un objeto eterno realizado, ingresado por completo en el mundo. Pues el último sueño, el de Scherezada, fue la clave de toda la serie: ella tomó la determinación de no escribir más y cerrar el «libro»( ya se verá el porqué), dándole un fin concreto, artístico y perdurable.

Pero Scherezada no pensó todo esto. Fue menos suspicaz, pero más práctica. Ella creía en sus visiones y veneraba la grandiosa idea de una relación de estas, en su ilustre familia. Pero también se dio cuenta que su Jahima tenía que comer y ponerse fuerte y hermosa y encontrar marido y parir. Y para todo eso debía alimentarla. Si el nieto iba a ser presidente, entonces debía nacer fuerte y bien comido. Por otra parte, tampoco era tan bruta (recuerden que leía hebreo antiguo) como para no darse cuenta que cualquier museo pagaría una fortuna por tan singular hallazgo.

Así pues, terminó de escribir y vendió el libro, con perdón por la elipsis, lo demás no importa: digo el cuándo, el cómo y el por cuánto.

Y así, Scherezada Suleiman, futura abuela del presidente de la república, ayudó sin saberlo a Whitehead, a la historia de la filosofía y a la concreción real de algo hasta ese momento irrealizable, cuando vendió, a muy buen precio, el primer objeto eterno que entró en museo alguno. (Claro, esto solo lo sabemos nosotros, porque los museólogos…)

 

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