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El niño debe morir

“Hay que matar a la persona que estabas destinado a ser y convertirte en la que quieres ser”, Rocketman.

 

2012.

Lucas García París se encontró en el aeropuerto de Vigo, España, con su hijo Gabriel y su esposa Yamila. Iba camino a residenciarse de forma definitiva en la ciudad junto a ellos, que lo esperaban desde hacía seis meses. El reencuentro tuvo las convenciones de rigor: besos, abrazos, qué hiciste en este tiempo. Así hasta llegar a casa, cuando se acomodaron sobre el sofá y Lucas –quien para entonces ya había publicado las novelas Rocanrol y La más fiera de las bestias, así como el libro de cuentos Payback– se inclinó hacia adelante, llevó sus manos a sus sienes y disparó el gatillo de una escena más inesperada que las que llenan de pólvora sus historias: comenzó a llorar.

Su esposa y su hijo lo vieron con la misma cara de sorpresa con la que sus lectores esnifan sus libros.

 —Voy a extrañar demasiado a mi país: allí está mi vida, mis amigos –gimoteó.

Gabriel, de nuevo años, percibió que una planta se abría paso dentro del muro de concreto que, en su opinión, era su padre: nunca antes lo había visto llorar.

La última vez que se entró a coñazos estaba en bachillerato. Fue durante una de las clases que más detestaba: Educación física. Para fortuna de su ego, en ese instante estaban practicando la única cosa para la que era bueno en esa materia: gimnasia. Mientras saltaba el potro, uno de sus compañeros le dio un lepe.

Ese lepe fue una más de las incontables agresiones –físicas o verbales– que recibía Lucas por día. Fue una más de las que en un lapso demasiado corto de la mañana ya había padecido. Y provino de quien él sabía que no era el macho alfa de la manada. Porque, razonó, con el macho alfa no había nada que hacer: siempre le ponía la pata encima, lo que daba pie a que otros lo imitaran. Pero esta vez quien quiso hacerse el gracioso fue el macho beta. Y ese, lo supo en su inconsciente, quería hacer una gracia y le iba a salir una morisqueta: porque con ese, con ese sí podía.

Lucas tiró un gancho lleno de hartazgo que puso a bambolearse a su contrincante. La pelea duró poco y lo tuvo a él como vencedor, entre otras cosas, porque el resto de la manada ni se inmutó: nadie apoya al macho beta.

Fue la única pelea de su vida en la que salió victorioso. Al menos, la única pelea a puño limpio.

El niño nació en 1973 y creció en una familia en la que el arte parecía un destino. Hijo del periodista Luis García Mora, que repite que la poesía y el beisbol le salvaron la vida, se sintió estimulado a crear desde que entendió que con un lápiz podía dibujar al mundo. Su abuelo detectó entre él y su nieto ciertas similitudes, y no dudó en llenarle los días de anécdotas que relataba con el mismo semblante con el que evaluaba su vida: él, ingeniero civil, dominó el clarinete –aprendió teoría y solfeo– en su Margarita natal antes de cumplir los 13 años. Repetía, en consecuencia, que era el “Mozart de Asunción”.

Un Mozart que nunca vivió del arte.

Su abuelo ocupaba mucho rato compartiendo alcohol y chanzas con sus amigotes: Antonio Lauro, Miguel Otero Silva, Alirio Díaz, Carlos Cruz-Diez. Fue justamente este último quien, cuando Luquitas tenías nueve años, vio sus dibujos. Quien nunca necesitaba motivos para celebrar, encontró uno que juzgó oportuno: el talento de aquel niño.

—¡Este va a ser un futuro Modigliani! –festejó Cruz-Diez.

Los amigotes agarraron los dibujos del niño, lo pegaron sobre cartones, armaron el simulacro de una exposición y se emborracharon en honor al nacimiento del nuevo Modigliani.

Desde entonces, se edificaron dos torres a ambos lados del camino de ese niño que dibujaba con el goce de los pájaros cuando aprenden a volar: una, la convicción –muy suya– de que si ese grupo de borrachos afectuosos aparte de ser los cómplices de su abuelo podían hacer cuadros y cosas destacadas en el arte, él también podía; dos, las expectativas del entorno, de la familia, del mundo: las expectativas de que dentro de él vivía algo parecido a un genio.

Dos momentos.

Uno: ya sus padres se habían divorciado. Estaba como en sexto grado y, cada fin de semana, papá iba a buscarlo a él y a su hermano Daniel (ambos vivían con mamá) para llevarlos a pasear. Pero ese fin de semana Lucas debió quedarse encerrado: tenía lechina. Tuvo que “conformarse” con una caja de libros policiales que le llevo papá, entre los que destacaba una colección de cuentos de Raymond Chandler.

Pum: el niño mató al tiempo y cambió su vida.

Desde entonces, a su pasión por el cómic se sumó una sed cada vez más fuerte por la literatura.

Dos. Tenía 12 años y, ese fin de semana, sí pudo cumplir con la religiosa salida. Fueron al cine. Vieron 2001: Una odisea en el espacio. Lucas salió de la sala en silencio. El corazón de sus pupilas todavía latía. Su cerebro no terminaba de procesar todo a lo que se había enfrentado. Una hora duró su mutismo. Tiempo suficiente para que las masas que se movían en su interior terminaran de unirse para dar inicio a una nueva semilla: al cómic y la literatura se sumó el cine. Sus tres pasiones se amalgamaron y, en su pecho, se sembró el sueño de ser artista.

Pero, ya se sabe, adolescente que siente el mundo con tanta intensidad no suele estar entre los más populares de la jungla que representa el bachillerato. Y lo que es peor: adolescente que conoce el amor hacia la vida, que descubre su talento y descubre cierta autonomía en su máquina de generar metas, no suele ser el más querido por un sistema educativo que se afana en parir robots.

—Mira vale, ¿qué es lo que le pasó a Lucas? –preguntó el abuelo del adolescente al papá del adolescente, por teléfono.

—No sé. ¿Qué le pasó a Lucas? –respondió papá.

—Bueno, chico, está raspado –el comentario llevaba la indignación de un hombre que había sido profesor de Física, Química y Matemática en bachillerato.

—¿Cómo es eso?

—Sííííí, cómo no. A Lucas lo rasparon en Química.

El abuelo se había enterado de la noticia tras llamar a su ex nuera.

—Mira vale, tenemos que irnos para allá.

—Papá, son las diez de la noche…

—Vamos.

Abuelo buscó a papá en el carro y se fueron a casa del joven. La escena tomó tintes de drama norteamericano: Lucas sentado a la mesa, rodeado por su mamá, su abuelo y su papá, firme en su convicción: había raspado, sí, pero no tenía interés en continuar estudiando. ¿Para qué?, decía. Él quería dedicarse a la ilustración, al diseño gráfico, quería ser un artista. Y para eso no hacía falta ir a la universidad, uno estudiaba en institutos y listo…

Los tres adultos se llevaron las manos a la cabeza en diferentes momentos y de diferentes formas, pero con una sensación en común: eso no podía estar pasando.

Abuelo habló alto, con la voz grave. Que eso era una bolsería, dijo.

—¿No has pesando en la arquitectura? –preguntó– Ahí puedes desarrollar esas cosas.

—No, a mí no me gusta eso.

Mamá, que se mantuvo en silencio la mayor parte del tiempo, decidió abrir la boca:

—Mira, Lucas, tienes que pensarlo otra vez.

Los tres adultos unificaron sus discursos: estaba bien que no quisiera ir a la universidad, ¿pero tampoco se iba a graduar de bachiller?

—Vamos a negociar –propuso papá–. Tú te gradúas de bachiller, poeta, y lo demás lo podemos definir después.

El adolescente aceptó la oferta. Pero lo hizo a su modo. Sus últimos meses como estudiante escribió una novela que, a la postre, se extravió: una versión exagerada de su vida. Conciertos, alcohol, mujeres, sexo: todo lo que no le pasaba. Páginas llenas de puerilidad, pero escritas con la inocencia y tozudez del creador: del que decide, pese a las evidencias externas de lo contrario, que puede hacer un nuevo universo. Del que puede sentarse, iniciar, desarrollar y terminar: cuatro pasos sencillos en los que la mayoría de las personas se ahogan.

Al final, se graduó del bachillerato. Y no, no fue a la universidad. Asistió a un instituto de diseño gráfico y salió de allí con un oficio. Consiguió trabajo y publicó, ahora sí, su primera novela: Rocanrol. Todo en orden, al parecer. Salvo por una cosa: el cómic y la ilustración le quedaban distantes. Y la literatura le granjeaba más elogios que dinero. La cotidianidad, aunque con un tinte muy suyo, tenía ciertos rasgos similares a cómo le dijeron de niño que debía verse.

Pese a que no sería a puño limpio, la vida le depararía otras coñazas.

¿Quién hubiese pensado que algún día iba a estar caminando por la playa vendiendo pizzas? ¿Quién hubiese pensado que agradecería tener ese trabajo, por lejano que estuviera de sus pasiones, solo por el hecho de que representara un ingreso?

Lucas se enfrentaba al sol vigués para servir a turistas y nativos que disfrutaban de los beneficios del mar. Sudor, fatiga. Algo de dinero: por eso lo hacía. Desde que había llegado a España, su actividad laboral y la de Yamila había sido muy escasa. En algún momento, le salvó la vida unas ilustraciones que hizo para Ecaré de Venezuela, lo que significó un dinero nimio para ir tirando las siguientes semanas. En otras ocasiones, lo que ganaba su esposa en los sitios en los que logró emplearse era el salvavidas del hogar. En muchas, la ayuda que otorgaba el Estado a los migrantes desempleados con familia comunitaria era lo que les permitía comer.

Pero a Lucas lo que le daba más dolor de cabeza que una división de polinomios era sentirse tan lejos de su sino. El niño que vivía en su pecho se dividía en dos. Por un lado, clamaba por otra cosa: aún estaba maduro el recuerdo de sus presentaciones de libros en Venezuela, de sus premios literarios, de esa sensación de tener gente que lo leyera. Por el otro, temblaba como si estuviese desnudo ante una lluvia de granizo: ¿hasta ahí había llegado su vida? El mundo, al parecer, no solo era hostil, sino que ahora ni siquiera le ofrecía las bondades de las que disfrutaron su padre y su abuelo al crecer en una Venezuela próspera.

Él era un migrante que extravió su sentido de vida en el aeropuerto.

II

Gabriel sale del cuarto y saluda a varios amigos de su papá. Héctor Torres, escritor y amigo de la familia, cumplió año hace poco y están por picarle una torta. El apartamento queda en el Este de Caracas y viene a ser la vivienda número 11 que ocupa Lucas; y la número diez, en 14 años, que ocupa Gabriel.

Es un apartamento alquilado, en el que en este instante se reparten pedazos de pizzas periodistas, fotógrafos, productores y narradores venezolanos. Pedazos de pizza y chistes, anécdotas, gracias. Es la buena energía que circula entre amigos en un país que hace meses, en el 2019, se quedó sin energía eléctrica por completo durante días.

A este caos decidieron Lucas y Yamila regresar en el 2015, tras tres años de intentar mantenerse en España: al final, los números no dieron.

—¿Tú lo encierras cuándo vienen visitas? –pregunta Lennis Rojas, profesional del mundo de las comunicaciones, a Lucas, luego de darle un abrazo apretado a Gabriel y de verlo volver a su habitación.

Lucas alza los hombros, baja la voz:

—No, él se esconde solito.

Gabriel extraña a su mamá, que hace más de un año partió a Argentina. Y, sobre todo, extraña Vigo. De los tres, fue quien mejor se adaptó: su vida jamás había sido tan sabrosa. Cuando regresaron a Venezuela, entendió aquella imagen de su padre llorando.

Le tocó inscribirse en sexto grado: no solo era el nuevo, sino que era el nuevo que llegaba para el último año de primaria. Tuvo todo el cóctel de complicaciones, muchas, probablemente, parecidas a las que vivió su padre en la adolescencia. El siguiente año escolar, en primer año de bachillerato, raspó casi todas las materias. Y ocultó las notas.

Hasta que entró a casa y se dio de frente con la imagen de Lucas sosteniendo sus exámenes: había descubierto las notas guardadas en un cajón. Al adolescente las piernas le tiritaron. Conocía bastante bien las explosiones de rabia de papá: los gritos, el rugido de los regaños, alguna cosa estrellándose contra piso. Nada de agresiones físicas, sí muchas palabras fuertes. Pero los ojos de Lucas esta vez sostenían el freno de mano, aunque su lengua amenazaba con hundir el acelerador:

—Ya va, ya va. Vamos a sentarnos –inhaló.

Gabriel acató la sugerencia.

—Hijo, de verdad, tómatelo con calma. Acabas de llegar de un país nuevo. Tómatelo con mucha calma. Y si de verdad dices que no puedes, que es imposible que pases todas estas materias en reparación, te llevo a comer un helado.

Gabriel se puso a llorar.

Lucas alza el teléfono y le pregunta a su hijo cómo va. Si ya quiere que lo pase buscando. La perra, Lulú, mueve la cola con emoción alrededor de su dueño. Lucas cuelga. La sala del apartamento está llena de cómics. Al fondo, se observa la mesa sobre la que ilustra. Desde la entrada al hogar, huele a artista. También, a persona ocupada.

Reclinado sobre el sofá, fuma. Bota el aire hacia el techo.

—Uno tiene que entender su propia narrativa. Que las cosas que le contaron a uno de chiquito no necesariamente aplican ahorita. Lo que uno creía que era el amor, el matrimonio, los hijos. Cada época tiene un relato distinto. Mi papá creció en un país en el que de repente si tú le echabas bolas a estudiar y trabajar era muy fácil ascender socialmente. Este tiene otros códigos. Y uno tiene que asimilar eso y afrontarlo.

A Gabriel siempre le ha sorprendido cómo su papá puede tartamudear tanto y enredar ideas para hablar en la cotidianidad y cómo, al mismo tiempo, se transforma en toda una enciclopedia cuando lo entrevistan, cuando hay cámaras, cuando se siente como ave en el cielo.

Al chico, por cierto, no le gusta leer. La mayoría de la literatura le parece inverosímil. Solo lee a papá: papá sí escribe perfecto.

Lucas habla de cine, de libros, de cultura pop, de Venezuela y de política. De todo lo que le apasiona. Ahora pasa los días haciendo pulso contra el reloj: para que le rindan las horas y termine la ilustración de turno, el cómic, el libro, el relato o en lo que sea que esté trabajando.

—Yo antes de migrar no me veía en el contexto. En la posibilidad de hacer cómic en Venezuela, por ejemplo. Si tú me hubieses dicho hace 20 años que ahorita, en una Venezuela así, yo iba a estar haciendo lo que hago me habría parecido imposible. Ahora no concibo otra forma de vivir. Es ahora y aquí donde debo hacerlo. Tuve que entender que esto es lo que me hace feliz y comprometerme. El cambio no ocurrió en el país, ocurrió en mí. Tengo un respeto por la vaina que antes no tenía, le doy un valor que antes no le daba. Lo veo con un agradecimiento que antes no tenía. Me da mucho miedo, pero quiero dedicarme al cómic, el dibujo, la escritura, de aquí a que me muera.

Yamila tiene un año en Buenos Aires. Gabriel, según lo planificado, partirá pronto. Lucas, de nuevo, es el rebelde: la única forma de que vuelva a migrar, dice, es que vaya a un sitio en el que se pueda seguir dedicando a sus pasiones.

En su mirada está la inocencia del que cada día descubre al mundo. Ya no la ingenuidad del que cree que su mundo es lo que otros quieren que sea.

III             

En el público hay nueve personas. En la mesa se ubican seis. Estas últimas leerán sus cuentos en una actividad organizada por estudiantes de la UCAB. Lucas es una de ellas; es, además, el único escritor consagrado de la sala.

—Vamos a esperar diez minutos más –dice la host, poniéndose frente al micrófono.

La sala de la Biblioteca Carlos Guillermo Plaza de la UCAB no tiene mucha pinta de que vaya a llenarse. Luego de que empiezan las lecturas, la cosa mejora: al final, llegarán a poco más de 20 los asistentes. Casi todos con ganas de ver Lucas García París.

—Es la primera vez que voy a leer en público. Así que estoy un poco nerviosa. Además, estoy sentada al lado de Lucas García –se reirá como niña frente a un ídolo pop una de las jóvenes que leerá.

—Gracias por la invitación, es un honor estar aquí. Sobre todo, leer al lado de Lucas García, a quien admiro profundamente –dirá otro.

—Honrada por la invitación. Y por estar junto a Lucas García. De quien, bueno, creo que su Payback nos cambió la vida a algunos –agregará una más.

Al finalizar el evento, otro de los chamos correrá a su carro a buscar su único poemario publicado para regalarle un ejemplar. Y el último de los que leerá ese día sonreirá como niño que descubre el chocolate cuando comparta un cigarro con Lucas.

Es difícil no recordar a Gabriel y a esa anécdota en la que, un día en un taller que estaba haciendo, resultó que uno de sus compañeros era fan de su papá y no podía creer que él era-el-hijo-de-Lucas-García-París.

—Yo te lo presento en lo que me venga a buscar –lo atajó Gabriel, con sonrisa de medio lado.

Ahora el evento comienza y todos leen mucho más que las dos páginas que deberían leer por persona. El único que se ciñe a las instrucciones es Lucas. Y se produce la extraña paradoja de que el invitado especial, del que todos quieren un pedazo, es el que menos interviene.

Todo dura alrededor de dos horas. Luego de los apretones de manos, las palmadas en la espalda, Lucas camina hacia la feria de la universidad. Compra un café, enciende un cigarro. Se sienta.

Los chicos que hace rato le transmitieron su admiración no tienen idea de que ese cuerpo delgado y ese caminar desgarbado todavía guardan dudas, inseguridades. De que su rostro apacible es capaz de rugir de furia. De que, en definitiva, enciende la llama de su fe cada día para convencerse de que su camino es el que a todos sus lectores les resulta obvio. Pero es que no puede ser de otro modo: el niño que creció rodeado de artistas, el adolescente al que le hacían buylling, son caras de un mismo rubik.

Habla, entonces, de ilusiones, del país. Cuenta que en un programa de radio le preguntaron qué superhéroe haría falta para acabar con la dictadura que tiene secuestrada a Venezuela.

—Mira, los superhéroes son algo para niños. Son una forma de explicarles a los niños un sistema de valores y de justicia más complejo. Está bien disfrutar eso y verlo en el cine y tal. Pero el mundo adulto es distinto. En el mundo adulto uno tiene que hacerse responsable de las cosas, aprender a coexistir, interrelacionarse para llegar a soluciones. Si estamos pensando en superhéroes para solucionar nuestros problemas, coye, vamos a estar complicados.

Así respondió el hombre que ama el cómic, que consume todas las producciones de Marvel y DC, que es fan de Batman y encuentra simbologías en todo ese universo. Que escribió e ilustró un libro titulado Superhéroe.

—Había una frase en Dune –una de sus novelas favoritas– que decía “el niño muere cuando se da cuenta de que el padre es humano”. Entonces, el niño tiene que morir.

Y con él, probablemente, deben morir las creencias que heredó y no le sirven, las visiones del mundo que no se corresponden con su presente, la ilusión de que otros (los adultos, los superhéroes) se entrarán a coñazos para defenderlo: de que un ser con capa y la ropa interior por fuera lo hará feliz.

Se monta en su carro y, antes de encenderlo, llama por teléfono a Gabriel. Le pregunta cómo está, le dice que quizá antes pase rápido donde su amigo Octavio y que, luego, se iría a casa.

—¿Quieres que lleve comida? ¿Arroz chino, puede ser? ¿Pizza? ¿Y coño, dónde? Arroz chino, entonces. Dale pues, hijo. Sí. Nos vemos en un rato.

Cuelga. Enciende el carro, atraviesa la autopista. Un par de horas después cruza la puerta de entrada de su apartamento y se saludan. Una brisa tímida circula por las paredes. El mayor ruido es el que hace la perra, Lulú, cuando ladra.

—¿Cómo te fue? –le pregunta Gabriel.

Les llevó tiempo aprender a danzar el baile del orden en un hogar que de repente empezó a sentirse distinto sin la figura femenina. Mejor dicho: les llevó tiempo lograr esa sensación de hogar. Gabriel, que antes derramaba lágrimas hasta por el aleteo de una mariposa, ahora llora menos: tantas mudanzas los han endurecido. Lucas, a su vez, cuando se ve el rostro reflejado en el espejo sabe que sus pupilas son estrellas con una llama reavivada: ya mató al niño.

Padre e hijo comparten un abrazo. Se sirven el arroz, el pollo y las lumpias. Toman asiento en la mesa y comienzan a comer.

Foto de Becky Plaza.

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